El Archivo de Sherlock Holmes ****** Por Arthur Conan Doyle - Maquetado por SherlockHolmes.page - - 1 - La aventura de la piedra preciosa de Mazarino Fue un placer para el doctor Watson verse de nuevo en la descuidada habitación del primer piso de la calle Baker, que había sido el punto de arranque de tantas aventuras extraordinarias. Miró a su alrededor, fijándose en los mapas científicos que había en la pared, en el banco de operaciones químicas comido por los ácidos, en la caja del violín apoyada en un rincón y en el recipiente de carbón, donde se guardaban en otro tiempo las pipas y el tabaco. Por último, sus ojos fueron a posarse en la cara fresca y sonriente de Billy, el joven pero inteligente y discreto botones, que había contribuido un poco a llenar el hueco de soledad y de aislamiento que rodeaba la figura sombría del gran detective. —Parece que aquí no ha cambiado nada, Billy. Y tú tampoco cambias. ¿Se podrá decir de él lo mismo? Billy dirigió la mirada llena de solicitud hacia la puerta del dormitorio que estaba cerrada, y contestó: —Creo que está en cama y dormido. Eran las siete de la tarde de un encantador día veraniego, pero el doctor Watson se hallaba lo bastante familiarizado con la irregularidad del horario de vida de su viejo amigo para experimentar ninguna sorpresa por ese hecho. —Supongo que esto significa que se halla metido en algún caso. —Sí, señor; precisamente ahora está dedicado al mismo con todo ahínco. Yo temo por su salud. Lo encuentro cada día más pálido y más delgado y no come nada. «¿Cuándo le darán ganas de comer, señor Holmes?», preguntó la señora Hudson, y él contestó: «Pasado mañana, a las siete y media». Ya sabe cómo se vive cuando un caso despierta real interés. —Sí, Billy, ya lo sé. —Anda tras la pista de alguien. Ayer salió a la calle disfrazado de obrero en busca de trabajo. Hoy salió de mujer anciana. Y a mí me engañó, aunque tengo motivos para conocer ya sus artimañas. Billy apuntó con el dedo hacia una sombrilla muy voluminosa que estaba apoyada contra el sofá y dijo: —Es una de las prendas del equipo de la anciana. —Pero ¿de qué trata todo ello, Billy? Billy bajó la voz, como quien habla de grandes secretos de estado: —No me importa contárselo, señor; pero debe quedar entre nosotros dos. Se trata del caso del diamante de la Corona. —¡Cómo! ¿Del que vale cien mil libras y ha sido robado? —Sí, señor. Es preciso recuperarlo. ¡El Primer Ministro y el Ministro del Interior estuvieron sentados en ese mismo sofá! El señor Holmes los trató con mucha amabilidad. Les tranquilizó y les prometió que haría todo cuanto pudiera. Vino también lord Cantlemere… —¡Ah! —Sí, señor; usted sabe lo que esto significa. Ese hombre es de los tiesos, si se me permite decirlo. Yo trago al Primer Ministro, y no tengo nada que decir contra el Ministro del Interior, que me dio la impresión de ser un hombre cortés y servicial, pero no me cae bien su señoría. Lo mismo le ocurre al señor Holmes. Fíjese en que ese lord no tenía fe en el señor Holmes y se oponía a que se le diese intervención en el asunto. Aseguraba que fracasaría. —¿Y el señor Holmes lo sabe? —El señor Holmes sabe todo lo que hay que saber. —Bien, esperemos que no fracase y que lord Cantlemere se vea desairado. Pero, dime, Billy: ¿a qué viene esa cortina que tapa la ventana? —El señor Holmes la colocó hace tres días. Tapa una cosa curiosa que hay al otro lado. Billy avanzó y apartó la cortina que ocultaba el hueco que formaba el mirador. El doctor Watson no pudo reprimir una exclamación de asombro. Había allí un facsímil de su viejo amigo, con su bata y todo, la cara vuelta en sus tres cuartas partes hacia la ventana y mirando hacia abajo, como si leyera un libro invisible mientras su cuerpo se hallaba profundamente hundido en el sillón. Billy separó la cabeza del muñeco y la mantuvo en alto. —La cambiamos adaptándola a diferentes ángulos, a fin de que parezca más viva. Yo no me atrevería a tocarla si no estuviera bajada la cortina. Pero cuando está levantada, puedo ver la cabeza desde la acera de enfrente. —Ya antes hemos hecho algo por el estilo. —Fue antes de que yo me colocase aquí —dijo Billy. Apartó las cortinas de la ventana y miró a la calle. —Hay ciertos individuos que nos vigilan desde allí enfrente. Ahora mismo veo a uno en la ventana. Mire usted mismo. Watson había dado ya un paso hacia delante, cuando se abrió la puerta del dormitorio, saliendo por ella la figura larga y delgada de Holmes; su rostro estaba pálido y seco, pero su andar y su porte estaban tan llenos de vida como siempre. De un solo salto llegó hasta la ventana, y volvió a correr la cortina. —Así está mejor, Billy —dijo—. Muchacho, tu vida estaba en peligro; pero por el momento no puedo estar sin ti. Bien, Watson, da gusto verlo otra vez en su antigua residencia. Llega en un momento crítico. —Eso estoy viendo. —Billy, puedes retirarte. Este muchacho es un problema, Watson. ¿Hasta qué punto tengo derecho a permitir que corra peligros? —¿Peligros de qué, Holmes? —De una muerte súbita. Esta noche espero algo. —¿Y qué es lo que espera? —Ser asesinado, Watson. —¡Una broma suya, Holmes! —Aunque mi sentido del humor es limitado, es muy capaz de bromas mejores que ésa. Pero, mientras llega el momento, podríamos pasarlo agradablemente, ¿verdad? ¿Nos está permitido el alcohol? El sifón y los cigarros se encuentran en su sitio de antaño. Quiero verlo en su sillón de siempre. Espero que no habrá aprendido a desdeñar mi pipa y mi lamentable calidad de tabaco. En estos días sustituye al alimento. —¿Y por qué no come? —Porque las facultades se afinan cuando se les hace pasar hambre. Seguramente que usted querido Watson, como médico que es, reconocerá que lo que la digestión nos hace ganar en aporte de sangre nos lo quita en capacidad cerebral. Yo soy un cerebro, Watson. Todo el resto de mi ser es un simple apéndice. Por consiguiente, es el cerebro al que yo tengo que atender. —Pero ¿qué me dice de ese peligro, Holmes? —Ah, sí; por si se convirtiese en realidad, no estaría de más que cargase su memoria con el nombre y la dirección del asesino. Podría comunicárselo a Scotland Yard, junto con la expresión de mi afecto y mi postrera bendición. Su nombre es Sylvius…, el conde Negretto Sylvius. ¡Anótelos, hombre, anótelos! Ciento treinta y seis Moonside Gardens. N. W. ¿Los tiene? La honrada cara de Watson tenía gestos contradictorios y nerviosos de ansiedad. Demasiado conocía los inmensos riesgos con que cargaba Holmes, y sabía perfectamente que más bien habría en sus palabras cortedad que exageración. Watson era siempre hombre dispuesto a la acción, y en ese instante se mostró a la altura de las circunstancias. —Holmes, cuente conmigo. No tengo nada que hacer durante un par de días. —Veo que no mejora en su aspecto moral, Watson. Ahora ha sumado a los vicios que ya tenía el de decir pequeñas mentiras. Todo en usted está delatando al médico atareado, que tiene que atender consultas a toda hora del día. —La cosa no llega a tanto. Pero ¿no puede hacer detener al individuo en cuestión? —Podría hacerlo, Watson. Eso es lo que tanto le molesta a él. —¿Y por qué no lo hace? —Porque ignoro adónde se encuentra el diamante. —Sí. Ya me habló Billy…, la joya de la Corona que ha desaparecido. —Sí, la magnífica piedra amarilla de Mazarino. He tirado mi red y tengo dentro de ella el pez. Pero no he conseguido encontrar la piedra. ¿Qué adelanto con aprenderlos? Podemos hacer que el mundo sea un lugar mejor dándoles la zancadilla y sujetándolos. Pero yo no me he lanzado a esa empresa. Lo que yo necesito es la piedra. —¿Y es este conde Sylvius uno de los peces a que se refiere? —Sí; es el tiburón. Muerde. El otro es Sam Merton, el boxeador. No es mala persona Sam; pero el conde se ha servido de él. Sam no es un tiburón. Es un gobio corpulento, estúpido y de cabeza de toro. Pero, a pesar de ello, anda aleteando dentro de mi red(Holmes gusta de usar metáforas de cazadores o pescadores para su oficio). —¿Dónde se encuentra el conde Sylvius? —Lo he tenido toda la mañana a mi lado. Usted, Watson, me ha visto en ocasiones disfrazado de anciana. Jamás lo estuve de manera más convincente. Ese hombre llegó incluso a recoger mi sombrilla. «Permítame, señora…», me dijo. Es medio italiano, ¿sabe usted?, y cuando está de buen humor tiene toda la simpatía del Sur, aunque cuando está de malas es el mismísimo diablo encarnado. La vida está llena de hechos caprichosos, Watson. —Habría podido ser una pura tragedia. —Sí, quizá sí. Lo seguí hasta el antiguo taller de Straubenze, en Minories. Straubenze fabricó el fusil de aire comprimido, una obra magnífica, según tengo entendido, y que supongo que debe encontrarse en este instante en una ventana frente a la mía. ¿Ha visto el muñeco? Sí, claro que Billy se lo enseñaría. Bien, en cualquier momento puede recibir un balazo en su hermosa cabeza. ¡Ah, Billy! ¿Qué ocurre? El muchacho había reaparecido en la habitación con una tarjeta en una bandeja. Holmes la miró con las cejas arqueadas y con una sonrisa divertida. —Ahí está en persona. No me esperaba esto. ¡A ponerse manos a la obra, Watson! Es un hombre de temple. Quizá conozca la fama que goza como buen tirador de caza mayor. Desde luego que constituiría un final glorioso de su historia deportiva que me echase a mí a la bolsa. Esta es una demostración de que siente la punta de mi pie cerca de su talón. —Llame a la policía. —Tendré probablemente que hacerlo. Pero todavía no. ¿Quiere mirar con cuidado por la ventana, para ver si alguien merodea por la calle? —Sí, cerca de la puerta hay un individuo que parece un matón. —Será Sam Merton; el fiel, pero bastante idiota, Sam. ¿Dónde se encuentra este caballero, Billy? —En la sala de espera, señor. —Hazlo subir cuando yo toque el timbre. —Sí, señor. —Hazlo pasar, aunque yo no esté en la habitación. —Sí, señor. Watson esperó a que la puerta estuviese cerrada y en seguida miró a su compañero. —Mire, Holmes, esto no puede ser. Este es un hombre desesperado, que no se detiene ante nada. Quizás haya venido para asesinarlo. —No me sorprendería. —Insisto en hacerle compañía. —Sería un estorbo tremendo. —¿Para quién, para él? —No, querido compañero, para mí. —No puedo abandonarlo. —Sí, usted puede, Watson. Y lo hará, porque nunca ha dejado de representar su parte en el juego. Debo asegurarme que jugará hasta el final. Este hombre ha venido con una finalidad, pero quizá se quede por conveniencia mía. —Holmes tomó su libro de notas y garabateó algunas líneas —. Tome un coche de alquiler hasta Scotland Yard y dele esto a Youghal de la División de Investigaciones Criminales. Regrese con la policía. El arresto del cómplice seguirá después. —Lo haré con alegría. —Antes de que regrese debería tener suficiente tiempo para averiguar dónde está la piedra —tocó el timbre—. Creo que deberíamos salir por la habitación. Esta segunda salida es excesivamente útil. Quiero preferiblemente ver a mi tiburón sin que me vea, y tengo, como recordará, mi propia forma de hacerlo. Fue, en consecuencia, una habitación vacía a la cual Billy, un minuto después, condujo al conde Sylvius. El famoso tirador, deportista, y hombre de ciudad era una persona morena, con un formidable bigote oscuro sombreando una cruel y delgada boca, y transpuesta por una larga y curvada nariz como el pico de un águila. Estaba bien vestido, pero su brillante corbata, su resplandeciente alfiler, y sus relucientes anillos resultaban extravagantes. Cuando la puerta se cerró tras de él, miró alrededor con feroces y sobresaltados ojos, como alguien que sospecha una trampa a cada paso. Entonces se puso violento al notar la impasible cabeza y el cuello del camisón que se proyectaba por encima del sillón en la ventana. Primero su expresión fue una de puro asombro. Entonces la luz de una horrible esperanza centelleó en sus oscuros y sangrientos ojos. Echó un vistazo a su alrededor para ver que no hubiera testigos, y entonces, de puntillas, levantó su grueso bastón, y se aproximó a la silenciosa figura. Se estaba agachando para su salto y estallido final cuando una fría y sardónica voz lo saludo desde la puerta abierta de la habitación: —¡No lo rompa, conde! ¡No lo rompa! El asesino trastabilló, mostrando asombro en su convulsa cara. Por un instante levantó su pesado bastón una vez más, como si pudiera volcar su violencia desde la imagen hacia el original; pero había algo en esos firmes ojos grises y sonrisa burlona que causaron que su mano se posara a un lado. —Es un objeto hermoso —dijo Holmes, avanzando hacia el maniquí—. Tavernier, el modelador francés, lo hizo. Es tan bueno para las figuras de cera como su amigo Straubenze lo es para los rifles de aire. —¡Rifles de aire, señor! ¿A qué se refiere? —Ponga su sombrero y su bastón sobre la mesa. ¡Gracias! Por favor, tome asiento. ¿Podría tener la amabilidad de quitarse su revólver también? Oh, muy bien, si prefiere sentarse sobre él. Su visita es realmente oportuna, porque quería tener unos pocos minutos de charla con usted. El conde frunció el ceño, con pesadas y amenazadoras cejas. —Yo, también deseaba tener algunas palabras con usted, Holmes. Es por eso que estoy aquí. No negaré que intentaba asaltarle. Holmes meció sus piernas en el borde de la mesa. —Me había dado cuenta de que algo así rondaba por su cabeza —dijo —. ¿Pero por qué estas atenciones personales? —Porque ha salido de su camino para fastidiarme. Porque ha puesto a sus criaturas sobre mi camino. —¡Mis criaturas! ¡Le aseguro que no! —¡Absurdo! Los tengo vigilados. Dos pueden jugar el mismo juego, Holmes. —Es una petición pequeña, conde Sylvius, quizás querría amablemente concertar una cita antes de vistarme. Podrá entender que, con mi rutina de trabajo, debo encontrarme en familiares términos con la mitad de la galería de bribones, y entenderá que las excepciones son injustas. —Así será, Sr. Holmes. —¡Excelente! Pero le aseguro que está equivocado acerca de mis supuestos agentes. El conde Sylvius rio desdeñosamente. —Otras personas pueden vigilar tan bien como usted. Ayer fue un viejo deportista. Hoy fue una anciana mujer. Me vigilan todo el día. —Realmente, señor, usted me elogia. El viejo barón Dowson dijo la noche anterior a que fuera colgado que, en mi caso, lo que la ley ha ganado, el escenario lo ha perdido. ¿Y ahora usted me halaga por mis pequeñas interpretaciones? —¿Fue… fue usted? Holmes se encogió hombros. —Puede ver en el rincón la sombrilla que tan educadamente me sostuvo en Minories antes de que empezara a sospechar. —Si lo hubiese sabido, quizá no habría usted… —… vuelto a esta humilde casa. Lo sabía perfectamente. Todos tenemos que lamentar ocasiones que hemos perdido. Ahora bien, como usted lo ignoraba, estamos aquí los dos. El ceño del conde se frunció aún más apretadamente sobre sus ojos amenazadores. —Lo que me acaba de decir pone aún peor las cosas. ¡No eran sus agentes, sino su misma entrometida persona de comediante! Reconoce, entonces, que me ha seguido los pasos. ¿Por qué? —Vamos, vamos, conde. Usted se dedicó a matar leones en Argelia. —¿Y qué pasa con eso? —¿Por qué los mataba? —¿Por qué? ¡Por deporte, por la emoción, por el peligro! —Y también, sin duda, para librar al país de aquel flagelo, ¿verdad? —¡Exactamente! —Entonces ahí tiene en breves palabras mi porqué. El conde se puso de pie de un salto y se llevó con movimiento involuntario la mano al bolsillo de la cadera. —¡Siéntese, señor, siéntese! Yo tenía una razón de tipo más práctico. Necesito el diamante amarillo. El conde Sylvius se recostó en su silla con sonrisa siniestra, y dijo: —¡Le digo…! —Usted sabía que yo andaba detrás suyo con una finalidad. La razón verdadera de haber venido aquí esta noche es que quiere averiguar hasta dónde estoy enterado del asunto y hasta qué punto es absolutamente indispensable eliminarme, porque yo lo sé todo, salvo un detalle que va a decírme ahora. —¿De verdad? ¿Y cuál es el hecho que le falta por conocer? —El lugar en el que se halla el diamante. El conde miró fijamente a su interlocutor. —De modo que desea usted averiguarlo, ¿verdad? ¿Y cómo demonios puedo decirle dónde está esa piedra preciosa? —Puede decírmelo y me lo dirá. —¡Ah!, ¿sí? —Conde Sylvius, conmigo no le valen los engaños. —Holmes miró al conde, y sus ojos fueron contrayéndose y encendiéndose hasta no ser más que dos puntas de acero amenazadoras—. Usted es para mí como un cristal. Puedo ver a través de su alma. —Entonces podrá por supuesto, ver dónde se encuentra el diamante. Holmes palmeó divertido, y apuntó al conde con su índice burlón, diciéndole: —¡Ah! ¿Ve usted cómo lo sabe? ¡Usted mismo lo ha confesado! —Yo no he confesado nada. —Veamos, conde. Si se pone razonable, podemos hacer negocios. En caso contrario, se pillará los dedos. El conde Sylvius alzó los ojos al techo y dijo: —¡Y hablaba usted de que yo recurría a engaños! Holmes lo miró pensativo, como mira un buen jugador de ajedrez mientras está pensando su jugada definitiva. De pronto abrió el cajón de la mesa y sacó de él un cuaderno de notas achatado. —¿Sabe lo que guardo en este libro? —No, señor; no lo sé. —¡Lo guardo a usted! —¿A mí? —Sí, señor, a usted. Todo usted está aquí dentro; todo lo que ha hecho durante su dañina y repugnante vida. —¡Maldición, Holmes! ¡Mi paciencia tiene sus límites! —exclamó el conde, con ojos relampagueantes. —Todo está aquí, conde. La verdad acerca de la muerte de la señora anciana Harold, que le dejó en herencia la finca de Blymer, que usted perdió rápidamente en el juego. —Está fantaseando. —Y también la historia completa de la señorita Minnie Warrender. —¡Bueno! De eso no va a sacar nada. —Hay muchas más cosas aquí, conde. Aquí está el robo cometido en el tren de lujo de la Riviera el día 13 de febrero de 1892. Y el cheque falsificado contra el Crédit Lyonnais. —No; ahí se equivoca usted. —¡Entonces tengo razón en todo lo demás! Bien, conde, usted es jugador de cartas. Cuando el otro compañero tiene todas las de ganar, ahorra tiempo descartar la mano. —¿Qué tiene que ver toda esta conversación con la gema de la que habló? —Vayamos despacio, conde. ¡Contenga esa mente ansiosa! Déjeme llegar al asunto a mi habitual manera. Tengo todo esto contra usted; pero sobre todo, tengo un caso claro contra ambos, usted y su matón en el caso del diamante de la Corona. —¿De veras? —Tengo el chófer que lo llevó hasta Whitehall y el chófer que lo trajo de vuelta. Tengo al ordenanza que los vio cerca de la vitrina. Tengo a Ikey Sanders, quien rehúsa interceder por usted. Ikey lo ha delatado, y el juego ha terminado. Las venas saltaron en la frente del conde. Sus oscuras y peludas manos se cerraron con fuerza en una convulsión de emoción controlada. Trató de hablar, pero las palabras no tomaban forma. —Esa es la mano que estoy jugando —dijo Holmes—. Las cartas están puestas sobre la mesa. Pero una carta está perdida. Es el Rey de Diamantes. No sé dónde está la piedra. —Y nunca lo sabrá. —¿No? Sea razonable, conde. Considere la situación. Lo van a encerrar por veinte años. Y también a Sam Merton. ¿De qué les va a servir el diamante? De nada absolutamente. Pero si lo entrega estoy dispuesto a todo aunque se trate de un delito. No les queremos ni a usted ni a Sam, queremos la piedra. Dénosla, y por lo que a mí respecta, puede vivir en libertad, mientras se comporte correctamente a partir de ahora. Si comete otro desliz… en fin, será el último. Pero ahora mismo mi encargo es recuperar la piedra, no detenerlo a usted. —¿Y si me niego? —Pues, entonces… ¡Qué pena…! Será usted y no la piedra. Billy apareció en respuesta a la llamada del timbre. —Creo, conde, que convendría que también su amigo Sam asistiese a esta conferencia. Después de todo, es justo que sus intereses estén representados. Billy del lado de afuera de la puerta de la calle verás a un señor muy corpulento y feo. Invítelo a subir. —¿Y si no quiere, señor? —No quiero violencias, Billy. No lo maltrate. Si usted le dice que el conde Sylvius lo necesita, vendrá con seguridad. —¿Qué es lo que va a hacer ahora? —preguntó el conde Sylvius cuando Billy desapareció. —Hace un momento se encontraba aquí mi amigo Watson. Le conté que tenía en mis redes a un tiburón y a un gobio; ahora me dispongo a levantar la red y a que salgan juntos. El conde se había levantado de su asiento y tenía la mano en su espalda. Holmes hizo que algo sobresaliese del bolsillo de su bata. —Holmes, usted no morirá en la cama. —Esa idea se me ha ocurrido muchas veces, pero ¿de verdad tiene tanta importancia? A fin de cuentas, conde, usted mismo tiene más probabilidades de morir en posición perpendicular que en posición horizontal. Pero esta clase de previsiones del futuro resultan morbosas. ¿Por qué no hemos de entregamos sin restricción al disfrute de la hora presente? Los ojos negros y amenazadores de aquel maestro del crimen se encendieron de pronto con luminosidad de fiera. La figura de Holmes pareció ir creciendo a medida que se ponían en tensión, dispuesto a todo. —Amigo mío, no vale la pena andar palpando su revólver —dijo con voz tranquila—. Sabe usted perfectamente que no se atrevería a usarlo, ni aun en el caso de que yo le diese el tiempo necesario para sacarlo, conde, los revólveres son instrumentos alborotadores y desagradables. Es mejor recurrir a los fusiles de aire comprimido. ¡Ah! Me parece oír los ingrávidos pasos de su estimable socio. Buenos días, señor Merton. ¿Resulta aburrida la calle, verdad? El boxeador profesional, que era un joven corpulento de expresión estúpida, terca y oblicua, se quedó como cortado en la puerta misma, mirando en torno suyo con desorientación. La campechanía de Holmes era cosa nueva para él, y aunque tuvo la sensación confusa de que le era hostil, no supo de qué manera hacerle frente, y se volvió pidiendo ayuda