19-1-21 "Vengo hacia ti con las manos vacias. No tengo armas, pero, si soy obligado a defenderme, a defender mis principios o mi honor, si es cuestión de vida o muerte, de derecho o de injusticia, entonces aquí están mis armas: las manos vacias" Cuando empecé a practicar karate-do, tenía unos 16 o 17 años. Lo único que hacía en aquel entonces era escuchar punk rock, leer cuanto libro de ciencia ficción, fantasía o terror se me cruzase y escabiar con mis amigos como si no hubiese mañana. Por razones que jamás comprenderé, me enganché casí al instante. Recuerdo patente la primera clase. La entrada en calor la hice con todes, pero cuando empezaba la parte técnica de karate, el sensei me dejó con Ivan, un cinturón negro, que me tuvo unos 40 minutos repitiendo y repitiendo todas las técnicas básicas comprendidas en el ki-hon de principiantes. En un momento me sentí desmayar. Pensé que efectivamente iba a suceder. A cualquiera que le haya dado un bajón de presión muy fuerte entiende de lo que le hablo. Sentís como una presión en la nuca, que se va esparciendo hacia toda la cabeza, junto con una sensación de frío intenso, mareo y la incesante sensación de desvanecer.Por suerte, nunca me pasó. Siempre al borde, pero nunca cayendo. Una vez, en mis 20 y largos, alguien, cuando le comenté que hacía karate, me dijo "uh, pero eso es re violento". A eso se le sumaba que esta persona, jipón arquetipico de la Facultad de Filosofía y Letras, se sentía iluminado por el yoga que probablemente practicaba hacia 3 meses y de forma esporadica, como todo jipi roñoso. No voy a negar que me dieron ganas de violentarme. En esa epoca, ya tenía un par de años de práctica, y el karate empezaba a calar hondo en mi personalidad. Voy a ser claro: a veces no se si mi forma de pensar, de actuar, de ver ciertos aspectos de la vida no están determinadas por los años de práctica. Estoy bastante seguro que si. Al menos, se que la forma en que analizo ciertas cosas u organizo mi vida, tiene que ver con la estructura mental que te facilita el karate-do tras años de práctica. Muchas veces los senseis dicen que el karate-do forja el espiritu y se lo ejemplifica con la práctica y lo que esta necesariamente conlleva. Practicar significa repetir y repetir es el camino hacia la autosuperación en el karate-do. El espiritu se forja a base de mantener ese ritmo de repetición-autosuperación. En el medio está el cuerpo, lo mundano, la carne que duele, las piernas que se caen, los hombros que arden. Keiko, keiko, keiko, decía siempre una sensei. Keiko significa entrenar. A ese mantra yo le sumo repetir, repetir, repetir. Hace unos cuantos años, tuve una situación de violencia callejera de la cual no me enorgullezco y preferiría que no hubiese sucedido. Salía yo de estudiar en mi profesorado y paré en una plaza que estaba de camino a la casa de mi entonces novia. Era de noche, estaba en el oscuro y populoso barrio de Balvanera, en la plaza de la calle Yrigoyen, a metros de la Facultad de Psicología. Me senté en un banco con mis auriculares, saqué un cuaderno y me puse a escribir. Sin previo aviso, sin entender nada, alguien me agarra del cuello con su brazo. Me levantó y rápidamente me suelto. Frente a mi, una persona se rie y me insulta. Y acá es donde la cagué. Karate ni sente nashi: en karate no hay primer ataque. Rabioso, me acerqué para pegarle. Mis auriculares habían volado, junto con la mochila, el celular y varias cosas que quedaron esparcidas por el suelo. La persona corre, y yo corró detrás de él. Cuando me quise dar cuenta, 5 personas me rodearon, dos de ellas con botellas de cerveza en las manos. Me dio miedo. Mucho miedo. Sin pensarlo demasiado, corrí y los esquivé como un campeón. Mi cuerpo reaccionó a la perfección ante algunas trompadas y cosas que volaron. Keiko keiko keiko. Repetir, repetir, repetir. En menos de lo que pudieron darse cuenta esa