hacia su más astuto camarada. —¿De qué se trata ahora, conde? ¿Qué es lo que quiere este individuo? ¿Ha pasado algo nuevo? —su voz era gruesa y ronca. El conde se encogió de hombros y fue Holmes quien contestó: —Señor Merton, para expresarlo brevemente, le diré que todo se acabó. El boxeador siguió hablando a su asociado. —Pero ¿es este fulano se está divirtiendo, o qué? Yo no estoy para diversiones. —No, supongo que no —dijo Holmes—. Creo que puedo asegurarle que, a medida que avance la noche, usted se sentirá cada vez de peor humor. Bueno, conde Sylvius, vamos a ver. Yo soy hombre de muchas ocupaciones y no puedo perder el tiempo. Voy a pasar a ese dormitorio. Considérese aquí como en su propia casa durante mi ausencia. Así tendrá más libertad para explicar a su amigo cómo están las cosas sin que les cohíba mi presencia. Mientras tanto, tocaré en mi violín la Barcarola de Hoffmann. Dentro de cinco minutos volveré para que ustedes me den la contestación definitiva. Se ha dado perfecta cuenta de la alternativa, ¿no es así? ¿Los encarcelaremos a ustedes, o recuperaremos la piedra? Holmes se retiró, recogiendo al pasar su violín, que estaba en un rincón. Unos instantes después, a través de la puerta cerrada del dormitorio, sonaban débilmente las notas lánguidas y llorosas de la más obsesionante melodía. —¿De qué se trata, entonces? —preguntó Merton con ansiedad cuando su compañero se volvió hacia él—. ¿Sabe algo acerca de la piedra? —Sabe demasiado acerca de ella. No estoy seguro de que no sepa absolutamente todo. —¡Santo Dios! —la cara pálida del boxeador se volvió todavía más blanca. —Ikey Sanders nos ha delatado. —¿Qué ha qué? Le haré pedazos por eso aunque me cueste la horca. —Con eso no adelantamos mucho. Hemos de decidir ahora mismo lo que tenemos que hacer. —Un momento —dijo el boxeador, mirando con recelo hacia la puerta del dormitorio—. Este individuo es de cuidarse y hay que estar alerta. ¿No nos estará escuchando? —¿Cómo va a poder escuchar si está tocando la música? —Tiene razón. Quizás haya alguien detrás de una cortina. Hay demasiadas cortinas en esta habitación. Al volverse para mirar vio por vez primera la efigie de la ventana, y se quedó sorprendido mirando y apuntando con el dedo, demasiado atónito para hablar. —¡Bah! Es sólo un muñeco —dijo el conde. —Una simulación, ¿verdad? ¡Por mi vida! ¿No andará en ello madame Tussaud(la escultora de cera más famosa de todos los tiempos)? Es su viva imagen, con el batín y todo. Pero ¡las cortinas, conde! —¡Al diablo las cortinas! Estamos perdiendo el tiempo y no andamos sobrados de él. Ese hombre puede mandarnos a presidio por el asunto de la piedra. —¡Vaya si puede! —Pero nos dejará libres con sólo que le digamos dónde está el botín. —¡Cómo! ¿Que se lo entreguemos? ¿Que le entreguemos lo que vale cien mil soberanos? —O lo uno o lo otro. Merton se rascó la rapada cabeza. —Ese hombre está aquí solo. Vamos a darle lo suyo. Con apagar la luz nada tendríamos que temer. El conde movió negativamente la cabeza. —Está armado y en guardia. Si lo matásemos a tiros, nos sería difícil huir en un sitio como éste. Además, es bastante probable que la policía esté al corriente de todas las pruebas que él tiene. ¡Hola! ¿Qué es esto? Se oyó un leve crujido que parecía proceder de la ventana. Ambos hombres se volvieron rápidos, pero todo estaba tranquilo. Fuera de aquel muñeco extraño sentado en el sillón, no había sin duda alguna nadie más en el cuarto. —Hay algo en la calle —dijo Merton—. Mire, jefe, usted tiene el cerebro. Seguramente encontrará la forma de salir de esta situación. Si asestarle un golpe no lo es, entonces la solución es toda suya. —He engañado a mejores hombres que él —contestó el conde—. La piedra está aquí en mi bolsillo secreto. No corrí riesgos al ocultarla. Puede estar fuera de Inglaterra esta noche y dividida en cuatro piezas en Ámsterdam antes del Domingo. Holmes no sabe nada de Van Seddar. —Pensé que Van Seddar se iría la próxima semana. —Así iba a ser. Pero ahora deberá salir en el próximo ferry. Uno de los dos debe escabullirse con la piedra hacia la calle Lima y decírselo. —Pero el falso fondo no está hecho todavía. —Así es, deberá aceptarlo como está y arriesgarse. No hay ni un momento que perder —nuevamente, con la sensación de peligro que se convierte en instinto en el deportista, se detuvo y observó fijamente hacia la ventana. Sí, era seguro que desde la calle venía ese débil sonido—. Respecto a Holmes —continuó—, podemos engañarlo fácilmente. Verás, el condenado tonto no nos arrestará si le damos la piedra. Bien, le prometeremos la piedra. Lo pondremos sobre el camino equivocado, y antes de que descubra que está por mal camino, el diamante estará en Holanda y nosotros fuera del país. —¡Me parece bien! —exclamó Sam Merton con una amplia sonrisa. —Puedes irte y decirle al holandés que se mueva. Yo veré a este memo y le llenaré la cabeza de falsas confesiones. Le diré que la piedra está en Liverpool. ¡Cómo me aturde esa música quejumbrosa! ¡Me pone de los nervios! En el momento en que averigüe que no está en Liverpool ya estará dividida en cuartos y nosotros sobre el agua azul. Ven aquí, ponte fuera de la línea de visión de la cerradura. Aquí está la piedra. —Me extraña que se atreva a llevarla encima. —¿Dónde puedo mantenerla segura? Si pudimos sacarla de Whitehall alguien más podría seguramente alejarla de mí. —Echémosle una mirada. El conde Sylvius lanzó algo así como una mirada poco halagadora hacia su socio e hizo caso omiso de las manos sucias que se extendían hacia él. —¿Qué… piensa que voy a robárselo? Mire, señor, me estoy cansando de sus métodos. —Está bien, está bien, sin ofensas, Sam. No podemos permitirnos una disputa. Ven hacía la ventana si quieres ver adecuadamente la belleza de la piedra. ¡Ahora sostén la lámpara! ¡Aquí! —¡Gracias! Con un simple salto Holmes brincó de la silla del maniquí y atrapó la preciosa gema. La sostuvo en una sola mano, mientras que con la otra apuntaba un revólver a la cabeza del conde. Los dos villanos retrocedieron con absoluto asombro. Antes de que se recobraran Holmes presionó el timbre eléctrico. —¡Sin violencia, caballeros… sin violencia, se lo ruego! ¡Tengan en consideración los muebles! Debe ser evidente para usted que no tiene escapatoria. La policía está esperando abajo. La perplejidad del conde sobrepasó su furia y su temor. —¿Pero cómo dedujo…? —balbuceó. —Su sorpresa es muy natural. No estaba enterado que una segunda puerta de mi habitación se encuentra directamente detrás de la cortina. Me imaginé que debió oírme cuando desplacé el muñeco, pero la suerte estaba de mi lado. Me dio la oportunidad de escuchar su interesante conversación, que hubiese sido penosamente embarazosa si se hubieran percatado de mi presencia. El conde hizo un gesto de resignación. —Le subestimamos, Holmes. Creo que es el mismísimo diablo. —No tanto mi querido conde. —Holmes respondió con una cortés sonrisa. El lento intelecto de Sam Merton sólo gradualmente fue apreciando la situación. Ahora, con los sonidos de pesados pasos llegando por las escaleras, rompió el silencio. —¡Un madero! —dijo—. Pero, dígame, ¿qué le pasa a ese condenado violín? Porque sigue tocando. —¡Bah, bah! —contestó Holmes—. Está usted en lo cierto. ¡Déjelo tocar! Estos gramófonos modernos constituyen un invento extraordinario. La policía penetró en tromba, se oyó tintinear las esposas, y los criminales fueron conducidos al coche que estaba esperando. Watson se quedó rezagado acompañando a Holmes, para felicitarlo por esta nueva hoja que acababa de agregar a sus laureles. Una vez más la conversación fue interrumpida por el imperturbable Billy, que se presentó con su bandeja. —Lord Cantlemere, señor. —Hágalo subir, Billy. Es un eminente aristócrata del reino que representa a los más elevados intereses —dijo Holmes—. Es una persona excelente y leal, pero está más bien chapado a la antigua. ¿Quiere que lo hagamos apearse de su solemnidad? ¿Vamos a tomarnos una pequeña libertad? Calculo que no debe saber nada de lo que acaba de ocurrir. Se abrió la puerta para dejar paso a un hombre enjuto y austero, de perfil parecido a un hacha, y patillas largas de la época media victoriana, negras y brillantes, que no concordaban bien con los hombros caídos y su andar lento. Holmes se adelantó afectuoso y le apretó su flácida mano. —¿Cómo andamos, lord Cantlemere? La temperatura es fría para la época del año en que estamos, pero bastante calurosa dentro de casa. ¿Puedo quitarle el gabán? —No, gracias; lo conservaré puesto. Holmes apoyó con insistencia su mano en la manga del gabán. —¡Por favor, permítame! Mi amigo el doctor Watson podrá decirle que estos cambios de temperatura son muy traidores. Su señoría se liberó con impaciencia de las manos de Holmes. —Me encuentro muy cómodo, señor. No voy a permanecer aquí porque entré simplemente para saber si ha hecho algún progreso en la tarea que le ha sido encomendada. —Es difícil…, dificilísima. —Ya me temí que así le pareciese. El viejo cortesano dejó transparentar un tonillo de mofa en sus palabras y en su expresión. —Señor Holmes, todo el mundo descubre sus limitaciones, pero ese descubrimiento nos cura por lo menos del engreimiento. —Sí, señor, me he visto muy perplejo. —¡Claro está! —Sobre todo, en lo relativo a un detalle. Quizás usted pudiera ayudarme en ese punto. —Solicita mi consejo con bastante retraso. Yo creía que usted disponía de métodos que nunca se quedaban cortos. Sin embargo, no tengo inconveniente en ayudarle. —Verá, lord Cantlemere, la verdad es que tenemos todas las pruebas para acusar a los auténticos ladrones. —Cuando los haya atrapado. —Exactamente. Ahora bien, el problema es éste: ¿De qué manera procederemos contra el perista? —¿No es algo prematura la pregunta? —Siempre es bueno que tengamos preparados nuestros planes para todo. Entonces bien, ¿qué prueba consideraría usted decisiva contra el perista? —Encontrar la piedra en su posesión. —¿Lo harían ustedes detener en tal caso? —Sin duda alguna. Rara vez se reía Holmes, pero en esta ocasión estuvo tan a punto de hacerlo como Watson no recordaba haberlo visto nunca. —Siendo así, querido señor, me veré en la dolorosa necesidad de aconsejar que procedan a su detención. Lord Cantlemere se puso muy irritado. En sus exangües mejillas vibraron, pasajeros, algunos de sus antiguos colores. —Señor Holmes, se toma usted grandes libertades. No recuerdo caso igual en mis cincuenta años de vida oficial. Yo soy un hombre atareado, señor, que tiene a su cargo importantes asuntos, y no dispongo del tiempo ni del gusto para bromas estúpidas. No tengo inconveniente en decirle, señor, que jamás he creído en sus talentos y que siempre he defendido la opinión de que el asunto habría estado más seguro en manos de la policía oficial. Su manera de conducirse confirma las conclusiones a que yo había llegado. Tengo el honor de darle las buenas tardes, señor. Holmes había cambiado rápidamente de posición y se interponía ahora entre el lord y la puerta. —Un momento, señor —dijo—. Salir de aquí con la piedra de Mazarino constituiría un delito mucho más grave a que se le encontrase temporalmente en posesión de la misma. —Caballero, esto es intolerable. Déjeme pasar. —¡Meta la mano en el bolsillo del lado derecho de su gabán! —¿Qué es lo que pretende insinuar? —Vamos, vamos; haga lo que le pido. Un instante después, el atónito aristócrata, con la gran piedra amarilla sobre la palma de la mano temblorosa, parpadeaba y tartamudeaba: —¡Cómo! ¡Qué! ¿Qué significa esto, señor Holmes? —¡Lo he hecho muy mal, lord Cantlemere, lo he hecho muy mal! — exclamó Holmes—. Este viejo amigo aquí presente le podrá explicar mi endiablada afición a las bromas. Eso y que no resisto la tentación de lo dramático. Me tomé la libertad, la grandísima libertad, lo confieso, de meterle la piedra en el bolsillo al comienzo de nuestra entrevista. El viejo aristócrata miraba, con ojos muy abiertos, tan pronto la piedra como el rostro sonriente que tenía delante. —Señor, estoy desconcertado. En efecto, sí; es la piedra preciosa de Mazarino. Señor Holmes, le estamos muy agradecidos. Quizá, lo confieso, su sentido del humor esté algo viciado, y esta exhibición del mismo haya sido notablemente inoportuna; pero considere retirados todos los comentarios que he hecho acerca de su asombrosa capacidad profesional. Pero ¿cómo…? —El caso no está sino a medio acabar, los detalles pueden esperar. Sin duda, lord Cantlemere, la satisfacción que tendrá al narrar los positivos resultados en los altos círculos a los que ahora vuelve, supondrá una pequeña compensación por mi broma. Billy, acompañe a su señoría hasta la calle, y diga a la señora Hudson que me alegraré de que nos envíe lo antes posible cena para dos. - 2 - El problema del puente de Thor En algún sitio de los sótanos del banco Cox and Co., en Charing Cross, hay un estuche metálico de documentos, maltratado y desgastado por los viajes, con mi nombre pintado en la tapa: John H. Watson, M. D.(doctor en medicina), anteriormente del Ejército de la India. Está atestado de papeles, casi todos los cuales son informes sobre casos que ilustran los curiosos problemas que en diversos momentos tuvo que examinar el señor Sherlock Holmes. Algunos, y no menos interesantes, fueron completos fracasos, y como tales no admiten que se les relate, ya que no se llega a ninguna explicación definitiva. Un problema sin solución puede interesar al estudioso, pero es difícil que no moleste al lector corriente. Entre estos casos no concluidos está el del señor James Phillimore, quien, volviendo atrás hacia su casa para buscar su paraguas, desapareció de este mundo sin dejar rastro. No menos notable es el del barco Alicia, que zarpó una mañana de primavera y se metió en un pequeño banco de niebla del que jamás volvió a salir, sin que se supiera más de él ni de su tripulación. Otro caso digno de nota es el de Isador Persano, el conocido periodista y duelista, a quien se encontró en estado de locura, mirando fijamente una caja de cerillas que tenía delante y que contenía un curioso gusano, al parecer desconocido para la ciencia. Aparte de esos casos no sondeados, hay algunos que implican los secretos de familias particulares, hasta un punto que significaría la consternación en muchos ambientes elevados si se creyera posible que hallaran su camino hasta la letra impresa. No necesito decir que tal quebrantamiento de confianza es impensable, y que esos informes se apartarán y se destruirán ahora que mi amigo tiene tiempo para dedicar sus energías a otro asunto. Queda un considerable remanente de casos de mayor o menor interés, que yo podría haber publicado antes si no hubiera temido dar al público un hartazgo que repercutiera en la reputación de un hombre a quien admiro por encima de todos. En algunos estuve metido yo mismo y puedo hablar como testigo de vista, mientras que en otros, o no estuve presente o tuve un papel tan pequeño que sólo podrían contarse como por parte de una tercera persona. El siguiente relato está sacado de mi propia experiencia. Era una desapacible mañana de octubre, y observé, al vestirme, cómo las últimas hojas que quedaban iban siendo arrebatadas del solitario platanero que crecía en el terreno de detrás de nuestra casa. Bajé a desayunar preparado para encontrar a mi compañero deprimido, pues, como todos los grandes artistas, fácilmente se dejaba influenciar por el ambiente. Por el contrario, vi que casi había terminado su desayuno y que su humor era especialmente luminoso y alegre, con ese buen ánimo algo siniestro que caracterizaba sus momentos más ligeros. —¿Tiene algún caso, Holmes? —hice notar. —La facultad de deducción es ciertamente contagiosa, Watson — respondió—. Le ha hecho capaz de sondear mi secreto. Sí, tengo un caso. Tras un mes de trivialidades y estancamiento, las ruedas se ponen en marcha otra vez. —¿Podría compartirlo? —Hay poco que compartir, pero podemos discutirlo cuando haya consumido un par de huevos duros con que nos ha favorecido nuestra cocinera. Su estado quizá no deje de tener relación con el ejemplar del Family Herald que observé ayer en la mesa del vestíbulo. Incluso un asunto tan trivial como el cocer un huevo requiere una atención que sea consciente del paso del tiempo, incompatible con la novela de amor de esa excelente publicación. Un cuarto de hora después, la mesa estaba despejada y nosotros cara a cara. Había sacado una carta del bolsillo. —¿Ha oído hablar de Neil Gibson, el Rey del Oro? —dijo. —¿Quiere decir el senador americano? —Bueno, una vez fue senador por algún estado del Oeste, pero se le conoce más como el mayor magnate de minas de oro del mundo. —Sí, sé de él. Seguro que lleva viviendo algún tiempo en Inglaterra. Su nombre es muy conocido. —Sí, compró unas grandes propiedades en Hampshire hace cinco años. ¿Ha oído hablar del trágico final de su mujer? —Claro. Ahora lo recuerdo. Por eso me es conocido el nombre. Pero la verdad es que no sé nada de los detalles. Holmes dirigió la mano hacia unos papeles que había en una silla. —Yo no tenía idea de que el caso vendría a parar a mí, ni de que ya tendría preparados mis recortes de prensa —dijo—. La verdad es que el problema, aunque enormemente sensacional, no parecía presentar dificultades. La interesante personalidad de la acusada no oscurece la claridad de las pruebas. Esa fue la opinión emitida por el jurado forense y también en la instrucción. Ahora se ha remitido a la Audiencia de Winchester. Me temo que es un asunto ingrato. Puedo descubrir hechos, Watson, pero no puedo cambiarlos. A no ser que se presenten algunos completamente nuevos e inesperados, no veo qué puede esperar mi cliente. —¿Su cliente? —Ah, me olvidaba de que no se lo he dicho. Me estoy metiendo en su enmarañada costumbre, Watson, de contar las cosas por el final. Más vale que empiece por leer esto. La carta que me había entregado, escrita con letra enérgica y dominante, decía así: «Hotel Claridge, 3 de octubre. Querido señor Sherlock Holmes: No puedo ver ir a la muerte a la mejor mujer que ha creado Dios sin hacer todo lo posible por salvarla. No puedo explicar las cosas, ni siquiera puedo intentarlo, pero sé sin duda alguna que la señorita Dunbar es inocente. Conocerá usted los hechos, ¿y quién no? Ha sido el chismorreo de todo el país. ¡Y ni una voz se ha levantado a su favor! Es la maldita injusticia de todo esto lo que me vuelve loco. Esa mujer tiene un corazón que no le permitiría matar una mosca. En fin, iré mañana a las once a ver si puede usted dejar pasar algún rayo de luz en esta oscuridad. Quizá tenga yo alguna clave y no lo sepa. En todo caso, todo lo que sé, todo lo que tengo y todo lo que soy son para usted, si puede salvarla. Si alguna vez en su vida ha mostrado toda su capacidad, aplíquela ahora a este caso. Suyo atentísimo, J. Neil Gibson». —Ahí lo tiene —dijo Sherlock Holmes, sacudiendo las cenizas de su pipa de después del desayuno y volviendo a llenarla lentamente—. Este es el caballero que espero. En cuanto a la historia, apenas ha tenido tiempo usted de hacerse cargo de todos esos papeles, así que debo ponerle al corriente si va a mostrar un interés intelectual en el asunto. Este hombre es el más poderoso financiero del mundo, y un hombre, según tengo entendido, de carácter muy violento y temible. Se casó con una mujer, la víctima de esta tragedia, de la que nada sé sino que ya había pasado su época de esplendor, lo que fue aún más aciago, dado que una institutriz muy atractiva se ocupaba de la educación de sus dos hijos pequeños. Esas son las tres personas que intervienen en el asunto, y el escenario es una grandiosa mansión señorial, centro de una histórica finca inglesa. Pasemos ahora a la tragedia. A la mujer se la encontró en los terrenos de la finca, a casi media milla de la casa, en plena noche, vestida con el traje de la cena, con un chal por los hombros y una bala de revólver que le había atravesado la cabeza. No se encontró arma alguna cerca de ella y no había pistas locales en cuanto al asesinato. No había arma alguna cerca de ella, Watson, ¡fíjese en eso! El crimen parece que se cometió ya entrada la noche, el cadáver lo encontró un guarda de caza hacia las once y lo examinaron la policía y un médico antes de llevarlo a la casa. ¿Está muy resumido o puede seguirlo sin problemas? —Está muy claro, pero ¿por qué sospechar de la institutriz? —Bueno, en primer lugar, hay algún indicio muy directo. Un revólver, con una cámara descargada y de un calibre que correspondía a la bala, se halló en el suelo de su guardarropa. —Sus ojos se quedaron fijos y repitió, fragmentando las palabras—: En-el-suelo-de-su-guardarropa. —Luego se quedó en silencio, y vi que se había puesto en marcha algún proceso de pensamiento que sería estúpido interrumpir. De repente, sobresaltado, volvió a emerger a una vida animada—. Sí, Watson, se encontró. Bastante condenatorio, ¿verdad? Eso pensaron los dos primeros jurados. Además, la mujer muerta llevaba encima una nota dándole cita en ese mismo lugar y firmada por la institutriz. ¿Qué tal eso? Finalmente, está el motivo. El senador Gibson es una persona muy atractiva. Si muere su mujer, quién más probable que la suceda sino la señorita que ya, por todos los informes, había recibido apremiantes atenciones de su patrono. Amor, fortuna, poder, todo dependiendo de una vida de mediana edad. Feo asunto, Watson, ¡muy feo! —Sí, así es, Holmes. —Y ella no puede presentar una coartada. Por el contrario, tuvo que admitir que había bajado cerca del puente de Thor, que fue el escenario de la tragedia, a esa hora. No lo podía negar, porque la había visto un aldeano que pasaba por allí. —Eso parece realmente concluyente. —¡Y sin embargo, Watson, sin embargo…! Ese puente, un ancho arco de piedra con balaustrada a los lados, hace pasar el camino sobre la parte más estrecha de una laguna larga, honda y rodeada de juncos. Lago de Thor, lo llaman. En la entrada del puente yacía muerta la mujer. Tales son los principales hechos. Pero, si no estoy equivocado, aquí está nuestro cliente, mucho antes de la hora. Billy había abierto la puerta, pero el nombre que anunció no era el esperado. Ninguno de los dos conocíamos al señor Marlon Bates. Era un hombre pequeño, delgado y nervioso, de ojos asustados, y unas maneras convulsivas y vacilantes; un hombre de quien cualquier mirada profesional juzgaría que estaba al borde del hundimiento nervioso. —Parece agitado, señor Bates —dijo Holmes—. Por favor, siéntese. Me temo que sólo puedo concederle un rato, pues tengo una cita a las once. —Ya sé que la tiene —jadeó nuestro visitante, disparando frases breves como un hombre sin aliento—. Viene el señor Gibson. El señor Gibson es mi jefe. Soy administrador de su finca. Señor Holmes, es un canalla…, un canalla infernal. —Duras palabras, señor Bates. —Tengo que ser enfático, señor Holmes, porque el tiempo es limitado. No querría que me encontrara aquí por nada del mundo. Está a punto de llegar. Pero me hallaba en una situación que no me ha permitido llegar antes. Hasta esta mañana, su secretario, el señor Ferguson, no me dijo que él tenía cita con usted. —¿Y usted es su administrador? —Ya le he avisado que me despido. Dentro de un par de semanas me habré librado de esa maldita esclavitud. Un hombre duro, señor Holmes, duro con todo lo que le rodea. Esas beneficencias públicas son una cortina de humo para cubrir sus iniquidades privadas. Fue brutal con ella. Ella venía de los trópicos, era brasileña de nacimiento como sin duda sabrá. —No, se me había pasado. —Tropical por nacimiento y tropical por naturaleza. Hija del sol y de la pasión. Le había querido a él como pueden querer tales mujeres, pero cuando se marchitaron sus encantos físicos, que he oído decir que en otro tiempo fueron considerables, no hubo nada que le detuviera. Todos la queríamos y nos preocupábamos por ella, y le odiábamos a él por el modo en como la trataba. Pero es taimado y astuto. Eso es todo lo que tengo que decirle. Que su apariencia no le engañe. Hay algo más detrás de esa fachada. Ahora me tengo que ir. ¡No, no me retenga! Estará al llegar. Con una asustada mirada al reloj, nuestro extraño visitante salió literalmente corriendo por la puerta y desapareció. —¡Bueno! ¡Bueno! —dijo Holmes, tras un intervalo de silencio—. El señor Gibson parece tener un hogar muy agradable. Pero el aviso es útil, y ahora sólo podemos esperar a que aparezca el hombre en persona. A la hora en punto oímos unos pesados pasos por las escaleras y el famoso millonario se presentó en la habitación. Al mirarlo, comprendí no sólo los temores y el odio de su administrador, sino también los vituperios de los que había sido objeto por parte de tantos rivales en los negocios. Si yo fuera escultor y quisiera dar con el modelo de hombre de negocios con éxito, nervios de hierro y rígida conciencia, elegiría al señor Neil Gibson como modelo. Su figura alta, flaca y áspera sugería rapacidad y voracidad. Un Abraham Lincoln dedicado a bajos principios en vez de los altos, daría cierta idea de ese hombre. Su cara podría haber estado cincelada en granito, dura, angulosa, despiadada, con profundas líneas, cicatrices de muchas penalidades. Unos fríos ojos grises, mirando con astucia bajo unas cejas erizadas, nos inspeccionaron a ambos. Se inclinó ligeramente cuando Holmes dijo mi nombre, y luego, con un aire de control magistral, tendió una silla a mi compañero y se sentó con sus huesudas rodillas casi rozándolo. —Permítame empezar diciendo, señor Holmes —comenzó—, que el dinero en este caso no me importa nada. Lo puedo quemar si le sirve de algo con tal de dar luz a la verdad. Esa mujer es inocente y debe quedar absuelta, y a usted le corresponde conseguirlo. ¡Diga su cifra! —Mis honorarios siguen una escala fija —dijo fríamente Holmes—. No los varío, salvo cuando los perdono por completo. —Está bien, si los dólares no significan nada para usted, piense en la reputación. Si soluciona esto, todos los periódicos de Inglaterra y de América le elogiarán. Será el tema de conversación de todos los continentes. —Gracias, señor Gibson. Creo que no necesito cumplidos. Quizá le sorprenda saber que prefiero trabajar de modo anónimo, y que es el problema mismo lo que me atrae. Pero estamos malgastando el tiempo. Vayamos a los hechos. —Creo que podrá encontrar los más importantes en las noticias de la prensa. No sé que puedo añadir para ayudarle. Pero si hay algo sobre lo que desee más luz…, bueno, aquí estoy para proporcionarla. —Sólo hay una cuestión. —¿Cuál? —¿Cuáles eran las relaciones exactas entre usted y la señorita Dunbar? El Rey del Oro se sacudió violentamente y casi se levantó de la silla. Luego recobró su corpulenta calma. —Supongo que está usted en su derecho, y quizá tiene obligación de hacer esa pregunta, señor Holmes. —Estamos de acuerdo en suponerlo así —dijo Holmes. —Entonces, puedo asegurarle que nuestras relaciones eran enteramente y siempre las de un patrono hacia una señorita con la que nunca conversó y a la que nunca vio, salvo cuando estaba en compañía de sus hijos. Holmes se levantó de la silla. —Señor Gibson, soy un hombre muy ocupado —dijo—, y no tengo tiempo ni ganas, de charlas que no lleven a parte alguna. Le deseo buenos días. Nuestro visitante se levantó también y su enorme figura se irguió por encima de la de Holmes. Había un fulgor furioso bajo esas cejas erizadas y un toque de color en las mejillas cetrinas. —¿Qué diablos quiere decir con eso, señor Holmes? ¿Rechaza usted mi caso? —Bueno, señor Gibson, más concretamente le rechazo a usted. Había creído que mis palabras habían sido claras. —Muy claras, pero ¿qué hay detrás de esto? ¿Me sube el precio o tiene miedo de hacerse cargo, o qué? Tengo derecho a una respuesta clara. —Bueno, quizá lo tenga —dijo Holmes—. Le daré ésta. Este asunto ya es bastante complicado para empezar con él sin la dificultad adicional de una información falsa. —¿Quiere decir que miento? —Bueno, trataba de expresarlo tan delicadamente como pude, pero si usted se empeña en esa palabra, no le llevaré la contraria. Me puse en pie de un salto, la expresión de la cara del millonario era demoníaca en su intensidad, y había alzado su gran puño nudoso. Holmes sonrió lánguidamente y extendió la mano a la pipa. —No haga tanto ruido, señor Gibson. Tenga en cuenta que, después del desayuno, incluso la menor discusión me sienta mal. Un paseo al aire de la mañana y pensarlo un poco tranquilamente le vendrían muy bien. Con esfuerzo, el Rey del Oro dominó su furia. No pude por menos que admirarle, ya que con un supremo dominio de sí mismo había pasado en un momento de una ardiente llamarada de cólera a una indiferencia fría y despectiva. —Bueno, usted decide. Supongo que sabrá tratar sus propios asuntos. No puedo obligarle a aceptar el caso contra su voluntad. No le beneficia nada lo de esta mañana, señor Holmes, pues he hundido a hombres más fuertes que usted. Nadie me ha llevado la contraria y se ha salido con la suya. —Muchos me han dicho eso, y sin embargo aquí estoy —dijo Holmes, sonriendo—. En fin, señor Gibson, buenos días. Todavía tiene usted mucho que aprender. Nuestro visitante salió ruidosamente, pero Holmes fumaba en silencio imperturbable con sus ojos pensativos fijos en el techo. —¿Algo que opinar, Watson? —preguntó por fin. —Bueno, Holmes, debo confesar que, cuando considero que éste es un hombre de los que apartaría sin duda cualquier obstáculo de su camino, y cuando recuerdo que su mujer quizá fuera un obstáculo y un motivo de odio, según nos dijo ese Bates, me parece… —Exactamente. Y a mí también. —Pero ¿cuáles eran sus relaciones con la institutriz y cómo lo ha descubierto? —¡Un farol, Watson, un farol! Cuando consideré el tono de su carta apasionado, poco convencional, poco profesional, y lo contrasté con su aspecto y sus maneras contenidas, resultó muy claro que había alguna emoción profunda centrada en la acusada, antes que en la víctima. Tenemos que comprender las relaciones exactas de esas tres personas si hemos de alcanzar la verdad. Ya vio el ataque de frente que le hice y qué imperturbablemente lo recibió. Luego me tiré un farol dándole la impresión de que estaba absolutamente seguro, cuando en realidad sólo lo sospechaba. —¿Volverá, quizá? —Estoy seguro de que lo hará. Debe volver. No puede dejarlo donde está. ¡Ah! ¿No llaman a la puerta? Sí, ahí están sus pasos. Bueno, señor Gibson, estaba diciéndole ahora mismo al doctor Watson que ya era más que hora de que viniera. El Rey del Oro había vuelto a entrar en el cuarto con un aire más amansado que cuando salió. Su orgullo herido seguía mostrándose en sus ojos resentidos, pero su sentido común le había hecho ver que tenía que ceder para alcanzar su fin. —Lo he estado pensando, señor Holmes, y creo que me he apresurado al tomar a mal sus observaciones. Usted tiene razón en llegar al fondo de los hechos, sean cuales sean, y le admiro por ello. Sin embargo, puedo asegurarle que las relaciones entre la señorita Dunbar y yo no tienen que ver realmente con el asunto. —Eso tengo que ser yo quien lo decida, ¿no? —Sí, supongo que así es. Es usted como un cirujano que quiere conocer todos los síntomas antes de dar el diagnóstico. —Exactamente. Eso lo expresa muy bien. Y sólo un paciente que tenga algún objetivo al engañar a su médico le ocultaría la realidad de su caso. —Puede ser, pero reconocerá usted, señor Holmes, que la mayor parte de los hombres se echarían un poco atrás si les preguntaran a quemarropa cuáles son sus relaciones con una mujer, si hay un sentimiento serio en el caso. Supongo que la mayor parte de los hombres tienen un pequeño reducto privado en algún rincón de sus almas donde no les gusta que entren intrusos. Y usted ha irrumpido bruscamente en él. Pero el objetivo le excusa, puesto que era el tratar de salvarla. Bueno, el suerte está hechada, y la reserva, abierta, y puede explorar donde quiera. ¿Qué es lo que quiere? —La verdad. El Rey del Oro se detuvo un momento como quien ordena sus pensamientos. Su cara sombría y de hondos surcos se había vuelto aún más triste y más grave. —Se la puedo decir en pocas palabras, señor Holmes —dijo por fin—. Hay cosas que son tan dolorosas como difíciles de decir, así que no iré más allá de lo necesario. Conocí a mi mujer cuando buscaba oro en Brasil. María Pinto era la hija de un funcionario del Gobierno en Manaos, y era muy hermosa. Yo era joven y ardiente en esos días, pero incluso ahora, mirando atrás con sangre más fría y ojos más críticos, veo que era extraordinaria y prodigiosa en su belleza. Tenía un carácter profundamente rico, también, apasionado, muy diferente de las americanas que he conocido. Bueno, para abreviar la larga historia, la quise y me casé con ella. Sólo cuando se pasó lo romántico, y duró años, me di cuenta de que no teníamos nada, absolutamente nada, en común. Mi amor se fue apagando. Si el de ella hubiera desaparecido, la cosa habría sido más fácil. Pero ¡ya sabe el curioso modo de ser de las mujeres! Hiciera lo que hiciera, nada podía apartarla de mí. Si he sido áspero con ella, o incluso brutal, como han dicho algunos, fue porque sabía que si pudiera matar su amor o convertirlo en odio, sería más fácil para los dos. Pero nada la cambió. Me adoraba en estos bosques ingleses como me había adorado hace veinte años en las orillas del Amazonas. Hiciera lo que hiciera, seguía tan apegada como siempre. »Entonces apareció la señorita Grace Dunbar. Vino por un anuncio nuestro y fue la institutriz de nuestros dos hijos. Quizá haya visto usted su retrato en los periódicos. El mundo entero ha proclamado que es también una mujer muy bella. Bueno, yo no pretendo ser más moral que mis prójimos, y le confesaré que no podía vivir bajo el mismo techo con una mujer así y en contacto diario con ella sin sentir una consideración apasionada hacia ella. ¿Me censura usted, señor Holmes? —No le censuro porque lo sintiera. Le censuraría si lo expresó, puesto que esa señorita estaba en cierto sentido bajo su protección. —Bueno, quizá sea así —dijo el millonario, aunque por un momento el reproche había vuelto a hacer surgir en sus ojos el viejo fulgor colérico—. No pretendo ser mejor de lo que soy. Supongo que toda la vida he sido un hombre que echaba mano a lo que quería, y nunca he querido más que el amor y la posesión de esa mujer. Así se lo dije. —Ah, ¿se lo dijo? Holmes podía parecer temible cuando se emocionaba. —Le dije que si pudiera casarme con ella lo haría, pero que eso no estaba a mi alcance. Le dije que el dinero no me importaba y que se haría todo lo que pudiera hacer para que ella estuviera feliz y a gusto. —Muy generoso, por supuesto —dijo Holmes, con una mueca burlona. —Mire usted, señor Holmes. Vine a verle por una cuestión de pruebas, no de moral. No le pido su crítica. —Sólo en atención a esa señorita es por lo que cojo su caso —dijo Holmes severamente—. No sé de nada de lo que se la acusa que sea realmente peor que lo que usted mismo ha confesado: que ha tratado de echar a perder a una chica indefensa que estaba bajo su techo. A algunos de ustedes, los ricos, habría que enseñarles que no se puede sobornar a todo el mundo para que perdonen sus excesos. Para mi sorpresa, el Rey del Oro recibió el reproche con ecuanimidad. —Eso es lo que yo mismo pienso ahora. Gracias a Dios que mis planes no salieron como yo pretendía. Ella no quiso aceptar nada de eso, y quiso dejar la casa al momento. —¿Por qué no lo hizo? —Bueno, en primer lugar, porque otras personas dependían de ella, y no era fácil para ella abandonarlas a todas al sacrificar su modo de ganarse la vida. Cuando juré, como hice, que no la volvería a molestar, consintió en quedarse. Pero había otra razón. Ella conocía la influencia que tenía sobre mí, y que ésta era más fuerte que ninguna otra en el mundo. Ella quería usarla para bien. —¿Cómo? —Bueno, sabía algo de mis negocios. Son muy grandes, señor Holmes, más de lo que creería cualquier persona normal. Puedo elevar o destruir, y suele ocurrir que destruya. No sólo individuos. Eran comunidades, ciudades, incluso naciones. El negocio es un juego duro, y los débiles acaban contra la pared. Jugué el juego por todo lo que valía. Nunca chillé y nunca me importó que el otro chillara. Pero ella lo veía de otro modo. Creo que tenía razón. Creía y decía que una fortuna para un solo hombre, siendo más de lo que necesitaba, no debería construirse sobre diez mil hombres arruinados que quedaban sin medios de vida. Así es como lo veía, y creo que era capaz de ver más allá de los dólares, algo más duradero. Se dio cuenta de que yo hacía caso de lo que decía, y creyó que serviría al mundo influyendo en mis acciones. Así se quedó…, y entonces ocurrió esto. —¿Puede usted arrojar alguna luz sobre ello? El Rey del Oro se detuvo más de un minuto, con la cabeza entre las manos, perdido en profundos pensamientos. —Está muy negro para ella. No lo puedo negar. Y las mujeres tienen una vida interior y pueden hacer cosas que escapan al juicio de un hombre. Al principio yo me quedé tan trastornado y abrumado que estaba dispuesto a creer que ella se había dejado llevar de algún modo extraño que iba contra su naturaleza. Una sola explicación se me ocurrió. Se la doy, señor Holmes, por lo que pueda valer. No hay duda de que mi mujer estaba terriblemente celosa. Hay unos celos del alma que pueden ser tan frenéticos como los celos del cuerpo, y aunque mi mujer no tenía razón, y creo que la entendía, para estos últimos, se daba cuenta de que esa chica inglesa ejercía un influjo en mi ánimo y en mis actos que ella misma no logró nunca. Era una influencia para bien, pero eso no arreglaba el asunto. Estaba loca de odio, y el calor del Amazonas seguía siempre en su sangre. Podría haber planteado asesinar a la señorita Dunbar, o, digamos, amenazarla con una pistola para asustarla y que se marchara. Entonces podría haber habido una pelea y que la pistola se disparase hiriendo a la que la tenía. —Esa posibilidad ya se me ha ocurrido —dijo Holmes—. En efecto, era la única alternativa obvia al asesinato deliberado. —Pero ella lo niega absolutamente. —Bueno, eso no es definitivo, ¿verdad? Uno puede entender que una mujer puesta en una situación tan terrible pudiera apresurarse a casa llevando todavía el revólver. Incluso pudo haberlo tirado entre su ropa, sin saber apenas lo que hacía, y, cuando fue encontrado, pudo intentar salir del paso mintiendo con una negativa total, puesto que era imposible toda explicación. ¿Qué hay contra tal suposición? —La misma señorita Dunbar. —Bueno, quizá. Holmes miró el reloj. —No tengo dudas de que podemos obtener esta mañana los permisos necesarios y llegar a Winchester en el tren de la tarde. Cuando vea a esa señorita, es muy posible que le sea más útil en el asunto, aunque no puedo prometer que mis conclusiones sean necesariamente como usted desea. Hubo alguna tardanza en el pase oficial, y en vez de llegar a Winchester ese día, llegamos a Thor Place, la finca del señor Neil Gibson en Hampshire. Él no nos acompañó, pero teníamos la dirección del sargento Coventry, de la policía local, que había sido el primero en examinar el asunto. Era un hombre alto, flaco, cadavérico, con unas maneras secretas y misteriosas, que hacían pensar que sabía o sospechaba mucho más de lo que se atrevía a decir. Empleaba también el truco de bajar de repente la voz hasta un susurro como si hubiera encontrado algo de importancia vital, aunque la información solía ser muy corriente. Más allá de esos detalles en sus maneras, pronto mostró ser un hombre decente y honrado que no tenía reparo en confesar que no sabía por dónde andaba y que de buena gana recibiría cualquier ayuda. —En todo caso, prefiero tenerle a usted que a Scotland Yard, señor Holmes —dijo—. Si llaman a la Yard para algún caso, entonces la policía local pierde todo el mérito en el éxito y a lo mejor le echan la culpa si fracasa. Usted juega limpio, según he oído. —Yo no necesito aparecer en el asunto en absoluto —dijo Holmes, para evidente alivio de nuestro melancólico conocido—. Si se me permite aclararlo, no pido que se mencione mi nombre. —Bueno, es muy elegante por su parte, ciertamente. Y su amigo, el doctor Watson, es de fiar, ya lo sé. Bueno, señor Holmes, mientras vamos al sitio hay una pregunta que querría hacerle. No se lo insinuaría a nadie más que a usted. —Miró a su alrededor como si apenas se atreviera a decirlo—. ¿No cree que podría haber una acusación contra el propio señor Neil Gibson? —Lo he estado considerando. —No ha visto a la señorita Dunbar. Es una mujer asombrosamente buena en todos los sentidos. Él pudo muy bien desear quitarse de en medio a su mujer. Y esos americanos son más listos con sus pistolas que nuestra gente. La pistola era de él, ¿sabe? —¿Se ha investigado eso de forma clara? —Sí, señor. Era de una pareja que tenía él. —¿Una de una pareja? ¿Dónde está la otra? —Bueno, ese caballero tenía un montón de armas de fuego de una u otra clase. Nunca hemos encontrado la pareja de esa pistola determinada, pero la caja estaba hecha para dos. —Si pertenecía a una pareja, sin duda debería encontrar la otra. —Bueno, las tenemos fuera ahí en la casa si usted quiere mirarlas. —Más tarde, quizá. Creo que bajaremos andando juntos y echaremos una mirada al escenario de la tragedia. La conversación había tenido lugar en el cuartito delantero de la humilde casa del sargento Coventry, que servía como comisaría local de policía. Un paseo de una media milla a través de un páramo barrido por el viento, todo oro y bronce con los helechos marchitos, nos llevó a una puerta lateral que daba a los terrenos de la finca de Thor Place. Un sendero cruzaba las hermosas tierras, y luego, desde un claro, vimos la casa, ampliamente extendida, la mitad de madera, un poco Tudor y un poco georgiana, en lo alto de la colina. A nuestro lado había una extensa laguna rodeada de juncos, estrecha por el medio, donde el camino de coches principal pasaba por un puente de piedra, pero se ensanchaba en pequeños lagos a ambos lados. Nuestro guía se detuvo a la entrada del puente, señalando al suelo. —Ahí es donde yacía el cuerpo de la señora Gibson. Lo marqué con esa piedra. —¿Entiendo que usted llegó aquí antes de que retiraran el cadáver? —Sí, me mandaron llamar en seguida. —¿Quién? —El propio señor Gibson. En el momento en que se dio la alarma y que él salió precipitadamente de la casa con otros, se empeñó en que no movieran nada hasta que llegara la policía. —Muy sensato. Por los periódicos supe que el disparo fue hecho desde muy cerca. —Sí, señor, muy cerca. —¿Cerca de la sien derecha? —Detrás mismo de ella, señor Holmes. —¿Cómo estaba tendido el cadáver? —De espaldas, señor Holmes. No había señales de lucha. Ninguna. No había arma. La breve nota de la señorita Dunbar la llevaba apretada en la mano. —¿Apretada, dice? —Sí, señor; apenas pudimos abrirle los dedos. —Eso es de gran importancia. Eso excluye la idea de que nadie hubiera podido colocarle la nota allí después de su muerte para dar una pista falsa. ¡Válgame Dios! La nota, según recuerdo, era muy corta: «Estaré en el puente de Thor a las nueve. G. Dunbar». ¿Era así? —Sí, señor. —¿Reconoció la señorita Dunbar haberla escrito? —Sí, señor. —¿Qué explicación dio? —Su defensa se reserva para la Audiencia. Ella no quiso decir nada. —El problema es ciertamente interesante. El asunto de la carta es muy oscuro, ¿no cree? —Bueno, señor Holmes —dijo el guía—, si me permite decirlo así, pareció el único elemento realmente claro de todo el caso. Holmes