parva de idiotas, había cruzado la plaza y la calle. Estaba en frente, a salvo y a las puteadas. "Tomatela, tomatela de acá" me gritaban, a lo que yo respondía "chupense una pija, no me voy un carajo, tengo mis cosas allá". Erguí mi torso, me acomodé los rulos, enderecé la espalda y el mentón. Chakugan: la mirada siempre observandolo todo para que nada se escape; si algo se escapa al chakugan, es una amenaza. No se puede dejar nada régido al azar. Sin miedo -el miedo mata la mente, dice un viejo proverbio- crucé la calle y fui hacia la vereda de la plaza, para adentrarme hacía donde habían quedado mis cosas. Los pelotudos estaban en su lugar, haciendose los malos cuando yo pasaba, pero sin hacer nada. Pero donde hay idiotas salvajes que se miden con la violencia, hay un simio mayor que quiere mostrar qué él es el dueño del zoologico. Este susodicho se me acerco para decirme que me vaya porque acá nadie quería problemas. Mi cara se transformó. ¿Qué nadie quería problemas? ¿Me lo venía a decir a mi, que estaba sentado en un banco haciendo nada, mientras un X de la nada me agarra del cuello? Cuando le dije esto, palabras más, palabras menos, el muchacho dijo lo que todo energumeno social dice en momentos así: "Ehh pero que decis, que me estás faltando el respeto" Obviamente al decirme esto, se me fue viniendo al humo, y mientras yo marcaba distancia, él se acercaba, hasta que de arrebato me tira una trompada a la jeta. Keiko keiko keiko, repetir repetir repetir. Mi brazo izquierdo se elevó hacía mi cabeza. Karate ni sente nashi. En karate no hay primer ataque. Mi brazo subió, no para que mis nudillos le revienten la nariz, sino lo contrario: el brazo ascendió en la defensa más básica del karate. Age-uke. Defensa hacia arriba. Debo decir, además, que no solo los huesos de mis brazos son filosos sino que además, tras años de kote (fortalecimiento de los antebrazos para poder defender) son huesos duros, y pegar contra ellos, duele. El muchacho se paró en seco, se quedó callado, dio media vuelta y se fue. Yo encontré todas mis cosas esparcidas por el suelo, tal como las había dejado. Porque no me habían querido robar. No me habían querido hacer daño. Solamente se quisieron hacer los poronga conmigo, un hombre blanco que estaba "regalado" en el Once. Cuando caí en la cuenta de eso, una gran tristeza se abatió sobre mi. Caminé un poco y no pude sostener las piernas. Me senté donde terminaba la Facultad de Psicología y me largué a llorar. Si, casi parece a proposito, pero fue así. Que va a ser. Me sentía terriblemente mal. ¿Por qué carajo no pude frenar antes de salir corriendo al pelotudo? Una chica se acercó a preguntarme cómo estaba, le pedí un tabaco y le conté, como pude. ¿Cómo mierda me iba a entender esa piba lo que quería contar? Ni idea. Pero necesitaba fumar, y necesitaba hablar con alguien. Luego, llamé a varios senseis y hablé bastante. Me hicieron sentir mejor. Durante varios días estuve con mucha culpa, con ganas de no entrenar jamás y de esconderme. Sentía que todos esos años de práctica, de descubrimientos personales, habían sido totalmente al pedo. La culpa es lo peor que existe. Luego comprendí otras cosas. Que si bien actué mal, eso me demostró que mi práctica había dado resultado, porque mis reacciones fueron automáticas, y gracias a ellas, no me mataron de un botellazo ni me comí un arrebato de un random pelotudo del Once. Y, pese al error inicial en cierto sentido logré cumplir uno de los preceptos del Karate-do, porque no tiré ninguna piña. Karate ni sente nashi. En karate no hay primer ataque. Años después me quisieron robar en Campana. Dos personas se me vinieron encima. Me quisieron acorralar contra una casa. Reaccioné rápido y los esquive. Cuando estuve a una distancia prudencial, corrí. En menos de 5 segundos los tenía a 40 metros de distancia. La mejor pelea es la que no sucede. RecuerdenloN