sacudió la cabeza. —Admitiendo que la carta sea auténtica y que se escribiera realmente, es de entender que fuese recibida con antelación, tal vez una o dos horas. ¿Por qué, entonces, la señora seguía llevándola agarrada en la mano izquierda? ¿Por qué la iba a llevar con tanto cuidado? No necesitaba aludir a ella en la entrevista. ¿No le parece notable? —Bueno, señor Holmes, tal como lo dice, quizá sí. —Creo que me gustaría sentarme tranquilamente unos minutos y pensarlo bien. —Se sentó en el borde de piedra del puente, y vi sus rápidos ojos grises disparando sus ojeadas escrutadoras en todas direcciones. De repente volvió a ponerse en pie de un salto y corrió hasta la balaustrada de enfrente, sacó la lupa del bolsillo y empezó a examinar la piedra. —Es curioso —dijo. —Sí, señor; vimos la mella en el reborde. Supongo que lo ha hecho alguien que pasaba por aquí. La piedra era gris, pero en ese único punto se mostraba blanca por un espacio no mayor que una moneda de seis peniques. Examinando de cerca, se veía que la superficie estaba mellada por un fuerte golpe. —Tuvo que costar un considerable esfuerzo hacer eso —dijo Holmes pensativo. Con el bastón, golpeó varias veces el reborde sin dejar señal—. Sí, fue un golpe fuerte. Además en un lugar curioso. No fue desde arriba, sino desde abajo, pues ya ve que está en el borde inferior del parapeto. —Pero está al menos a quince pies(4,5 m.) del cadáver. —Sí, está a quince pies del cadáver. Quizá no tenga que ver con el asunto, pero es un factor digno de tener en cuenta. Creo que no tenemos nada más que averiguar aquí. ¿No había huellas, dice? —El suelo estaba duro como el hierro, señor Holmes. No había huellas en absoluto. —Entonces podemos irnos. Subiremos primero a la casa y miraremos esas armas de las que habla usted. Luego iremos a Winchester, ya que me gustaría ver a la señorita Dunbar antes de continuar. El señor Neil Gibson no había vuelto de Londres, pero vimos en la casa al neurótico señor Bates, que nos había visitado aquella mañana. Nos mostró con siniestra complacencia el temible arsenal de armas de fuego de diversas formas que su patrono había acumulado en el transcurso de una vida de aventuras. —El señor Gibson tiene sus enemigos, como esperaría cualquiera que le conozca a él y a sus métodos —dijo—. Duerme con un revólver cargado en el cajón junto a la cama. Es un hombre violento, señor Holmes, y hay momentos en que todos le tenemos miedo. Estoy seguro de que la pobre y difunta señora estaba a menudo aterrorizada. —¿Presenció alguna vez que empleara violencia física contra ella? —No, no puedo decir eso. Pero he oído palabras que eran casi tan malas, palabras de desprecio frío y cortante, incluso delante de los criados. —Nuestro millonario no parece destacar en su vida privada —observó Holmes, mientras nos dirigíamos a la estación—. Bueno, Watson, hemos hallado muchos datos, algunos nuevos, y sin embargo me parece que estoy lejos de una conclusión. A pesar del evidente odio del señor Bates hacia su jefe, deduzco por él que cuando se dio la alarma, estaba sin duda en su biblioteca. La cena había acabado a las ocho y media y todo estaba normal hasta entonces. Es verdad que la alarma se dio un poco tarde, ya entrada la noche, pero la tragedia sin duda ocurrió alrededor de la hora indicada en la nota. No hay ninguna prueba de que el señor Gibson hubiera salido de la casa desde que volvió de Londres a las cinco. Por otro lado, la señorita Dunbar, según tengo entendido, reconoce que había dado cita a la señora Gibson en el puente. Aparte de eso, no quiere decir nada, ya que su abogado le ha aconsejado que se reserve para su defensa. Tenemos varias preguntas fundamentales que hacer a esa señorita, y mi ánimo no quedará en paz hasta que la veamos. Tengo que admitir que el caso tendría muy mal aspecto para ella si no fuera por una sola cosa. —¿Cuál es, Holmes? —El hallazgo de la pistola en su guardarropa. —¡Caramba, Holmes! —exclamé—, ése me parecía el detalle más condenatorio de todos. —No es así, Watson. Me había llamado la atención, incluso la primera vez que lo leí por encima, como algo muy extraño, y ahora que estoy más en contacto con el caso, es mi única base firme de esperanza. Tenemos que buscar coherencia. Donde falte, debemos sospechar engaño. —Apenas le sigo. —Venga Watson, imaginemos por un momento que es usted una mujer que, de un modo frío y premeditado, va a librarse de una rival. Lo ha planeado. Hay escrita una nota. La víctima ha llegado. Tiene un arma. El crimen es consumado. Ha sido profesional y definitivo. ¿Me va a decir que después de llevar a cabo un crimen tan hábil echaría a perder su reputación olvidando tirar el arma en una de esas matas de juncos que la cubrirían para siempre, y que por fuerza tiene que llevársela a casa cuidadosamente y colocarla en su propio guardarropa, el más obvio lugar que registrarían? Difícilmente alguno de sus mejores amigos podría considerarle maquinador, Watson, y sin embargo, no le puedo imaginar haciendo algo tan torpe como eso. —En la excitación del momento… —No, Watson, no voy a admitir que tal cosa sea posible. Cuando se premedita fríamente un crimen, los medios para ocultarlo también están fríamente premeditados. Espero, por tanto, que estemos en presencia de un grave error. —Pero queda mucho que explicar. —Ya nos dedicaremos a explicarlo. Una vez que se cambia de punto de vista, lo que antes era algo totalmente culpable puede convertirse en una clave de la verdad. Por ejemplo, consideremos el revólver. La señorita Dunbar niega categóricamente reconocerlo. Según nuestra nueva teoría, dice la verdad cuando así lo afirma. Por tanto, se lo pusieron en el guardarropa. ¿Quién lo puso allí? Alguien que deseaba incriminarla. ¿No pudo ser esa persona el verdadero criminal? Ya ve cómo en seguida llegamos a una línea de investigación muy productiva. Nos vimos obligados a pasar la noche en Winchester, ya que las formalidades no habían sido cumplimentadas aún, pero a la mañana siguiente, en compañía del señor Joyce Cummings, el prometedor abogado a quien se había confiado la defensa, se nos permitió ver a la señorita en su celda. Por todo lo que habíamos oído, yo esperaba ver una mujer hermosa, pero nunca olvidaré el efecto que me produjo la señorita Dunbar. No era extraño que incluso el dominante millonario hubiera encontrado en ella algo más sublime que él mismo, algo que podía controlarle y guiarle. Uno advertía también, al mirar esa cara fuerte, bien perfilada pero sensible, que aunque ella fuese capaz de alguna acción impetuosa, había en ella una innata nobleza de carácter que haría que su influencia fuera siempre para bien. Era morena, alta, con una figura noble y una presencia imponente, pero sus ojos oscuros tenían la expresión desvalida y apelante de la criatura acosada que siente las redes a su alrededor pero no ve la salida. Sin embargo, al darse cuenta de la presencia y la ayuda de mi famoso amigo, un toque de color subió a sus mejillas consumidas y una luz de esperanza empezó a fulgurar en la mirada que nos dirigió. —¿Quizá el señor Neil Gibson le ha dicho algo de lo que ocurrió entre nosotros? —preguntó, con voz sorda y agitada. —Sí —respondió Holmes—, no tiene que molestarse en entrar en esa parte de la historia. Después de verla, estoy dispuesto a aceptar la declaración del señor Gibson tanto sobre la influencia que usted ejercía sobre él, como sobre la inocencia de su relación. Pero ¿por qué no se ha explicado toda esa situación en el proceso de instrucción? —Me parecía terrible que se pudiera sostener tal acusación. Creí que, si esperábamos, todo el asunto se aclararía por sí solo, sin que hubiera necesidad de entrar en penosos detalles de la vida íntima de la familia. Pero creo que, lejos de aclararse, se ha agravado aún más. —Mi querida señorita —exclamó Holmes gravemente—, le ruego que no se haga ilusiones sobre ese tema. El señor Cummings, aquí presente, le asegurará que todas las cartas están por ahora en nuestra contra, y que tenemos que hacer todo lo posible si hemos de ganar y que todo quede en claro. Sería un cruel engaño fingir que no está usted en un grave peligro. Proporcióneme, pues, toda la ayuda que pueda para llegar a la verdad. —No ocultaré nada. —Háblenos, entonces, sobre sus verdaderas relaciones con la mujer del señor Gibson. —Me odiaba, señor Holmes. Me odiaba con todo el fervor de su carácter tropical. Era una mujer que no hacía nada a medias, y la medida de su amor a su marido era también la medida de su odio hacia mí. Es probable que malentendiera nuestras relaciones. No querría calumniarla, pero amaba tan vivamente en un sentido físico que apenas podía comprender el vínculo mental, e incluso espiritual, que unía a su marido a mí, ni imaginar que era sólo mi deseo de influir en su poder para buenos fines lo que me retenía bajo su techo. Ahora veo que yo estaba equivocada. Nada podía justificar que me quedara allí donde era causa de infelicidad, y sin embargo es seguro que la infelicidad habría seguido aunque me hubiera marchado de la casa. —Bueno, señorita Dunbar —dijo Holmes—, le ruego que nos diga exactamente qué ocurrió esa noche. —Puedo decirle la verdad en la medida en la que sé, señor Holmes, pero no estoy en condiciones de demostrar nada, y hay puntos, los más vitales, que no puedo explicar, y que no puedo imaginar cómo podrían explicarse. —Si usted encuentra los hechos, quizá otros encuentren la explicación. —Pues con respecto a mi presencia en el puente de Thor esa noche, recibí una nota de la señora Gibson por la mañana. Estaba puesta en la mesa del cuarto donde dábamos clase, y quizá la pusiera ella misma. Me imploraba que la viera después de cenar, decía que tenía algo importante que decirme y me rogaba que dejara una respuesta en el reloj de sol del jardín, porque deseaba que nadie lo supiera. Yo no veía razón para tal secreto, pero hice lo que me pedía, y acepté la cita. Me pidió que destruyera su nota, y la quemé en la estufa de la clase. Tenía mucho miedo de su marido, que la trataba con una aspereza por la que yo le reprochaba frecuentemente, y sólo pude imaginar que ella no deseaba que él supiera nada de nuestro encuentro. —Pero ella guardó su respuesta cuidadosamente. —Sí. Me sorprendió que la tuviera en la mano al morir. —De acuerdo, ¿qué pasó luego? —Fui allí como había prometido. Cuando llegué al puente, me estaba esperando. Nunca me di cuenta hasta ese momento de cuánto me odiaba esa pobre criatura. Era como una loca; en efecto, creo que estaba loca, sutilmente loca, con ese profundo poder de engaño que a veces tienen los trastornados. Si no ¿cómo hubiera podido tratarme todos los días con indiferencia y sentir sin embargo un odio tan furioso contra mí en su corazón? No diré lo que dijo. Vertió toda su furia salvaje en palabras horribles e hirientes. Yo ni contesté; no pude. Era horrible mirarla. Me tapé los oídos con las manos y me marché a toda prisa. Al dejarla, seguía allí, parada, vociferando sus maldiciones a la entrada del puente. —¿Dónde la encontraron después? —A pocos pasos del lugar. —Y sin embargo, suponiendo que ella muriera poco después de que la dejó usted, ¿no oyó usted ningún disparo? —No, no oí nada. Pero, claro, señor Holmes, yo estaba tan agitada y horrorizada por ese terrible estallido de furia que me apresuré a volver a la paz de mi cuarto, y fui incapaz de notar nada de lo que ocurrió. —Dice que volvió a su cuarto. ¿Lo volvió a dejar antes de la mañana siguiente? —Sí, cuando se dio la alarma de que había muerto esa pobre criatura, yo salí corriendo con los demás. —¿Vio al señor Gibson? —Sí; acababa de volver del puente cuando le vi. Había mandado a buscar al médico y al policía. —¿Le pareció muy perturbado? —El señor Gibson es un hombre muy fuerte y que se sabe controlar. Creo que nunca mostraría sus emociones. Pero yo, que le conocía bien, vi que estaba profundamente afectado. —Entonces llegamos al punto más importante. Esa pistola que se encontró en su cuarto, ¿la había visto antes alguna vez? —Nunca, lo juro. —¿Cuándo se encontró? —A la mañana siguiente, cuando la policía hizo su registro. —¿Entre su ropa? —Sí, en el suelo de mi guardarropa, debajo de mis trajes. —¿No pudo suponer cuánto llevaba allí? —No estaba allí la mañana anterior. —¿Cómo lo sabe? —Porque arreglé el guardarropa. —Eso es concluyente. Entonces alguien entró en su cuarto y colocó el arma allí para inculparla. —Tuvo que ser así. —¿Y cuándo? —Sólo pudo ser a la hora de comer, o si no, en las horas en las que daba clase a los niños. —¿Eso hacía cuando recibió la nota? —Sí; desde ese momento en adelante, durante toda la mañana. —Gracias, señorita Dunbar. ¿Hay algún otro punto que pueda servirme en la investigación? —No se me ocurre ninguno. —Hubo algún signo de violencia en la piedra del puente: una mella muy reciente enfrente mismo del cadáver. ¿Podría sugerir alguna explicación posible? —Seguro que será una mera casualidad. —Curioso, señorita Dunbar, muy curioso. ¿Por qué iba a aparecer en el mismo momento de la tragedia y por qué en el mismo sitio? —Pero ¿qué pudo causarlo? Sólo un golpe muy fuerte pudo tener tal efecto. Holmes no contestó. Su cara pálida y ansiosa había asumido de repente esa expresión tensa y remota que me había acostumbrado a asociar con las supremas manifestaciones de su genio. Tan evidente era la crisis en su mente que ninguno de nosotros se atrevió a hablar, y allí nos quedamos sentados, el abogado, la procesada y yo, observándole en un silencio concentrado y absorto. De repente se levantó de la silla de un salto, vibrando de energía nerviosa y de apremiante necesidad de acción. —¡Vamos, Watson, vamos! —exclamó. —¿Qué pasa, señor Holmes? —No se preocupe, mi querida señorita. Tendrá noticias mías, señor Cummings. Con la ayuda del Dios de la Justicia, le proporcionaré una defensa que resonaráen toda Inglaterra. Tendrá noticias mañana, señorita Dunbar, y mientras tanto esté segura de que las nubes se aclaran y que tengo todas las esperanzas de que la luz de la verdad se abra paso. No era largo el viaje desde Winchester hasta Thor Place, pero fue largo para mi impaciencia, mientras que para Holmes evidentemente resultaba interminable, pues, a causa de su nerviosismo, no podía sentarse, y daba vueltas por el vagón o tamborileaba con sus largos y sensibles dedos en los almohadones que había junto a él. De repente, sin embargo, cuando nos acercábamos a nuestro destino, se sentó frente a mí, —teníamos un vagón de primera para nosotros solos—, y poniéndome una mano en cada rodilla me miró a los ojos con la mirada peculiarmente maligna que era característica de su humor más travieso. —Watson —dijo—, creo recordar que usted va armado en estas excursiones nuestras. Le parecía muy conveniente que lo hiciera, pues él se cuidaba muy poco de su propia seguridad cuando su mente estaba absorbida en un problema, así que más de una vez mi revólver había sido un buen amigo en la necesidad. Así se lo recordé. —Sí, sí, yo soy un poco distraído en esos asuntos. Pero ¿lleva el revólver encima? Lo saqué de mi bolsillo lateral, un arma pequeña, corta, cómoda, pero muy útil. Él soltó el cierre, sacó los cartuchos y lo examinó con cuidado. —Es pesado, notablemente pesado —dijo. —Sí, es una pieza bastante sólida. Reflexionó durante unos momentos. —Sabe, Watson —dijo—, creo que su revólver va a tener una relación muy estrecha con el misterio que estamos investigando. —Mi querido Holmes, está bromeando. —No, Watson, hablo en serio. Tenemos una prueba por delante. Si la prueba sale bien, todo estará aclarado, y la prueba dependerá de la conducta de esta pequeña arma. Un cartucho fuera. Ahora volveremos a poner los otros cinco y echaremos el seguro. ¡Así! Eso aumenta el peso y lo convierte en una reproducción mejor. No tenía yo idea de lo que había en su mente ni él me iluminó, sino que siguió perdido en sus pensamientos hasta que paramos en la pequeña estación de Hampshire. Conseguimos un destartalado cochecillo, y en un cuarto de hora estábamos en casa de nuestro enigmático amigo, el sargento. —¿Una pista, señor Holmes? ¿Cuál es? —Todo depende del funcionamiento del revólver del doctor Watson —dijo mi amigo—. Aquí está. Bien, sargento, ¿puede darme diez yardas de cuerda? La tienda del pueblo nos proporcionó un ovillo de fuerte guita. —Creo que esto es lo único que necesitamos —dijo Holmes—. Ahora, si les parece bien, emprenderemos la que espero que sea la última etapa de nuestro viaje. El sol se ponía, convirtiendo el ondulado páramo de Hampshire en un prodigioso panorama otoñal. El sargento, con miradas críticas e incrédulas, que evidenciaban sus profundas dudas sobre la cordura de mi acompañante, iba remoloneando a nuestro lado. Al acercarnos al escenario del crimen, vi que mi amigo, por debajo de su habitual frialdad, estaba en realidad profundamente agitado. —Sí —dijo, en respuesta a mi observación—, ya me ha visto alguna vez fallar el blanco, Watson. Tengo instinto para estas cosas y sin embargo a veces me ha engañado. Parecía una certeza cuando me relampagueó por la mente en la celda de Winchester, pero uno de los inconvenientes de una mente activa es que siempre se pueden imaginar explicaciones alternativas que harían que nuestra pista fuera falsa. Y sin embargo…, sin embargo… en fin, Watson, no podemos más que probar. Mientras caminaba había atado firmemente un cabo de la cuerda a la culata del revólver. Ya habíamos llegado al escenario de la tragedia. Con mucho cuidado, bajo la guía del policía, situó el lugar exacto donde había estado tendido el cadáver. Luego buscó entre los brezos y helechos hasta encontrar una piedra voluminosa. La ató al otro extremo de la cuerda, y la colgó sobre el parapeto del puente de modo que pendía suelta sobre el agua. Luego se situó en el lugar fatal, a cierta distancia del borde del puente, con mi revólver en la mano, teniendo la cuerda tensa entre el arma y la pesada piedra al otro extremo. —¡Vamos allá! —exclamó. Diciendo estas palabras levantó la pistola hasta la cabeza y luego la soltó. En un momento la arrebató el peso de la piedra, golpeando con un fuerte chasquido el parapeto, y se desvaneció por encima de la balaustrada cayendo al agua. Apenas había desaparecido cuando Holmes se arrodilló junto a la piedra, y un jubiloso grito demostró que había encontrado lo que esperaba. —¿Ha habido alguna vez una demostración más exacta? —exclamó—. ¡Vea, Watson, su revólver ha resuelto el problema! —señaló una segunda mella del mismo tamaño y forma de la piedra, que había aparecido bajo el reborde de la balaustrada de piedra—. Nos quedaremos esta noche en la posada —continuó, levantándose y encarándose con el asombrado sargento—. Por supuesto, usted buscará un gancho de recoger y recobrará fácilmente el revólver de mi amigo. También encontrará a su lado el revólver, la cuerda y la piedra con que esa vengativa mujer intentó disfrazar su propio crimen y cargarle una acusación de asesinato a una víctima inocente. Puede hacerle saber al señor Gibson que le veré por la mañana, cuando se puedan dar los pasos precisos para exculpar a la señorita Dunbar. Bien entrada la noche, mientras fumábamos nuestras pipas en la posada del pueblo, Holmes me hizo un breve resumen de lo que había pasado. —Me temo, Watson —dijo—, que no mejorará usted la reputación que haya adquirido yo añadiendo a sus anales el caso del misterio de puente de Thor. He estado torpe, y me ha faltado esa mezcla de imaginación y realidad que es la base de mi arte. Confieso que la mella en la balaustrada de piedra era una pista suficiente para sugerir la solución verdadera, y me critico a mí mismo por no haberla descubierto antes. »Debe admitirse que lo que planeó la mente de esa desgraciada mujer era profundo y sutil, de modo que no era cosa sencilla desenredar su plan. Creo que en nuestras aventuras nunca hemos encontrado un ejemplo más extraño de lo que puede producir un amor extraviado. Que la señorita Dunbar fuera su rival en un sentido físico o meramente mental, le pareció imperdonable a sus ojos. Sin duda, echó la culpa a esa inocente señorita de todos los malos tratos y duras palabras con que su marido trataba de rechazar su afecto demasiado demostrativo. Su primera resolución fue acabar con su propia vida. La segunda fue hacerlo de tal modo que implicara a su víctima en un destino que fuera mucho peor que ninguna muerte súbita. »Podemos seguir claramente los diversos pasos, y éstos muestran una notable sutileza mental. Con gran astucia, consiguió de la señorita Dunbar una nota que hiciera parecer que ella había elegido el escenario del crimen. En su afán de que se descubriera, ella exageró un poco, agarrándola en la mano hasta el final. Sólo eso debía haber provocado sospechas antes de lo que ocurrió. »Luego tomó uno de los revólveres de su marido, había, como ha visto, un arsenal en la casa, y se lo guardó para hacer uso de él. Alguien lo había escondido esa mañana en el guardarropa de la señorita Dunbar, después de disparar un cartucho, lo que pudo hacer fácilmente en los bosques sin llamar la atención. Luego bajó al puente, donde había organizado ese método tan enormemente ingenioso para desembarazarse de su arma. Cuando apareció la señorita Dunbar, empleó su último aliento en verter su odio, y luego, cuando ella ya no la podía oír, llevó a cabo su terrible propósito. Por fin están todos los eslabones en su sitio y la cadena se ha completado. Los periódicos preguntarán por qué no se dragó el lago para empezar, pero es muy fácil ser juicioso a posteriori, y en todo caso, la extensión de un lago lleno de juncos no es fácil de dragar si no se tiene una idea clara de qué se busca y dónde. Bueno, Watson, hemos ayudado a una notable mujer, y también a un hombre temible. Si en el futuro unen sus fuerzas, como parece probable, el mundo financiero quizá sepa que el señor Neil Gibson ha aprendido algo en esta aula de la Tristeza donde se enseñan nuestras lecciones terrenales. - 3 - La aventura del hombre que reptaba Sherlock Holmes opinó siempre que yo debía publicar los hechos rarísimos relacionados con el profesor Presbury aunque sólo fuese para disipar, de una vez para siempre, todos aquellos feos rumores que hará veinte años revolucionaron la Universidad y que hallaron eco en las sociedades doctas de Londres. Pero surgieron determinados obstáculos y la auténtica historia de este curioso caso permaneció sepultada en la caja de hojalata que encierra tantos relatos de las aventuras de mi amigo. Pero al fin hemos logrado la autorización necesaria para airear los hechos de uno de los últimos casos en que intervino Holmes antes de retirarse de sus actividades profesionales. Hoy mismo, es preciso dar pruebas de cierta reserva y discreción al exponer ante el público el asunto. Fue durante la velada de un domingo de principios de septiembre del año 1903 cuando recibí uno de los lacónicos mensajes de Holmes: «Venga inmediatamente si no hay algún obstáculo, y no deje de venir aunque lo haya. S. H.». Nuestras relaciones en esa última etapa eran muy especiales. Holmes era hombre de rutinas, de rutinas limitadas y concentradas; yo era una de esas rutinas. Como institución, era yo igual que el violín, el tabaco fuerte de hebra, la vieja pipa ennegrecida, los volúmenes de índices y otras menos disculpables quizá. Cuando se trataba de casos que requerían moverse activamente y en los que se necesitaba un compañero en cuyo temple podía él confiar hasta cierto punto, mi papel saltaba a la vista. Pero, aun fuera de esos aspectos, yo le servía. Yo era la piedra de afilar en la que se aguzaba su inteligencia. Yo lo estimulaba. Le gustaba pensar en voz alta estando yo delante. No se podía decir que sus observaciones iban dirigidas a mí (muchas de ellas podían ir dirigidas lo mismo a su cama que a mí); pero, una vez adquirida la rutina, le agradaba hasta cierto punto que yo tomase nota y que interviniese. Si esa especie de lentitud metódica de mi mentalidad lo irritaba, esa irritación servía únicamente para que sus llamaradas de intuición y sus impresiones estallasen con mayor viveza y rapidez. Ése era mi humilde papel en nuestra alianza. Cuando llegué a Baker Street me lo encontré hecho una pelota en su sillón, con las rodillas en alto, la pipa en la boca y el ceño surcado de meditaciones. Era evidente que se hallaba en las torturas de algún molesto problema. Me señaló con un vaivén de la mano mi viejo sillón; fuera de eso, no dio durante media hora señales de que advirtiese que yo estaba allí. De pronto, con una señal de disgusto, pareció arrancarse de sus ensoñaciones, y acompañando sus palabras con la extraña sonrisa que le era habitual, me dio la bienvenida a la que había sido, en otro tiempo, mi casa, diciendo: —Mi querido Watson, sabrá usted disculpar este ensimismamiento. En las últimas veinticuatro horas han sido sometidos a mi consideración algunos hechos curiosos, y éstos han dado origen a su vez a determinadas meditaciones de carácter más general. Estoy pensando seriamente en escribir una pequeña monografía acerca de los usos de los perros en las tareas de los detectives. —Mire, Holmes, ése es un tema que ya ha sido explorado. Los sabuesos, los podemos… —le contesté yo. —No, no es eso, Watson; desde luego, ese aspecto del problema es evidente. Pero existe otro mucho más útil. Quizá recuerde que en el caso que usted, con sus métodos sensacionalistas asoció con las «Hayas Cobrizas», conseguí, estudiando el alma del niño, deducir los hábitos criminales del muy relamido y respetable padre. —Sí; lo recuerdo bien. —La dirección de mis pensamientos respecto a los perros es análoga. El perro refleja la vida de la familia. ¿Quién vio alguna vez un perro juguetón en una familia triste, o un perro melancólico en una familia feliz?; las personas gruñonas y agresivas tienen perros gruñones y agresivos, las personas peligrosas tienen perros peligrosos. Quizás en las alteraciones de los humores de los perros se refleja la diversidad de humores de sus amos. Yo moví la cabeza con una fuerte expresión de duda, y dije: —Me parece, Holmes, que eso es traer las cosas por los pelos. —Mi amigo volvió a llenar la pipa y a sentarse en su sillón, sin darse por enterado de mi comentario. —La aplicación práctica de eso que acabo de decir tiene relación estrecha con el problema que estoy investigando. Compréndame. Es una madeja muy enredada y ando buscando un cabo suelto. Quizás ese cabo está en la pregunta: ¿por qué Roy, el fiel perro lobo del profesor Presbury, se lanza a morderlo? Me recosté en el respaldo de mi sillón, algo desilusionado. ¿Para resolver un problema tan fútil como éste me había sacado de mis ocupaciones? Holmes me miró, y me dijo: —¡Siempre el mismo, viejo Watson! Jamás comprenderá usted que los más graves problemas pueden depender de las cosas más insignificantes. Pero ¿no resulta extraño, así, de pronto, que un fisiólogo ecuánime y anciano, me imagino que habrá usted oído hablar de Presbury, el célebre fisiólogo de Camford, resulta extraño, digo, que un hombre así, que ha tenido siempre a su perro lobo como el más adicto de sus amigos, se haya visto estos días acometido por él dos veces? ¿Qué saca usted en consecuencia? —Que el perro está enfermo. —Sí, también eso hay que tomarlo en cuenta. Pero el hecho es que el perro no ataca a nadie más, y que por lo visto tampoco molesta a su amo, sino en circunstancias muy especiales. Es curioso, Watson, muy curioso. Si quien llama ahora al timbre es el joven Bennett, se ha adelantado a la hora de la cita. Se oyeron pasos rápidos en la escalera, llamaron con golpes vivos a nuestra puerta, y un instante después se presentó nuestro cliente. Era un joven alto y bello, de unos treinta años, bien vestido y elegante, pero con algo en su porte que hacía pensar más bien en un estudioso que en el aplomo de un hombre de mundo. Cambió un apretón de manos con Holmes y luego me miró a mí con cierta sorpresa… —Señor Holmes, éste es un asunto muy delicado. Tenga en cuenta cuáles son mis relaciones, tanto las privadas como las públicas, con el profesor Presbury. No creo que tenga justificación que yo hable delante de una tercera persona. —Nada tema, señor Bennett. El doctor Watson es la esencia misma de la discreción y le aseguro que es muy probable que yo tenga que necesitar un colaborador en este asunto. —Como usted guste, señor Holmes. Estoy seguro de que le vendrá bien que yo adopte ciertas reservas en el asunto. —Usted comprenderá esta actitud, Watson, si le digo que este caballero, el señor Trevor Bennett, es ayudante profesional del gran hombre de ciencia, que vive bajo su mismo techo, y que es novio oficial de su hija. Tenemos, entonces, que convenir en que el profesor tiene todos los títulos para contar con su lealtad y su adhesión. La mejor manera de demostrársela es dar los pasos necesarios para poner en claro este extraño misterio. —Así lo espero, señor Holmes. Eso es lo que me propongo. ¿Conoce el doctor Watson la situación? —No tuve tiempo de explicárselo. —Entonces, quizá sea preferible que yo vuelva otra vez sobre el tema, antes de pasar a exponer algunas novedades ocurridas. —Me encargaré de ello yo mismo —dijo Holmes—, para demostrarle de ese modo que recuerdo los hechos en su orden debido. El señor profesor es hombre que goza de fama europea, Watson. Toda su vida ha transcurrido dentro de las normas tradicionales. Nunca dio ocasión en ella ni a un asomo de escándalo. Es viudo y tiene una sola hija, Edith. Según tengo entendido, es hombre de temperamento viril y enérgico, casi pudiéramos decir combativo. Tal era la situación hace algunos meses. »Entonces y de pronto varió la corriente de su vida. A pesar de que tiene sesenta y un años, se comprometió para casarse con la hija del profesor Morphy, colega suyo en la cátedra de Anatomía comparada. No era, como lo entiendo, el cortejo razonable de un hombre envejecido, sino el apasionado frenesí de la juventud, porque nadie pudo mostrarse como el amante más leal. La señorita, Alice Morphy, era una muchacha perfecta en mente y cuerpo, así que esa era toda la excusa para el enamoramiento del profesor. Sin embargo no se encontró con la total aprobación de su propia familia. —Pensamos que, más bien, es excesivo —dijo nuestro visitante. —Exactamente. Excesivo y un poco violento y antinatural. El profesor Presbury era rico, de todos modos, y no había objeción por parte del padre. La hija, sin embargo, tenía otros criterios, y había varios candidatos para su mano, quienes, si fueran menos elegibles desde un mundano punto de vista, eran por lo menos mayores de edad. A la muchacha parecía gustarle el profesor por el espíritu de su excentricidad. Era solamente la edad lo que se interponía. »Durante este tiempo un pequeño misterio repentinamente nubló la normal rutina de la vida del profesor. Hizo lo que nunca había hecho antes. Dejó su casa y no dio indicaciones acerca de a dónde iba. Se alejó durante quince días y regresó pareciendo bastante fatigado por el viaje. No hizo alusión a dónde había estado a pesar de que era usualmente el más sincero de los hombres. Ocurrió, sin embargo, que nuestro cliente aquí presente, el señor Bennett, recibió una carta de un compañero de estudios en Praga, quien dijo que estaba contento de haber visto al profesor Presbury allí, pese a que no fue capaz de hablarle. Solamente de esta forma su propia familia se enteró de dónde había estado. »Ahora viene el punto. Desde este momento un curioso cambio sobrevino al profesor. Se volvió furtivo y astuto. Aquellos a su alrededor tenían siempre el sentimiento de que no era el hombre que ellos habían conocido, sino que estaba bajo alguna sombra la cual había oscurecido sus más altas cualidades. Su intelecto no fue afectado. Sus conferencias eran tan brillantes como de costumbre. Pero siempre había algo nuevo, algo siniestro e inesperado. Su hija, quien estaba dedicada a él, trató una y otra vez de reanudar las viejas relaciones y penetrar esta máscara que su padre parecía ponerse. Usted, señor, según tengo entendido, obró de la misma manera; pero todo en vano. Y ahora, señor Bennett, explique con sus propias palabras el incidente de las cartas. —Debe saber, doctor Watson, que el profesor no tenía secretos para mí. Ni aunque hubiese sido su hijo o un hermano más joven, habría yo podido gozar de una manera más completa de sus confidencias. Como su secretario, pasaban por mi mano todos los documentos que llegaban para él, y tenía el encargo de abrir y de clasificar las cartas que recibía. Todo eso cambió al poco de su regreso. Me dijo que recibiría de Londres algunas cartas que vendrían señaladas con una cruz debajo del sello de correos. Esas cartas debía ponerlas a un lado, porque sólo él tenía que leerlas. En efecto, pasaron por mis manos varias cartas de esa clase, que traían la marca «E. C.» y estaban escritas con letra de persona inculta. Si el profesor contestó a ellas, las respuestas en todo caso no pasaron por mis manos, ni fueron a parar al cesto de las cartas en las que se recoge la correspondencia. —Explique también lo de la caja —dijo Holmes. —Ah, sí, la caja. El profesor se trajo al regresar de sus viajes, una cajita de madera. Era la única cosa que hacía pensar en que él había viajado por el continente, porque es uno de esos curiosos trabajos tallados que uno asocia con la imagen de Alemania. Esta cajita la colocó en su vitrina del instrumental. Cierto día, buscando yo una cánula, tomé la caja. Para mi sorpresa, esto puso furioso al profesor, que me reprendió con palabras completamente duras por mi curiosidad. Era la primera vez que ocurría semejante cosa y aquello me hirió profundamente. Intenté hacerle comprender que yo había tocado la caja por pura casualidad, pero tuve conciencia durante toda la velada de que el profesor me miraba con aspereza y de que el incidente aquel estaba enconando su alma. Bennett sacó del bolsillo un pequeño diario, y dijo: —Esto ocurrió el día 2 de julio. —Serviría usted desde luego para testigo de una manera admirable —dijo Holmes—. Quizá me sean necesarias algunas de esas fechas que ha anotado. —Entre otras cosas que yo he aprendido de mi gran maestro, figura la del método. Desde el momento en que observé una anormalidad en su conducta, me pareció que era mi deber estudiar su caso. Por eso tengo aquí anotado que fue en ese mismo día, 2 de julio, cuando Roy se abalanzó sobre el profesor, al salir éste de su despacho al vestíbulo. El día 11 de julio se repitió una escena del mismo estilo, y aún tengo anotada otra más: el día 20 de julio. Después de esta fecha tuvimos que confinar a Roy en las caballerizas. Se trata de un animal encantador y muy cariñoso; mucho me temo que los estoy cansando. Bennett dijo estas palabras en tono de censura, porque saltaba a la vista que Holmes no prestaba atención. Tenía la cara rígida y sus ojos miraban abstraídos el cielo raso. Volvió en sí haciendo un esfuerzo y murmuró: —¡Muy extraño, por demás extraño! Estos detalles son nuevos para mí, señor Bennett. Creo que con esto hemos repasado bien todo lo anterior, ¿verdad? Usted habló antes de nuevas incidencias. La cara agradable y sincera de nuestro visitante se ensombreció, y como si la nublara algún recuerdo desagradable, dijo: —Esto de lo que voy a hablar ocurrió anteanoche. Estaba yo acostado pero despierto a eso de las dos de la madrugada, cuando percibí, como si llegara del pasillo, un ruido apagado y blando. Abrí la puerta y miré. Debo decir que el profesor duerme al final del pasillo… —¿La fecha de eso fue…? —preguntó Holmes. Nuestro visitante se mostró claramente molesto ante una interrupción tan extemporánea. —He dicho ya que eso ocurrió anteanoche, es decir, el 4 de septiembre. Holmes asintió con la cabeza y le sonrió, agregando: —Por favor, siga. —Duerme, como digo, al final del pasillo, y para llegar hasta la escalera tenía que cruzar por delante de mi puerta. Señor Holmes, aquélla fue una experiencia aterradora. Yo me considero tan bien templado de nervios como cualquiera, pero lo que vi me consternó. El pasillo estaba a oscuras, sin más luz que la mancha luminosa de una ventana situada hacia la mitad del mismo. Me di cuenta de que por el pasillo avanzaba algo, algo oscuro y que caminaba como un reptil. ¡Reptaba, señor Holmes, reptaba! No caminaba totalmente sobre manos y rodillas. Yo diría que caminaba más bien sobre sus manos y sus pies, con la cara hundida entre aquéllas. Sin embargo, parecía moverse con facilidad. La vista de aquello me paralizó de tal manera que no pude salir y preguntarle si podía servirle de algo hasta que él llegó a mi puerta. Su reacción fue extraordinaria. Se irguió de golpe, me escupió con algunas frases horrendas, pasó corriendo por delante de mí y bajó por la escalera. Esperé cosa de una hora, pero él no regresó. Debió de hacerlo cuando ya había amanecido. —¿Qué saca usted de todo eso, Watson? —preguntó Holmes con aires de patólogo que presenta un ejemplar raro. —Quizás un lumbago. He conocido un caso fuerte de esta enfermedad que obligó a un hombre a caminar así. No hay cosa que irrite más el genio. —¡Bien, Watson! Usted nos obliga siempre a permanecer con los pies pegados al suelo, pero en este caso no hay manera de conformarse con el lumbago, ya que le fue posible erguirse en un momento. —Jamás fue mejor su salud —dijo Bennett—; a decir verdad, en muchísimos años no lo he visto tan fuerte como ahora. Ahí tiene usted los hechos, señor Holmes. No es éste un caso como para consultar con la policía, pero lo cierto es que estamos completamente desorientados sobre lo que hay que hacer, y tenemos una especie de presentimiento de que vamos hacia un desastre. Edith, es decir, la señorita Presbury, participa de mi criterio, ya no podemos seguir esperando pasivamente. —Desde luego que es un caso rarísimo y muy sugestivo. ¿Qué opina usted, Watson? —Hablando en mi calidad de médico —le contesté—, yo diría que es un caso para que intervenga un alienista(en referencia a un psiquiatra). Ese noviazgo perturbó los procesos cerebrales del anciano. Viajó por el extranjero con la esperanza de arrancar esa pasión que sentía. Quizá sus cartas y la cajita tengan relación con algún otro asunto particular; quizás un préstamo o certificado de acciones, que él guarda en la cajita. —Naturalmente, y el perro lobo está en contra de esa operación financiera. No y no, Watson; en esta cuestión hay algo más. Yo quizá sugeriría… Nunca se sabrá lo que Sherlock Holmes estaba a punto de sugerir, porque en ese instante se abrió la puerta y entró en la habitación una joven. Al aparecer ella, el señor Bennett se puso de pie, dejando escapar una exclamación, y avanzó precipitadamente con las manos extendidas para recibir en ellas las que ella también ofrecía. —¡Edith, querida! Supongo que no habrá ocurrido nada, ¿verdad? —Sentí el impulso irresistible de seguirte. ¡Oh, Jack, qué miedo tan grande he pasado! Es espantoso quedarse allí sola. —Señor Holmes, ésta es la joven de la que le he hablado, mi prometida. —Sí, poco a poco íbamos llegando a esa conclusión, ¿verdad, Watson? — contestó Holmes con una sonrisa—. Me imagino, señorita Presbury, que se ha producido alguna novedad en este caso, y que usted pensó que deberíamos conocerla, ¿no es así? Nuestra visitante, joven, hermosa y llena de vida, del tipo corriente de jóvenes inglesas, devolvió la sonrisa a Holmes, al sentarse cerca de Bennett. —Al encontrarme con que el señor Bennett había salido de su hotel, pensé que probablemente lo encontraría aquí. Claro está que ya me había anunciado que vendría a consultarlo. ¡Ay, señor Holmes! ¿No puede hacer nada por mi pobre padre? —Espero que sí, señorita Presbury, pero el caso se presenta todavía confuso. Quizá lo que usted tiene que decirnos arroje sobre el mismo alguna luz nueva. —Señor Holmes, lo que voy a decirle ocurrió la noche pasada. Mi padre se había mostrado durante todo el día muy raro. Estoy segura de que hay ocasiones en las que no le queda recuerdo de lo que hace. Vive como en un ensueño extraordinario. El día de ayer fue uno de ésos. No era mi padre aquella persona con la que yo estaba viviendo. Su corteza exterior estaba allí, pero no era él, de una manera real y verdadera. —Cuénteme lo que ocurrió. —Me despertaron durante la noche los furiosos ladridos del perro. Al pobre Roy lo tenemos ahora encadenado en las caballerizas. Yo duermo siempre con mi puerta cerrada con llave, porque, como Jack, como el señor Bennett… le dirá, todos tenemos un sentimiento de peligro inminente. Mi habitación está en el segundo piso. Sucedió que la persiana de mi ventana estaba abierta, y el exterior estaba iluminado por el brillo de la luz de la luna. Como estaba acostada con mis ojos clavados sobre el cuadrado de luz, escuchando a los frenéticos ladridos del can, me quedé asombrada de ver la cara de mi padre mirándome a través de la ventana. Señor Holmes, casi morí de sorpresa y horror. Estaba presionada contra el cristal de la ventana, y una mano pareció elevarse como si empujara la ventana. Si esa ventana se hubiera abierto, pienso que me hubiera vuelto loca. No fue una falsa ilusión, señor Holmes. No se engañe pensando en eso. Me atrevo a decir que fueron veinte segundos o algo así que me quedé paralizada observando su cara. Entonces desapareció, pero no pude… no pude saltar de la cama y mirar hacia afuera después de aquello. Yací fría y temblando hasta la mañana. En el desayuno estaba incisivo y feroz en su conducta, y no hizo alusión a la aventura de la noche. Ninguno lo hizo, pero le di una excusa para venir a la ciudad… y aquí estoy. Holmes observó cuidadosamente, sorprendido por la narración de la señorita Presbury: —Mi estimada señorita, dice que su habitación está en el segundo piso. ¿Hay alguna escalera larga en el jardín? —No, señor Holmes, esa es la parte asombrosa. No hay ninguna manera posible de alcanzar la ventana… y con todo ahí estaba. —Y la fecha fue el 5 de septiembre —dijo Holmes—. Eso ciertamente complica el asunto. Fue el cambio de actitud de Holmes, lo que produjo una mirada de sorpresa en la señorita. —Esta es la segunda vez que hace alusión a la fecha, señor Holmes —dijo Bennett—. ¿Es posible que tenga alguna relación con el caso? —Es posible… muy posible… pero aún no tengo completo el esquema de pensamiento. —¿Posiblemente está pensando en la conexión entre el delirio y las fases de la luna? —No, se lo aseguro. Era una línea de pensamiento diferente. Posiblemente pueda dejar su cuaderno de notas y yo comprobaré las fechas. Watson, creo que ahora está perfectamente clara nuestra línea de acción. Esta señorita nos ha informado, y yo tengo la máxima confianza en su intuición, de que su padre recuerda poco a nada de las cosas que le ocurren en determinadas fechas. Iremos, entonces, a visitarlo como si nos hubiese dado una cita en una de esas fechas en cuestión. Lo atribuirá a su falta de memoria. De ese modo, iniciaremos nuestra campaña con un estudio del profesor hecho de cerca. —Me parece magnífico —dijo el señor Bennett—. Les advierto, sin embargo, que el profesor es a veces irascible y violento. Holmes se sonrió. —Existen razones para que nosotros vayamos a visitarlo inmediatamente, razones muy poderosas si mis teorías resultan verdaderas; señor Bennett, el día de mañana nos verá con toda seguridad en Camford. Si mal no recuerdo, existe allí un mesón llamado Chequers, en el que sirven un oporto superior a lo corriente y en el que no hay un «pero» que poner a las ropas de cama. Watson, creo que los próximos días nos va a tocar vivirlos en lugares menos agradables. El lunes por la mañana íbamos camino de la ciudad célebre por su Universidad, lo cual no significó para Holmes ningún esfuerzo, porque él no tenía raíces que arrancar, pero supuso para mí una serie de planes y precipitaciones, porque por aquel entonces mi clientela era bastante considerable. Holmes no hizo la menor alusión al caso hasta después que tuvimos depositados nuestros maletines en el antiguo mesón del que había hablado. —Creo, Watson, que podemos encontrar al profesor momentos antes de almorzar. Da su lección a las once y es seguro que permanecerá algún tiempo en su casa. —¿Y qué excusa podemos darle para nuestra visita? Holmes consultó su librito de notas. —El día 26 de agosto hubo un período de excitación. Partiremos del supuesto de que en esos períodos sólo conserva un recuerdo confuso de sus acciones. Si nosotros insistimos en que hemos acudido allí porque él nos citó, creo que es difícil que se arriesgue a contradecirnos. ¿Se siente con la cara dura necesaria para llegar hasta el fin? —No tenemos más que intentarlo. —¡Magnífico, Watson! Algo así como una mezcla de «siempre adelante» y «manos a la obra». No tenemos más que intentarlo. Es la divisa de la firma. Encontraremos, con seguridad, algún amistoso nativo del pueblo que nos sirva de guía. Alguien así, en la parte trasera de un magnífico taxi, nos hizo pasar a toda velocidad por delante de una hilera de colegios antiguos, desembocó por último en una avenida de carruajes bordeada de árboles y se detuvo delante de la puerta de una casita encantadora rodeada de césped y cubierta de glicina purpúrea(una planta de origen chino). Indudablemente, el profesor Presbury vivía rodeado según todos los indicios, no sólo del confort, sino del lujo. En el momento en que el coche se detenía, aparecía en la ventana delantera una cabeza plateada, y nos dimos cuenta de que un par de ojos penetrantes nos examinaba, al abrigo de unas cejas hirsutas y a través de unos anteojos de gruesa montura. Un momento después, nos encontramos dentro de su santuario y delante de nosotros estaba el misterioso hombre de ciencias cuyas extravagancias nos habían hecho venir desde Londres. Indudablemente, ni en sus maneras, ni en su aspecto se advertía ninguna señal de excentricidad, porque era un hombre grueso, de facciones voluminosas, serio, alto, vestido de levita, con toda la dignidad en el porte que requiere un profesor. Lo más notable de su cara eran los ojos, vivos, observadores y avispados, casi astutos. Examinó nuestras tarjetas y nos dijo: —Siéntense, caballeros, por favor. ¿En qué puedo servirles? Holmes sonrió con amabilidad, y dijo: —Ésa era precisamente la pregunta que yo iba a hacerle, profesor. —¡A mí, señor! —Quizá se trate de un error. Yo me enteré por intermedio de otra persona de que el profesor Presbury, de Camford, necesita en estos momentos de mis servicios. —¡Ah, sí! A mí me pareció que en aquellos intensos ojos grises había un centelleo de malicia. —¿Eso fue lo que le dijeron? —prosiguió—. ¿Y puedo preguntarle el nombre de su informador? —Lo siento mucho, profesor, pero se me habló de un terreno bastante confidencial. Si he cometido un error, nada se ha perdido; sólo me queda expresarle que lo lamento. —Nada de eso. Desearía profundizar más en ese asunto. Me interesa. ¿Puede mostrarme un escrito cualquiera, una carta o un telegrama, en apoyo de su afirmación? —No; no los tengo. —Supongo que no llegaría al extremo de afirmar que fui yo mismo quien lo llamó. —Preferiría no contestar a ninguna pregunta —dijo Holmes. —No, claro que no —dijo el profesor con aspereza—. Sin embargo, a esta pregunta concreta se puede contestar muy fácilmente sin su ayuda. Cruzó la habitación hacia la campanilla. Nuestro amigo de Londres, el señor Bennett, acudió en seguida a la llamada. —Adelante, señor Bennett. Estos dos caballeros vienen desde Londres bajo la impresión de que han sido llamados. Usted maneja mi correspondencia. ¿Tiene una carta o algo que se haya dirigido a una persona de apellido Holmes? —No, señor —contestó Bennett, ruborizándose. —Esa prueba es terminante —dijo el profesor, clavando sus ojos irritados en mi compañero. Luego se inclinó hacia adelante, apoyando sus dos manos encima de la mesa, y agregó: —Y ahora, señor, me está pareciendo que su posición es muy discutible. Holmes se encogió de hombros y contestó: —Sólo puedo repetir que lamento muchísimo este entretenimiento innecesario. —¡De ninguna manera, señor Holmes! —exclamó el anciano con voz chillona y con una expresión de extraordinaria malignidad en su cara. Mientras hablaba, se interpuso entre nosotros y la puerta, y blandió sus dos manos hacia nosotros con furiosa exaltación—. No va a salir del paso con tanta facilidad. Tenía el rostro convulsionado y nos miraba enseñando los dientes y farfullando, poseído de un furor insensato. Estoy convencido de que nos habríamos visto obligados a abrimos paso para salir a fuerza de puños, de no haber sido por la intervención de Bennett. —Querido profesor —exclamó—, ¡tenga en cuenta su posición! ¡Piense en el escándalo que se produciría en la Universidad! El señor Holmes es una persona muy conocida y usted no puede tratarlo de ningún modo con tal descortesía. Nuestro anfitrión (si así podemos llamarlo) dejó libre, con semblante muy huraño, el camino de la puerta. Nos alegramos al vernos fuera de la casa, y en el sosiego de la avenida de carruajes bordeada de árboles. Holmes parecía sumamente divertido con el incidente, y dijo: —Nuestro docto amigo tiene sus nervios algo desequilibrados. Quizá nuestro entretenimiento fue un poco torpe; sin embargo, hemos conseguido el contacto personal que yo deseaba. Pero ¡por mi vida, Watson, que ese hombre nos sigue! Tenemos a esa mala persona pisándonos los talones. Oímos a espaldas nuestras los pasos de alguien que corría, pero, con gran alivio mío, no resultó ser el formidable profesor, sino su ayudante, el que surgió del recodo que formaba la avenida. Se nos acercó jadeante, y dijo: —Lo siento muchísimo, señor Holmes. Quería disculparme. —No hacen falta disculpas, querido señor. Estas cosas son propias de nuestra profesión. —No lo he visto nunca de humor más peligroso. Pero es que cada vez se nos presenta más siniestro. Ahora podrá comprender por qué razón estamos alarmados su hija y yo. Y, sin embargo, su cerebro rige perfectamente. —¡Demasiado bien! —exclamó Holmes—. Ahí es donde calculé yo mal. Es evidente que su memoria funciona mucho mejor de lo que yo había pensado. A propósito, ¿podríamos ver, antes de irnos, la ventana del cuarto de la señorita Presbury? El señor Bennett se abrió camino a través de algunos arbustos, y tuvimos una vista del lado de la casa. —Es esa. La segunda a la izquierda. —Mi estimado señor, parece difícilmente accesible. Y aún con todo esto observará que hay una hiedra debajo y una cañería de agua encima que podrían dar algún punto de apoyo. —No podría trepar por mí mismo —dijo el señor Bennett. —Muy probablemente. Sería ciertamente una hazaña peligrosa para cualquier hombre normal. —Hay otra cosa que quería decirle, señor Holmes. Tengo la dirección del hombre en Londres a quien el profesor le escribe. Parece que ha sido escrita esta mañana, y lo tengo de su papel secante(papel muy absorbente perfecto para escribir con tinta). Es un acto innoble para un secretario de confianza, ¿pero qué más podía hacer? Holmes observó el papel y lo puso en su bolsillo. —Dorak… un nombre curioso. Eslavo, imagino. Bien, es un importante eslabón de la cadena. Regresamos a Londres mañana, señor Bennett. No veo ninguna buena razón para que alarguemos nuestra estancia aquí. No podemos arrestar al profesor porque no ha cometido ningún crimen, ni podemos ponerlo bajo vigilancia, porque no ha mostrado signos de estar loco. No es posible tomar ninguna acción por ahora. —¿Entonces qué vamos a hacer? —Un poco de paciencia, señor Bennett. Los acontecimientos se desarrollarán muy pronto. A menos que esté equivocado, el próximo martes puede producirse una crisis. Ciertamente deberíamos estar en Camford ese día. Mientras tanto, la posición general es indiscutiblemente desagradable, y si la señorita Presbury puede prolongar su visita… —Eso es fácil. —Entonces permita que permanezca hasta que le aseguremos que todo el peligro ha pasado. Mientras tanto, déjele hacer su voluntad y no se entrometa. Mientras esté de buen humor todo irá bien. —¡Ahí está! —dijo Bennett en un sobresaltado susurro. Mirando por entre las ramas, vimos que la figura alta y erguida del profesor salía de la puerta del vestíbulo y miraba en derredor suyo. Tenía el cuerpo inclinado hacia adelante, imprimía a sus dos manos un movimiento de balanceo en línea recta y ladeaba la cabeza de un lado a otro. El secretario se despidió de nosotros con un postrer vaivén de la mano y se escabulló por entre los árboles; poco después lo vimos reunirse con su jefe y ambos entraron juntos a la casa, manteniendo lo que nos pareció una conversación animada, e incluso llena de excitación. Mientras caminábamos hacia el hotel, dijo Holmes: —Creo que el viejo ha estado atando cabos. Me produjo la impresión, por lo poco que de él he podido ver, que posee un cerebro extraordinariamente despejado y lógico. Desde luego, se ha mostrado explosivo, pero tengamos en cuenta que desde su punto de vista tiene algún motivo para enfurecerse si alguien pone a los detectives sobre su pista y él sospecha que la cosa procede de las personas mismas que viven en su casa. Estoy pensando que el amigo Bennett va a pasar por momentos desagradables. Holmes se detuvo en una sucursal de correos y envió un telegrama. La contestación nos llegó durante la velada, y Holmes me la entregó. «He visitado la Commercial Road y hablado con Dorak. Hombre bondadoso, de Bohemia, anciano. Tiene gran almacén de artículos varios. MERCER». —Tengo a Mercer desde que usted se marchó —dijo Holmes—. Lo utilizo para todo y se ocupa de la rutina del negocio. Me era importante saber algo del hombre con quien el profesor mantiene una correspondencia tan reservada; su nacionalidad permite relacionarlo con la visita que el profesor hizo a Praga. —Gracias a Dios que encontramos algo que puede relacionarse con algo —dije yo—. Por el momento, parece que nos encontramos frente a una larga serie de incidentes inexplicables y totalmente desconectados unos de otros. Por ejemplo, ¿qué relación posible puede establecerse entre un perro lobo furioso y una visita a Bohemia o entre cualquiera de esas dos cosas y un hombre que camina de noche reptando por el pasillo de la casa? En cuanto a sus fechas, resultan la mayor mistificación de todo. Holmes se sonrió y se frotó las manos. Convendría que diga que estábamos sentados en la vieja sala del antiguo mesón, con una botella de la afamada cosecha de que Holmes había hablado, encima de la mesa que nos separaba. Esperé sus palabras. —Bien, empecemos por la cuestión de las fechas —dijo, juntando las yemas de los dedos y como si estuviera aleccionando a una clase—. El diario de este excelente joven demuestra que el día 2 de julio se produjeron incidentes. Desde esa fecha, parece que el hecho se repite con intervalos de nueve días, con sólo una excepción que yo recuerde. El último estallido tuvo lugar el viernes 3 de septiembre, lo cual concuerda también con ese período, lo mismo que el día 26 de agosto que le precedió. Sin duda, algo más que una coincidencia. No tuve más remedio que asentir. —Establezcamos, entonces, de una manera provisional la teoría de que el profesor toma una vez cada nueve días alguna droga de gran fuerza y que sufre sus efectos altamente venenosos, pero pasajeros. Su temperamento, que es ya de por sí arrebatado, se hace todavía más impredecible. El profesor se acostumbró a esa droga cuando estuvo en Praga, y ahora se la suministra un bohemio que vive en Londres y que actúa de intermediario. Todo eso encaja perfectamente, Watson. —Pero ¿y el perro, la cara en la ventana, el hombre que reptaba por el pasillo? —Bueno, bueno; tenemos ya un inicio. Hasta el próximo martes no espero que ocurra ninguna novedad. Mientras tanto, no podemos hacer otra cosa que mantenernos en contacto con el amigo Bennett y disfrutar de las delicias de esta encantadora ciudad. Bennett se las arregló a la mañana siguiente para venir a traernos el último informe. Tal como Holmes se lo había imaginado, había pasado verdaderos apuros. Sin llegar a acusarlo concretamente de que era responsable de nuestra presencia, el profesor le había hablado en términos rudos y ásperos, siendo evidente que estaba muy resentido. Sin embargo, por la mañana había vuelto a ser el mismo de siempre y había pronunciado su brillante lección de costumbre ante una clase muy concurrida. —Aparte de esos extraños accesos —dijo Bennett—, la verdad es que posee energía y vitalidad auténticas y superiores a cualquiera de los momentos que yo recuerdo. Tampoco su cerebro estuvo nunca más despierto. Pero no es él; no es nunca el mismo hombre que nosotros conocíamos. —No creo que tengan ustedes nada que temer por lo menos durante una semana —contestó Holmes—. Yo soy hombre de muchas ocupaciones, y el doctor Watson tiene que atender a sus enfermos. Quedamos, entonces, de acuerdo en encontrarnos aquí a esta misma hora, el martes próximo, y mucho me sorprendería que no estemos entonces en condiciones de explicar las dificultades en que ustedes se encuentran, aunque quizá no podamos acabar con ellas antes de que volvamos a despedirnos de usted. Entretanto, ténganos al corriente de cuanto ocurra por correo. No vi a mi amigo durante los siguientes días, pero el lunes siguiente recibí una breve carta suya pidiéndome que me reuniese con él al día siguiente en el tren. De lo que me dijo mientras viajábamos en dirección a Camford, deduje que todo marchaba bien, que no había sufrido ningún encrespamiento la paz en el hogar del señor profesor, y que la conducta de éste era completamente normal. Este informe nos lo confirmó personalmente Bennett, cuando vino a visitarnos aquella velada en nuestro anterior hospedaje del Chequers. —Hoy ha tenido noticias de su corresponsal(con quien se tiene correspondencia postal) en Londres. Recibió una carta y un paquetito, ambos con la marca de la cruz debajo del sello, la cual me advierte que no la debo tocar. No ha habido nada más. —Eso nos sirve de bien poco —dijo Holmes desagradablemente—. Creo señor Bennett, que deberíamos llegar a alguna conclusión esta noche. Si mis deducciones son correctas deberemos tener una oportunidad de resolver este asunto. A fin de hacerlo es necesario mantener al profesor bajo observación. Sugiero, en consecuencia, que permanezca despierto y de guardia. Si lo escucha pasar por su puerta, no lo interrumpa, pero sígalo discretamente. El Dr. Watson y yo no estaremos muy lejos. ¿A propósito, dónde está la llave de esa pequeña caja de la que habló? —En la cadena de su reloj. —Imagino que nuestras investigaciones irán en esa dirección. En el peor de los casos la cerradura no será muy imponente. ¿Tiene algún otro robusto hombre en el servicio? —Está el cochero, McPhail. —¿Dónde duerme? —Sobre los establos. —Posiblemente lo necesitaremos. Bien, no podemos hacer nada más hasta que veamos cómo se desarrollan los hechos. Adiós… pero espero que nos veamos antes del amanecer. Fue cerca de la medianoche cuando nos ocultamos en nuestros puestos situados entre algunos arbustos inmediatamente opuestos al corredor de la puerta del profesor. Era una noche clara, pero fría, y estábamos contentos de llevar nuestros cálidos abrigos. Soplaban ráfagas de viento, y las nubes se deslizaban a través del cielo, oscureciendo de tanto en tanto la media luna. Hubiera sido una vigilia deprimente si no fuera por la expectativa, la excitación, y la seguridad de mi camarada de que probablemente llegaríamos al final de esta extraña secuencia de acontecimientos que habían captado nuestra atención. —Si el ciclo de nueve días se mantiene entonces tendremos al profesor en su peor estado esta noche —dijo Holmes—. El hecho de que estos extraños síntomas empezaran después de su visita a Praga, que está en correspondencia secreta con un comerciante bohemio en Londres, quien presumiblemente representa a alguien en Praga, y que recibió un paquete de él este mismo día; todo apunta a una dirección. Lo que ingiere y por qué lo ingiere aún está más allá de nuestro alcance, pero que emana de alguna forma desde Praga es claramente evidente. Lo toma bajo estrictas directivas que regulan este ciclo de nueve días, que fue el primer punto que atrajo mi atención. Pero sus síntomas son lo más sobresaliente. ¿Ha observado sus nudillos? Debí confesar que no lo había hecho. —Gruesos y duros de una forma que es considerablemente nueva para mi experiencia. Siempre mire a las manos primero, Watson. Luego los puños, pantalones, rodillas y botas. Muy curiosos nudillos los cuales sólo pueden ser explicados por el modo de progresión observado por… —Holmes se detuvo y repentinamente chocó sus manos contra su frente—. ¡Oh, Watson, Watson, que tonto he sido! Parece increíble, y aún con todo debe ser verdad. Todo apunta en una dirección. ¿Cómo pude perderme viendo la conexión de las ideas? ¿Esos nudillos, cómo pude pasar por alto esos nudillos? ¡Y el perro! ¡Y la hiedra! Es seguramente por el tiempo que pasé dentro de esa pequeña granja de mis sueños(tal vez se refiera a la granja donde quiere retirarse para dedicarse a la apicultura). ¡Preste atención, Watson! ¡Aquí está! Tendremos la oportunidad de verlo por nosotros mismos. La puerta del vestíbulo se abrió lentamente y contra el fondo luminoso vimos la alta figura del profesor Presbury. Estaba vestido con su bata de noche. Mientras permanecía delineado en la entrada estaba erecto pero inclinándose hacia delante con los brazos colgados, como cuando lo vimos la última vez. Ahora se adelantó en el camino, y con un extraordinario cambio se dirigió hacia nosotros. Se hundió en una posición agazapada y se movió a lo largo con sus manos y pies, saltando de vez en cuando como si estuviera desbordado de energía y vitalidad. Se movió a lo largo de la fachada de la casa y luego giró en la esquina. Cuando desapareció, Bennett se deslizó a través de la puerta del vestíbulo y lentamente lo siguió. —¡Venga, Watson, venga! —exclamó Holmes. Y avanzamos, con paso todo lo suave y furtivo que nos fue posible, por entre los arbustos, hasta alcanzar un puesto desde el que podíamos ver el otro lado de la casa, que aparecía bañado en la luz de la media Luna. Divisábamos con claridad al profesor en cuclillas, al pie de la pared cubierta de hiedra. Mientras lo estábamos mirando, se lanzó súbitamente a trepar por la planta con increíble agilidad. Saltaba de rama en rama, seguro de pie y firme de garra, trepando como si lo hiciera por el simple gozo de poner a prueba su propia energía y sin ninguna otra finalidad concreta. Su bata, que aleteaba a uno y otro lado de su cuerpo le daba el aspecto de un gigantesco murciélago, pegado contra la pared de su propia casa; era una gran mancha negra cuadrada, sobre la pared iluminada por la luz de la Luna. De pronto se cansó de esta diversión, y, dejándose caer de rama en rama, saltó al suelo en su actitud anterior, y se dirigió hacia las caballerizas, reptando de la misma manera que antes. El perro lobo estaba ya fuera de sus casillas, ladrando furiosamente, más excitado que nunca en cuanto distinguió a su amo. Tiraba con fuerza de su cadena, y temblaba de ansia y de furor. El profesor se agazapó muy calculadamente fuera del alcance del perro y empezó a provocarlo de todas las maneras que le fue posible. Agarró puñados de piedrecitas del paseo y se las tiró al perro a la cara, lo hostigó con una estaca que agarró por allí, pasó sus manos sólo a algunos centímetros de distancia de las fauces abiertas del animal, y se esforzó por aumentar su furia de cuantas maneras le fue posible, aunque el perro había perdido ya todo control. No recuerdo haber presenciado en todas nuestras aventuras espectáculo más extraño que el que presentaba aquella figura impasible y digna todavía; agazapada al estilo de rana en el suelo, y azuzando al animal ya enloquecido para que se lanzase a arrebatos de furor todavía más salvajes, recurriendo para ello a los medios de la crueldad más ingeniosa y calculada, aunque el perro saltaba enfurecido delante de él. ¡Y de pronto ocurrió lo inesperado! No se rompió la cadena, sino que se deslizó el collar, fabricado para un perro de Terranova, de cuello más grueso. Oímos el tintineo de la cadena al caer al suelo, y un instante después, el perro y el hombre rodaban juntos por tierra; uno, rugiendo de furor; el otro, lanzando un chillido de terror que tenía una extraña vibración de falsete. Fue un momento de peligro inminente para la vida del profesor. El salvaje animal lo había agarrado bien por el cuello, y sus colmillos habían penetrado profundamente. El profesor había perdido el conocimiento antes de que pudiéramos llegar y separar al perro. Quizá habría sido una tarea peligrosa para nosotros, pero la voz y la presencia de Bennett hicieron entrar instantáneamente en razón al gran perro lobo. El estruendo había hecho bajar de su habitación de encima de las caballerizas al cochero, soñoliento. —No me sorprende —dijo moviendo de un lado a otro la cabeza—. Lo he visto haciendo lo mismo. Estaba seguro de que un día u otro el perro le clavaría el diente. Se ató al perro lobo, y entre todos llevamos al profesor a su habitación del piso superior. Bennett, que tenía el título de médico, me ayudó a curarlo y vendarle el cuello. Los afilados dientes habían pasado peligrosamente cerca de la carótida, y la hemorragia era grande. El peligro pasó al cabo de media hora. Yo le había dado al paciente una inyección de morfina, y se había quedado profundamente dormido. Entonces, y sólo entonces, pudimos mirarnos unos a otros y hacer un inventario de la situación. —Creo que debería verlo un cirujano de primera clase —dije yo. —¡No, por amor de Dios! —exclamó Bennett—. Por el momento, ha quedado reducido el escándalo a nuestra propia casa. De nosotros no saldrá. Si va más allá de estos muros no habrá ya quien lo detenga. Piensen ustedes en la posición que ocupa en la Universidad, en la fama de que goza en toda Europa y en los sentimientos de su hija. —Tiene razón —dijo Holmes—. Creo que es muy posible hacer que el asunto quede entre nosotros, e impedir también la recaída ahora que podemos actuar libremente. Deme la llave de la cadena del reloj, Bennett. McPhail se quedará cuidando al enfermo y nos avisará si ocurre algo. Vamos a ver qué encontramos en la misteriosa caja del profesor. No era mucho lo que dentro de ella había, pero lo suficiente; una ampolla vacía, otra casi llena, una jeringa hipodérmica, varias cartas en letra embrollada y extranjera. Las señales que traían los sobres indicaban que ésas eran las que habían perturbado la rutina de las tareas del secretario, y todas ellas estaban fechadas en la «Commercial Road», y firmadas A. Dorak. Consistían en simples facturas que anunciaban que se había enviado una nueva botella al profesor Presbury, o en recibos del dinero cobrado. Sin embargo, había otro sobre más, escrito en otra letra, con sello de Austria y fechado en Praga. —¡Aquí es donde tenemos el material que necesitamos! —exclamó Holmes, sacando la carta de dentro del sobre. Decía así: «Ilustre colega: Desde que recibí su apreciada visita, he pensado mucho en su caso, y a pesar de que en las circunstancias en que usted se encuentra existen razones especiales para someterse al tratamiento, yo le aconsejaría, no obstante, cautela, porque mis experiencias me han demostrado que no está exento de determinados peligros. Quizá habría sido preferible el suero de antropoide. Según ya lo tengo explicado, me he servido en esta ocasión del “langur carinegro” por tener a mano un ejemplar. Ya sabe que el langur es un animal que repta y trepa, en tanto que el antropoide camina erecto, y nos resulta en todo sentido más cercano. Le suplico que tome todas las precauciones posibles, a fin de que no se produzca una divulgación prematura del procedimiento. No tengo en Inglaterra sino otro cliente directo, y Dorak actúa como mi agente para los dos. Agradecería informes semanales. De usted, con la más alta estima. H. LOWENSTEIN». ¡Lowenstein! Ese apellido me trajo a la memoria el recuerdo de algún recorte de periódico en el que se hablaba de un oscuro hombre de ciencia que trabajaba para descubrir, por procedimientos desconocidos todavía, el secreto del rejuvenecimiento y el elixir de la vida, ¡Lowenstein, de Praga! Lowenstein, el del prodigioso suero vigorizador, al que la profesión médica había declarado tabú, porque se negaba a descubrir la fuente de que lo extraía. Expliqué en pocas palabras lo que recordaba. Bennett había echado mano a los estantes de un manual de zoología. Y leyó: —Langur, el gran mono carinegro de las vertientes del Himalaya, el más corpulento y más humano de los monos trepadores. Vienen aquí muchos más detalles. Bueno, señor Holmes, es evidente que, gracias a usted, hemos podido seguir el mal hasta su misma fuente. —La verdadera fuente —dijo Holmes— está, como es natural, en ese amor extemporáneo que dio a nuestro impetuoso profesor la idea de que sólo podría conseguir su anhelo rejuveneciéndose. Cuando se intenta sobreponerse a la naturaleza se corre el riesgo de caer bajo ella. El más elevado tipo de hombre puede retroceder hasta el puro animal, si se aparta del sendero recto de su destino. Permaneció unos momentos sentado, con la ampolla en la mano, contemplando el líquido interior. —En cuanto yo escriba a este hombre diciéndole que lo hago criminalmente responsable de los venenos que pone en circulación, desaparecerán para siempre las molestias. Podría, sin embargo, reincidir. Y quizás otros descubran procedimientos mejores. Ahí se encierra un peligro; un verdadero peligro para la humanidad. Piense, Watson, en que los hombres materialistas, los sensuales, los mundanos, querrían todos prolongar sus indignas vidas. Los espiritualistas, en cambio, no esquivarían la llamada o algo más elevado. Sería la supervivencia de los menos aptos. ¿En qué clase de pozo negro se convertiría nuestro mundo? De pronto, se esfumó el ensoñador, y Holmes, el hombre de acción, saltó de su silla. —Señor Bennett, creo que ya no queda nada por decir. Los diversos incidentes encajarán ahora perfectamente dentro del plan general. Desde luego, el perro advirtió el cambio mucho más rápidamente que ustedes. Le bastaba para ello con el olfato. Roy no acometió al profesor, sino al mono, de la misma manera que era el mono quien hostigaba a Roy. Trepar constituía para este animal un placer, y creo que fue pura casualidad que durante esa diversión llegase a la ventana de la joven. Watson, hay un tren muy temprano para Londres, pero creo que nos dará tiempo a tomar en el Chequers una taza de té antes de ir a la estación. - 4 - El Vampiro de Sussex Holmes acabó de leer cuidadosamente una nota que le había llegado en el último reparto de correo. Luego, con una risita contenida, que era en él lo más cercano a la risa, me la tendió. —Como ejemplo de mezcla de lo moderno y lo medieval, de lo práctico y lo demencialmente fantástico, creo que éste debe ser indudablemente el límite —dijo—. ¿Qué le parece, Watson? Leí lo que sigue: «46 Old Jewry, 19 de noviembre. Asunto: Vampiros. Señor: nuestro cliente, el señor Robert Ferguson, de Ferguson & Muirhead, mayorista de té, de Mincing Lane, nos ha dirigido una consulta con fecha de la presente en relación a los vampiros. Dado que nuestra firma está enteramente especializada en impuestos de maquinaria, el asunto difícilmente queda dentro de nuestra esfera de actividades, y en consecuencia, hemos recomendado al señor Ferguson que le visite a usted y le exponga el caso. No nos hemos olvidado del éxito de su intervención en el caso Matilda Briggs. Atentamente suyos, Morrison, Morrison y Dodd. E. J. C.» —Matilda Briggs no era el nombre de ninguna joven, Watson —dijo Holmes, en tono recordativo—. Era un buque relacionado con la rata gigante de Sumatra. Es una historia que el mundo no está todavía preparado para oír. Pero ¿qué sabemos de vampiros? ¿Entra eso en nuestra esfera de actividades? Cualquier cosa es mejor que la inactividad, pero lo cierto es que parece como si nos hubieran trasladado a un cuento fantástico de los hermanos Grimm. Extienda el brazo, Watson, y veamos qué nos cuenta la «V». Me eché hacia atrás y tomé el enorme fichero al que Holmes había aludido. Lo sostuvo sobre las rodillas, y su mirada fue pasando, lenta y amorosamente, por el registro donde los viejos casos se mezclaban con la información acumulada a lo largo de su vida. —Viaje del Gloria Scott —leyó—. Fue un feo asunto. Me parece recordar que usted lo puso por escrito, Watson, aunque no puedo felicitarle por el resultado. Victor Lynch, el falsificador. Veneno… lagarto venenoso, o gila. Un caso notable, ése. Vittoria, la bella del circo. Vanderbilt y el ladrón ambulante. Víboras. Victor, el asombro de Hammersmith. ¡Vaya, vaya! ¡Querido viejo índice! Nada se le escapa. Escuche esto, Watson: Vampirismo en Hungría. Y también: Vampiros en Transilvania. Recorrió impacientemente las páginas con la mirada, pero al cabo de una breve lectura ensimismada dejó a un lado el enorme registro con un gruñido de decepción. —¡Basura, Watson! ¡Basura! ¿Qué tenemos nosotros que ver con cadáveres andarines que sólo se quedan en sus tumbas si se les clava una estaca en el corazón? Es pura chifladura. —Pero, indudablemente —dije yo—, el vampiro no es necesariamente un muerto. Una persona viva podría tener la costumbre. He leído algo, por ejemplo, de viejos que chupaban la sangre de jóvenes para apoderarse de su juventud. —Tiene usted razón, Watson. En una de esas referencias se menciona esta leyenda. Pero ¿vamos a prestar seriamente atención a esta clase de cosas? Esta agencia pisa firmemente el suelo, y así debe seguir. El mundo es suficientemente ancho para nosotros. No necesitamos fantasmas. Me temo que no podemos tomarnos al señor Robert Ferguson demasiado en serio. Quizá esta nota sea suya, y pueda arrojar alguna luz sobre lo que le preocupa. Tomó una segunda carta que había permanecido olvidada sobre la mesa mientras había estado absorto en la primera. Empezó a leerla con una sonrisa divertida en el rostro, pero esa expresión se fue mutando en otra de intenso interés y concentración. Cuando terminó, permaneció algún rato perdido en meditaciones, jugueteando con la carta entre los dedos. Finalmente, se despertó sobresaltado de su ensueño. —Mansión Cheeseman, Lamberley. ¿Dónde está Lamberley? —Está en Sussex, al sur de Horsham. —No muy lejos, ¿eh? ¿Y la mansión Cheeseman? —Conozco esa zona, Holmes. Está llena de viejas casas que llevan los nombres de los hombres que las construyeron hace siglos. Tiene usted las mansiones Odley, y Harvey, y Carriton… A la gente se la ha olvidado, pero sus nombres viven en sus casas. —Precisamente —dijo Holmes, fríamente. Era una de las peculiaridades de su modo de ser, orgulloso y reservado, el que, si bien almacenaba muy rápida y cuidadosamente en el cerebro toda nueva información, raras veces daba muestras de agradecimiento a aquel que se la hubiera proporcionado—. Estoy por afirmar que sabremos muchas más cosas de la mansión Cheeseman, en Lamberley, antes de haber terminado con esto. La carta es, tal como esperaba, de Robert Ferguson. A propósito, dice que le conoce a usted. —¿Que me conoce? —Mejor lea la carta. Me tendió la carta. Llevaba el encabezamiento citado. Decía así: «Querido señor Holmes: me ha sido usted recomendado por mis abogados, pero, a decir verdad, el asunto es tan extraordinariamente delicado que resulta sumamente difícil hablar de él. Concierne a un amigo mío en cuyo nombre actúo. Este caballero se casó hará como cinco años con una dama peruana, hija de un negociante peruano al que había conocido en relación con la importación de nitratos. La dama era muy hermosa, pero su cuna extranjera y su distinta religión determinaron siempre una separación de intereses y de sentimientos entre marido y mujer, de modo que, al cabo de un tiempo, el amor de mi amigo hacia ella acabó por enfriarse, y pudo considerar aquel matrimonio como un error. Sentía que había aspectos del modo de ser de su mujer que nunca podría explorar ni entender. Esto era tanto más penoso cuanto que ella era la esposa más amante que hombre pueda desear, y, según toda apariencia, absolutamente leal. Ahora vayamos al punto que le expondré más claramente cuando hablemos. Lo cierto es que esta nota pretende solamente darle una idea general de la situación y averiguar si está usted dispuesto a intervenir en el asunto. La dama empezó a mostrar ciertos rasgos extraños, totalmente ajenos a su carácter habitual, que es dulce y apacible. El hombre había estado ya casado, y tenía un hijo de su primera mujer. El muchacho tenía quince años, y era un chico muy simpático y afectuoso, aunque desdichadamente lisiado a consecuencia de un accidente en su infancia. En dos ocasiones se sorprendió a la mujer en el momento de atacar al pobre muchacho, sin la menor provocación por parte de éste. Una de las veces le golpeó con un bastón, causándole un gran moretón en el brazo. Eso no fue nada, sin embargo, si se compara con su conducta con su propio hijo, un bebé que aún no ha cumplido el año. En cierta ocasión, hace cosa de un mes, este niño había sido dejado solo por su aya durante unos pocos minutos. Un fuerte grito del niño, como de dolor, hizo volver al aya. Cuando ésta entró corriendo en la habitación, vio a su ama, la señora de la casa, inclinada sobre el niño y, aparentemente mordiéndole en el cuello. El niño tenía en el cuello una pequeña herida por la que salía un hilillo de sangre. El aya quedó tan horrorizada que quiso llamar al marido, pero la dama le imploró que no lo hiciera, e incluso le dio cinco libras como precio de su silencio. No dio ninguna explicación, y de momento, no se habló más del asunto. Aquello dejó, sin embargo, una impresión terrible en el aya, y, desde entonces, vigiló estrechamente a su ama, y montó una guardia más cuidadosa sobre el niño, al que quería tiernamente. Le pareció que, del mismo modo que ella vigilaba a la madre, la madre la vigilaba a ella, y que, cada vez que se veía obligada a dejar solo al niño, la madre esperaba llegar hasta él. El aya guardó al niño día y noche, y día y noche la silenciosa madre vigilante parecía estar al acecho como el lobo acecha al cordero. Esto le parecerá increíble, y, sin embargo, le ruego que se lo tome con toda seriedad, porque la vida de un niño y la cordura de un hombre pueden depender de ello. Finalmente llegó el día tremendo en que los hechos no pudieron seguir siendo ocultados al marido. Los nervios del aya no resistieron; no podía seguir soportando la tensión, y se lo contó todo al hombre. A él le pareció aquello una historia tan descabellada como ahora puede parecérselo a usted. Sabía que la suya era una esposa amante, y, salvo por los ataques contra su hijastro, una madre amante. ¿Cómo, entonces, era posible que hubiera herido a su querido niño? Le dijo al aya que estaba disparatando, que sus sospechas eran las de una demente, y que no podían tolerarse semejantes infundios contra la señora. Mientras hablaban, se oyó un grito de dolor. Aya y amo se abalanzaron juntos hacia el cuarto del niño. Imagínese sus sentimientos, señor Holmes, cuando vio a su mujer levantarse de la posición de arrodillada, junto a la cuna, y vio sangre en el cuello al descubierto del niño y sobre la sábana. Profiriendo un grito de horror, volvió hacia la luz el rostro de su mujer y le vio sangre alrededor de los labios. Era ella, ella, más allá de toda duda, la que había bebido sangre del pobre niño. Así está la cosa. La mujer está ahora confinada en su habitación. No ha habido explicaciones. El marido está medio enloquecido. Él sabe, como yo, muy poco de vampirismo, aparte del nombre. Habíamos pensado que era algún cuento fantástico de tierras lejanas. Y, sin embargo, aquí, en Inglaterra, en el corazón mismo de Sussex… Bueno, todo esto podríamos discutirlo mañana por la mañana. ¿Acepta usted recibirme? ¿Querrá emplear sus notables talentos en ayudar a un hombre aturdido? Si es así, tenga la amabilidad de cablegrafiar a Ferguson, Mansión Cheeseman, Lamberley, y estaré en sus habitaciones a las diez. Sinceramente suyo, Robert Ferguson. P. S.: Creo que su amigo Watson jugaba al rugby en el equipo de Blackheath cuando yo era tres cuartos en el de Richmond. Es la única referencia de orden personal que puedo darle». —Claro que lo recuerdo —dije, dejando la carta—. El grandullón Bob Ferguson, el mejor tres cuartos que nunca tuvo Richmond. Fue siempre un tipo excelente. Es muy suyo el preocuparse por el problema de un amigo. Holmes me miró pensativamente y meneó la cabeza. —Watson, jamás lograré alcanzar sus fronteras —dijo—. Hay en usted posibilidades inexploradas. Haga el favor de enviar un cable, como un buen chico: «Estudiaré su caso con sumo gusto». —¡Su caso! —No debemos permitir que piense que esta agencia es un asilo de retrasados mentales. Claro que es su caso(se explica un poco más abajo). Envíele el cable y olvídese del asunto hasta mañana. La mañana siguiente, puntualmente a las diez, Ferguson entraba en nuestra salita. Yo le recordaba como un hombre alto y flaco, de miembros sueltos, con una veloz carrera que le había permitido burlar a muchos defensas contrarios. Creo que no hay cosa más penosa que encontrarse con los restos naufragados de un atleta que se ha conocido en su plenitud. Su fuerte estructura estaba abatida, su pelo rubio era ralo, y estaba cargado de hombros. Temí suscitar en él impresiones correlativas. —Hola, Watson —dijo; y su voz seguía siendo grave y cordial—. No tiene usted exactamente el mismo aspecto del hombre al que yo tiré por encima de las cuerdas en Old Deer Park. Supongo que yo también debo estar un tanto cambiado. Pero han sido estos últimos uno o dos días los que me han envejecido. He visto por su telegrama, señor Holmes, que es inútil que me presente como emisario de otra persona. —Es más fácil el trato directo. —Desde luego. Pero puede usted suponer lo difícil que resulta hablar así de la mujer que uno está obligado a proteger y ayudar. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo voy a acudir a la policía con semejante historia? Pero hay que proteger a los niños. ¿Es que está loca, señor Holmes? ¿Llevará esto en la sangre? ¿Ha conocido usted algún caso parecido en su carrera? Por el amor de Dios, deme algún consejo, porque ya no doy más de mí. —Es muy natural, señor Ferguson. Ahora siéntese y cálmese, y deme algunas respuestas claras. Puedo asegurarle que yo sí puedo dar muchísimo más de mí, y que confío en encontrar alguna solución. Ante todo, dígame qué pasos ha dado. ¿Sigue su mujer cerca de los niños? —Tuvimos una escena terrible. Es una mujer amantísima, señor Holmes. Si alguna vez una mujer ha amado a su marido en cuerpo y alma, ésa es ella. Le partió el corazón el que yo hubiera descubierto ese secreto, ese horrible e increíble secreto. Ni siquiera dijo nada. No dio a mis reproches otra respuesta que una expresión como enloquecida y desesperada en sus ojos al mirarme, luego se fue corriendo a su habitación y se encerró en ella. Desde entonces se ha negado a verme. Tiene una doncella llamada Dolores que ya estaba a su servicio antes de que se casara… Es una amiga más que una criada. Le lleva la comida. —Entonces, ¿el niño no está en peligro inmediato? —La señora Mason, el aya, ha jurado que no le dejará ni de día ni de noche. Puedo confiar por entero en ella. Más que por él estoy inquieto por el pobrecito Jack, porque tal como le dije en mi nota, ha sido atacado por ella dos veces. —¿Pero sin sufrir heridas? —No. Le golpeó salvajemente. Es una cosa todavía más terrible si se tiene en cuenta que es un pobre inválido inofensivo —las duras facciones de Ferguson se dulcificaron al hablar de su chico—. Uno pensaría que la condición del muchacho ablandaría el corazón de cualquiera. Una caída en la niñez y la columna vertebral deformada, señor Holmes. Pero, por dentro, el más dulce y afectuoso de los corazones. Holmes había tomado la carta del día anterior y la estaba releyendo. —¿Qué otros ocupantes tiene su casa, señor Ferguson? —Dos criados que no hace mucho que están a nuestro servicio. Un mozo de cuadras, Michael, que duerme en la casa. Mi mujer, yo mismo, mi chico Jack, el pequeño, Dolores y la señora Mason. Eso es todo. —Conjeturo que no conocía usted bien a su esposa en la época de su matrimonio. —Hacía sólo unas pocas semanas que la conocía. —¿Cuánto tiempo ha estado con ella la doncella Dolores? —Algunos años. —Entonces, ¿Dolores debe conocer mejor que usted el carácter de su mujer? —Sí, podría decirse que sí. Holmes anotó algo. —Imagino —dijo— que puedo ser más útil en Lamberley que aquí. Es eminentemente un caso de investigación personal. Si la dama permanece en su habitación, nuestra presencia no puede irritarla ni incomodarla. Naturalmente, nos alojaremos en la posada. Ferguson tuvo un gesto de alivio. —Esto es lo que yo esperaba, señor Holmes. Hay un tren excelente que sale a las dos de la estación Victoria, si puede venir. —Claro que iremos. Ahora tenemos una pausa de trabajo. Puedo concederle por completo mis esfuerzos. Naturalmente, Watson nos acompaña. Pero hay uno o dos puntos de los que quisiera estar seguro antes de partir. Esa desdichada dama, tal como lo entiendo, ha atacado, aparentemente, a ambos niños: a su propio hijo y al del primer matrimonio de usted. —Así es. —Pero estos ataques toman formas diferentes, ¿no es cierto? Golpeó a su hijastro. —Una vez con un bastón, y otra muy salvajemente con las manos. —¿No dio ninguna explicación de por qué le golpeaba? —Ninguna, salvo que le odiaba. Una y otra vez dijo esto. —Bueno, no se desconoce esto en las madrastras. Celos póstumos, por decirlo de algún modo. ¿Es celosa la dama por naturaleza? —Sí, es muy celosa… Es celosa con toda la fuerza de su vehemente amor tropical. —Pero el muchacho… Tiene quince años, creo haber entendido, y probablemente estará muy desarrollado mentalmente, puesto que su cuerpo está tan limitado en la acción. ¿No dio él ninguna explicación de esos ataques? —No. Declaró que no había ninguna razón para ellos. —¿Hicieron buenas migas en otro tiempo? —No; nunca hubo amor entre ellos. —Y, sin embargo, dice usted que es un chico muy afectuoso. —En todo el mundo no puede haber otro hijo tan ferviente. Mi vida es su vida. Está absorto en todo lo que digo y hago. Holmes anotó nuevamente algo. Permaneció un rato perdido en sus pensamientos. —Sin duda, usted y su hijo eran grandes camaradas antes de este segundo matrimonio. Estaban muy cerca el uno del otro, ¿no es cierto? —Sí, muy cierto. —Y el chico, siendo tan afectuoso de naturaleza, estaría muy apegado, sin duda, a la memoria de su madre. —Sí, mucho. —Parece ser, desde luego, un interesantísimo muchacho. Otro punto acerca de esos ataques. ¿Los extraños ataques contra el niño pequeño, y las agresiones contra su hijo, se produjeron en los mismos períodos? —En el primer caso, así fue. Fue como si se hubiera adueñado de ella una especie de frenesí, y hubiera descargado su furia contra ambos. En el segundo caso Jack fue la única víctima. La señora Mason no tenía quejas en torno al niño. —Eso, ciertamente, complica las cosas. —No acabo de seguirle, señor Holmes. —Probablemente no. Uno se forma teorías provisionales, y espera a que el tiempo o nuevos conocimientos las desbaraten. Una mala costumbre, señor Ferguson, pero el hombre es débil. Me temo que su viejo amigo, aquí presente, haya dado una visión exagerada de mis métodos científicos. Sin embargo, en el punto en que estamos, me limitaré a decir que su problema no me parece irresoluble, y que puede contar con que estaremos en la estación Victoria a las dos. Era ya entrada la tarde de un triste y brumoso día de noviembre cuando, tras dejar el equipaje en la posada Chequers, de Lamberley, viajamos en coche por un largo y serpenteante camino arcilloso de Sussex, y llegamos finalmente a la vieja casa de campo aislada en que vivía Ferguson. Era un edificio grande y complicado, muy antiguo en su parte central, muy nuevo en las alas, con altas chimeneas estilo Tudor y un techo picudo de lajas de Horsham cubiertas de liquen. Los peldaños de la entrada estaban redondeados por el desgaste, y los viejos azulejos que adornaban el pórtico tenían el emblema de un queso y un hombre, en honor al constructor original. En el interior, los techos estaban estriados por macizas vigas de roble, y los suelos irregulares se combaban en pronunciadas curvas. Un olor a cosa vieja y enmohecida invadía todo aquel vetusto edificio. Había una gran sala central, y a ella nos condujo Ferguson. Allí, en una gran chimenea anticuada cuya pantalla de hierro trasera llevaba inscrita la fecha 1670, brillaba y chisporroteaba un espléndido fuego de troncos. Mirando a mi alrededor, vi que la habitación era una singularísima mezcla de fechas y sitios. Las paredes medio artesonadas podían muy bien haber pertenecido al caballero campesino del siglo diecisiete. Estaban ornamentadas, sin embargo, en la parte inferior por una línea de acuarelas modernas elegidas con gusto, mientras que en la parte superior, donde un yeso amarillento ocupaba el lugar del roble, colgaba una hermosa colección de utensilios y armas sudamericanos, que se había traído sin duda consigo la dama peruana que estaba en el piso de arriba. Holmes se puso en pie, con esa pronta curiosidad que surgía de su impaciente cerebro, y la examinó con bastante atención. Volvió con mirada pensativa. —¡Vaya! —exclamó—. ¡Vaya! Un spaniel, que había permanecido en una cesta en un rincón, se echó a andar lentamente hacia su amo, avanzando con dificultad. Sus patas traseras se movían irregularmente, y la cola le arrastraba por el suelo. Lamió la mano de Ferguson. —¿Qué ocurre, señor Holmes? —Al perro. ¿Qué le ocurre? —Eso quisiera saber el veterinario. Una especie de parálisis. Meningitis espinal, pensó él. Pero se le va pasando. Pronto estará bien… ¿no es verdad, Carlo? Un temblor de asentimiento recorrió la cola fláccida. Los ojos tristones del animal nos miraron a todos sucesivamente. Sabía que estábamos hablando de su caso. —¿Le vino de repente? —En una sola noche. —¿Desde hace cuánto tiempo? —Puede que cuatro meses. —Muy notable. Muy sugerente. —¿Qué ve usted en ello, señor Holmes? —Una confirmación de lo que ya pensaba. —Por el amor de Dios, ¿qué piensa usted, señor Holmes? ¡Puede que para usted sea un simple ejercicio intelectual, pero para mí es la vida o la muerte! ¡Mi mujer una asesina frustrada! ¡Mi hijo en constante peligro! No juegue conmigo, señor Holmes. Esto es terriblemente serio, demasiado serio. El grandullón tres cuartos de rugby temblaba de pies a cabeza. Holmes le puso la mano en el hombro, tranquilizadoramente. —Me temo que la solución, señor Ferguson, sea cual sea, le reserva un dolor —dijo—. Se lo atenuaré todo lo que pueda. Por el momento no puedo decir más, pero espero tener algo definitivo antes de salir de esta casa. —¡Dios quiera que así sea! Si ustedes me disculpan, caballeros, subiré a la habitación de mi mujer, y veré si se ha producido algún cambio. Estuvo ausente algunos minutos, durante los cuales Holmes reanudó su examen de los objetos curiosos de la pared. Cuando nuestro anfitrión volvió, estaba claro, por su expresión abatida, que no había hecho ningún progreso. Le acompañaba una joven, alta, esbelta, de tez morena. —El té está listo, Dolores —dijo Ferguson—. Cuídese de que su ama tenga todo lo que desee. —Está muy mal —exclamó la muchacha, mirando a su amo con ojos indignados—. No pide comida. Está muy mal. Necesita un médico. Me daba miedo estar sola con ella sin un médico. Ferguson me miró con una interrogación en los ojos. —Me encantaría ser de alguna utilidad. —¿Recibirá su ama al doctor Watson? —Que venga. No se lo preguntaré. Necesita un médico. —Entonces, iré con usted de inmediato. Seguí a la muchacha, que temblaba presa de un fuerte nerviosismo, por las escaleras y por un viejo pasillo. A su extremo había una maciza puerta lacada de hierro. Se me ocurrió, al verla, que si Ferguson trataba de llegar por la fuerza junto a su mujer la cosa no le resultaría fácil. La muchacha se sacó una llave del bolsillo, y las pesadas planchas de roble crujieron sobre sus viejos goznes. Entré, y ella me siguió rápidamente, cerrando la puerta detrás de sí. En la cama había una mujer, evidentemente con mucha fiebre. Estaba consciente sólo a medias, pero cuando entré unos ojos asustados, pero hermosos, me miraron con miedo. Al ver a un extraño, pareció sentir alivio, y con un suspiro dejó caer nuevamente la cabeza sobre la almohada. Avancé hacia ella pronunciando algunas palabras que la confortaran, y permaneció quieta mientras le tomaba el pulso y la temperatura. Uno y otra estaban altos, y, sin embargo, mi impresión fue que su condición era más de excitación mental y nerviosa que no de auténtica enfermedad. —Ha estado así un día, dos días. Temo que se muera —dijo la muchacha. La mujer volvió hacia mí su hermoso rostro encendido. —¿Dónde está mi marido? —Está abajo, y le gustaría verla. —No le veré. No le veré —y pareció entrar de nuevo en el delirio—. ¡Un diablo! ¡Un diablo! ¡Oh! ¿Qué puedo hacer con ese demonio? —¿Puedo ayudarla en algo? —No. Nadie puede ayudarme. Se acabó. Todo está destruido. Haga lo que haga, todo está destruido. La mujer debía sufrir alguna extraña ilusión. Yo era incapaz de imaginarme al honrado Bob Ferguson como diablo o demonio. —Señora —dije—, su marido la quiere a usted tiernamente. Está muy apenado por lo que ocurre. De nuevo volvió hacia mí aquellos ojos magníficos. —Me quiere. Sí. Pero ¿es que yo no le quiero a él? ¿No le quiero hasta el punto de sacrificarme antes que romper su querido corazón? Así es como le quiero. Y, sin embargo, él podría pensar de mí… pudo hablarme de aquel modo… —Está muy dolorido, pero es incapaz de entender. —No, no puede entender. Pero debería confiar. —¿Por qué no habla con él? —sugerí. —No, no; no puedo olvidar aquellas palabras terribles, ni su expresión. No le veré. Ahora váyase. No puede hacer nada por mí. Dígale solamente una cosa. Quiero a mi hijo. Tengo derecho a mi hijo. Este es el único mensaje que puedo enviarle. Se volvió de cara a la pared y no dijo más. Volví a la sala de abajo donde Ferguson y Holmes seguían todavía sentados junto al fuego. Ferguson escuchó malhumorado mi narración de la entrevista. —¿Cómo puedo mandarle a su hijo? —dijo—. ¿Cómo voy a saber qué extraño impulso puede entrarle? ¿Cómo podré jamás olvidar cómo se levantó del lado de la cuna con sangre en los labios? —se estremeció al recordar—. El niño está seguro con la señora Mason, y debe seguir con ella. Una doncella de elegante uniforme, la única cosa moderna que podía verse en la casa, había traído un poco de té. Mientras lo estaba sirviendo, se abrió la puerta y un jovencito entró en la habitación. Era un muchacho que llamaba la atención: cara pálida, cabello rubio, expresivos ojos azul pálido que se encendían en súbita llama de emoción y alegría cuando su mirada se posaba en su padre. Se abalanzó hacia él y le rodeó el cuello con los brazos, con el abandono de una adolescente enamorada. —Oh, papá —gritó—, no sabía que ya estuvieras de vuelta. Habría estado aquí esperándote. ¡Oh! ¡Qué contento estoy de verte! Ferguson se liberó suavemente del abrazo, con ciertas muestras de turbación. —Querido muchacho —dijo, dando unos tiernos golpecitos en la rubia cabeza—, he vuelto pronto porque he podido convencer a mis amigos, el señor Holmes y el doctor Watson, para que vinieran a pasar la velada con nosotros. —¿Es el señor Holmes, el detective? —Sí. El jovencito nos miró de un modo penetrante y, según me pareció, poco amistoso. —¿Qué me dice de su otro hijo, señor Ferguson? —preguntó Holmes—. ¿Podríamos ver al bebé? —Pídele a la señora Mason que baje al niño —dijo Ferguson. El muchacho se marchó con un andar extraño, bamboleante, que delató a mis ojos médicos que sufría de una afección espinal. Volvió al poco rato, y, detrás suyo, venía una mujer alta y delgada que llevaba en sus brazos a un hermosísimo niño, de ojos negros y pelo rubio, una maravillosa mezcla de lo sajón y lo latino. Ferguson, evidentemente estaba loco por aquel niño, ya que lo tomó en sus brazos y lo acarició tiernamente. —Y pensar que alguien pueda tener el corazón tan duro como para hacerle daño —murmuró, bajando la mirada hacia la pequeña mancha rojo vivo del cuello del querubín. Fue en aquel momento cuando casualmente miré a Holmes, viéndole una expresión singularísimamente concentrada. Su cara estaba inmóvil, como tallada en marfil, y sus ojos, que por un momento habían mirado a padre e hijo, estaban ahora enfocados, con vehemente curiosidad, en algo que se encontraba al otro extremo de la habitación. Siguiendo su mirada, no pude suponer otra cosa sino que a través de la ventana contemplaba el melancólico jardín mojado. Cierto que había una persiana medio cerrada por la parte de fuera, obstruyendo la visión, pero, con todo, era indudablemente la ventana lo que Holmes miraba con concentrada atención. Luego sonrió, y su mirada volvió al bebé. En su cuello regordete estaba la pequeña señal hinchada. Sin decir nada, Holmes la examinó atentamente. Finalmente, tomó y agitó levemente uno de los pequeños puños que revoloteaban ante su cara. —Adiós, hombrecito. Has tenido un extraño comienzo en la vida. Aya, quisiera tener unas palabras con usted en privado. Se la llevó aparte y le habló vehemente durante algunos minutos. Sólo pude oír las últimas palabras, que fueron: «Espero que su inquietud no tarde en quedar apaciguada». La mujer, que parecía ser una criatura de la especie huraña y silenciosa, se retiró con el niño. —¿Cómo es la señora Mason? —preguntó Holmes. —No muy convincente externamente, como puede ver, pero tiene un corazón de oro, y quiere muchísimo al niño. —¿Te gusta la señora Mason, Jack? —Holmes se volvió repentinamente hacia el muchacho, cuya expresiva cara se ensombreció. Negó con la cabeza. —Jacky tiene agrados y desagrados muy acentuados —dijo Ferguson, rodeando con el brazo los hombros del muchacho—. Afortunadamente, yo estoy entre sus agrados. El chico apoyó arrulladoramente la cabeza en el pecho de su padre. Ferguson lo separó suavemente. —Vete ya, Jacky, pequeño —dijo; y contempló a su hijo con mirada amorosa hasta que hubo desaparecido—. Ahora, señor Holmes —prosiguió, cuando el chico se hubo ido—, realmente me doy cuenta de que le he metido en un problema sin solución, porque ¿qué puede hacer aparte de concederme su simpatía? Debe ser un asunto extremadamente delicado y complejo desde su punto de vista. —Es ciertamente delicado —dijo mi amigo, con una sonrisa divertida—, pero ahora no se me representa complejo. Ha sido un caso propio para la deducción intelectual; pero cuando esta deducción intelectual original se ve confirmada punto por punto por numerosos incidentes independientes, entonces lo subjetivo se hace objetivo, y podemos decir confiadamente que hemos llegado a la meta. De hecho, ya había llegado a ella antes de salir de Baker Street; el resto ha sido meramente observación y confirmación. Ferguson se llevó su manaza a la arrugada frente. —Por el amor del cielo, Holmes —dijo, roncamente—, si es usted capaz de ver la verdad de este asunto, no me mantenga en la inquietud. ¿En qué posición me encuentro? ¿Qué debo hacer? No me importa cómo haya llegado usted a establecer los hechos, mientras realmente los conozca. —Desde luego, le debo una explicación, y la tendrá. Pero ¿me permite llevar las cosas a mi manera? ¿Puede recibirnos la dama, Watson? —Está enferma, pero goza de toda su razón. —Muy bien. Sólo en su presencia podremos aclararlo todo. Subamos a verla. —No me recibirá —exclamó Ferguson. —Oh, sí, lo hará —dijo Holmes. Garrapateó unas pocas líneas en un papel —. Usted, al menos, tiene la entrée(fr. entrada), Watson. ¿Tendrá la bondad de entregarle esta nota a la dama? Subí nuevamente, y entregué la nota a Dolores, que abrió la puerta cautamente. Al cabo de un minuto oí un grito en el interior, un grito en el que parecían mezclarse la alegría y la sorpresa, Dolores sacó la cabeza por la puerta. —Les recibirá y les escuchará —dijo. Ferguson y Holmes subieron a mi llamada. Cuando entramos en la habitación, Ferguson dio uno o dos pasos hacia su mujer, que se había incorporado en la cama; pero ella hizo con la mano ademán de detenerle. Ferguson se dejó caer en un sillón, y Holmes y yo nos sentamos a su lado, después de una inclinación de cabeza a la dama, que miró a Holmes con los ojos dilatados por el asombro. —Creo que podríamos prescindir de Dolores —dijo Holmes—. Oh, muy bien, señora, si prefiere que se quede, no tengo nada que objetar. Mire, señor Ferguson, soy un hombre ocupado, con muchas visitas, y mis métodos tienen que ser breves y directos. La operación quirúrgica más rápida es la menos dolorosa. Permítame que antes que nada le diga algo que tranquilizará su espíritu. Su mujer es muy buena, muy amante, y ha sido tratada muy mal. Ferguson se puso en pie con un grito de alegría. —Demuéstreme esto, señor Holmes, y estaré en deuda con usted para siempre. —Lo haré, pero al hacerlo le heriré profundamente en otra dirección. —No me importa, si libera de culpa a mi mujer. Todo lo demás que hay en el mundo no es nada comparado con eso. —Permítame contarle pues, el curso de los razonamientos que pasaron por mi mente en Baker Street. La idea de un vampiro me resultaba absurda. Y, sin embargo, su observación era precisa. Usted había visto a la dama levantarse de junto a la cuna del niño con sangre en los labios. —Cierto. —¿No se le ocurrió que puede chuparse una herida con propósitos distintos al de extraer sangre? ¿Acaso no hubo una reina en la historia de Inglaterra que chupó una herida para sacar de ella el veneno? —¡Veneno! —Cosa corriente en Sudamérica. Mi instinto percibió la presencia de esas armas de la pared antes de haberlas visto. Hubiera podido tratarse de otro veneno, pero eso fue lo que se me ocurrió. Cuando vi el pequeño carcaj vacío junto al pequeño arco de cazar pájaros, eso era exactamente lo que esperaba ver. Si el niño resultaba pinchado con una de esas flechas impregnadas en curare(veneno amazónico usado para la caza) o en cualquier otro alcaloide diabólico, moriría a menos que se chupara el veneno de la herida. ¡Y el perro! Si alguien fuera a usar un veneno como ése, ¿no lo probaría primero para comprobar que no había perdido sus virtudes? No había previsto al perro, pero al menos lo entendí, y encajó en mi reconstrucción. ¿Entiende ahora? Su mujer temía un ataque de esa clase. Vio que se producía, y salvó la vida del niño; y, sin embargo, no quiso contarle a usted la verdad, porque sabía cuánto quería usted al muchacho, y temió romperle el corazón. —¡Jacky! —Le estuve observando hace unos momentos, cuando usted acariciaba al pequeño. Su cara se reflejaba claramente en la ventana, porque la persiana cerrada convertía al cristal en espejo. Vi en esa cara tantos celos, tanto odio cruel, como raras veces he visto en un rostro humano. —¡Mi Jacky! —Tiene usted que afrontarlo, señor Ferguson. Es todavía más penoso por cuanto que ha sido un amor deformado, un amor demencialmente exagerado hacia usted, y probablemente hacia su difunta madre, el que le ha inducido a actuar. Su alma entera está consumida por el odio a esa espléndida criatura, cuya salud y belleza contrastan con su propia deficiencia. —¡Santo Dios! ¡Es increíble! —¿He dicho la verdad, señora? La mujer sollozaba, con la cara hundida entre las almohadas. En aquel momento se volvió hacia su marido. —¿Cómo podía decírtelo, Bob? Sabía qué golpe sería para ti. Era mejor que esperara, y que lo supieras por otros labios que los míos. Cuando este caballero, que parece poseer poderes mágicos, me escribió que lo sabía todo, me sentí extremadamente feliz. —Creo que mi receta para el señorito Jacky sería un año de viaje por mar —dijo Holmes, poniéndose en pie—. Sólo me queda una cosa oscura, señora. Podemos entender perfectamente sus ataques contra Jacky. La paciencia de una madre tiene un límite. Pero ¿cómo se atrevió a dejar solo al niño estos últimos dos días? —Se lo había contado a la señora Mason. Ella lo sabía. —Exacto. Eso pensé. Ferguson estaba junto a la cama, conteniendo los sollozos, con las manos tendidas, tembloroso. —Creo, Watson, que es el momento de marchamos —dijo Holmes, en un susurro—. Si coge usted de un brazo a la excesivamente fiel Dolores, yo la cogeré del otro. Eso. Ahora —añadió, cerrando la puerta detrás de sí—, creo que podemos dejar que arreglen entre ellos lo que queda pendiente. Sólo tengo una anotación más sobre este caso. Se trata de la carta que escribió Holmes como respuesta final a aquella con que empezaba este relato. Decía así: «Baker Street, 21 de noviembre. Asunto: Vampiros. Señor: en respuesta a su carta del 19, me permito comunicarle que he estudiado el caso de su cliente, el señor Robert Ferguson, de Ferguson & Muirhead, mayoristas de té, de Mincing Lane, y que el asunto ha sido llevado a una satisfactoria conclusión. Agradeciéndole su recomendación. Atentamente suyo, Sherlock Holmes.» - 5 - La aventura de los tres Garridebs Pudo haber terminado en comedia, o pudo haber terminado en tragedia. Le costó a un hombre la pérdida de la razón; a mí, una hemorragia, y a otro hombre más, la correspondiente pena legal. Pero, con todo eso, no cabe duda de que el caso encerró un elemento de comedia, como ustedes van a juzgar por sí mismos. Recuerdo muy bien la fecha, porque fue en el mismo mes en que Holmes rehusó un título de nobleza por servicios que quizá puedan describirse algún día. Sólo de paso lo menciono, porque en mi situación de socio y confidente me veo obligado a ser sumamente cauto para evitar cualquier indiscreción. Repito, sin embargo, que esto me permite fijar la fecha, que fue durante la segunda quincena del mes de junio de 1902, muy poco después de la terminación de la guerra en Sudáfrica. Holmes había permanecido varios días en la cama, como acostumbra a hacerlo de tanto en tanto; pero aquella mañana se me presentó con un largo documento escrito en papel de folio y con una expresión divertida en sus severos ojos grises. —Amigo Watson —me dijo—, aquí hay para usted una probabilidad de ganar algún dinero. ¿Ha oído usted alguna vez el apellido Garrideb? Confesé que jamás lo había oído. —Bien, si consigue atrapar a un Garrideb, ganará dinero con ello. —¿Por qué? —Bueno, eso es largo de contar, y también bastante fantástico. No creo que en todas las exploraciones que llevamos realizando en el complejo humano nos hayamos encontrado jamás con una cosa más curiosa. Como el interesado va a venir muy pronto para ser sometido a un interrogatorio, no quiero abordar el asunto hasta que se encuentre aquí presente. Pero entretanto, lo que nos hace falta es el nombre. La guía del teléfono estaba encima de la mesa junto a mí y abrí sus páginas para realizar en ellas una búsqueda que parecía bastante infructuosa. Pero, con gran asombro mío, encontré ese apellido en el lugar correspondiente, y dejé escapar una exclamación de triunfo: —¡Aquí lo tiene, Holmes! ¡Aquí está! Holmes recibió el volumen de mi mano y leyó: —«Garrideb N., número ciento treinta y seis, Little Ryder Street W». —Siento mucho desilusionarlo, querido Watson pero este personaje es el mismo individuo en cuestión y aquí está su dirección en su carta. Nos hace falta otro para emparejarlo con él. En ese momento llegó la señora Hudson con una tarjeta en la bandeja. La tomé y la examiné. —¡Aquí lo tenemos! —exclamé, atónito—. La inicial del nombre es muy distinta: John Garrideb, consejero legal, Moorville, Kansas, EE. UU. Holmes sonrió al examinar la tarjeta y dijo: —Me temo, Watson que no tenga más remedio que realizar otro esfuerzo. Este caballero está metido ya en el caso, aunque no lo esperaba esta mañana. Sin embargo, se halla en condiciones de decirnos bastantes cosas que yo deseo saber. Un momento después entraba el susodicho en la habitación. John Garrideb, consejero legal, era un hombre pequeño y fornido, de cara redonda, fresca y completamente afeitada, tan característica de muchos hombres norteamericanos de negocios. La impresión general que producía era la de un hombre rechoncho y bastante infantil, de un joven con cara adornada por una ancha y constante sonrisa. Sus ojos, sin embargo, atraían la atención. Rara vez he visto en una cabeza humana unos ojos que proclamasen una vida interior más intensa que aquella. ¡Así eran de vivos, despiertos y ágiles para exteriorizar todos los cambios de pensamiento! Hablaba con acento norteamericano, pero sin ninguna excentricidad en la manera de expresarse. —¿Es el señor Holmes? —preguntó, mirando primero a uno y luego a otro —. ¡Ah, ya entiendo! Yo diría que sus retratos no son demasiado distintos a la realidad. Creo que ha recibido una carta de otra persona que lleva mi mismo apellido, el señor Natham Garrideb. ¿Es así? —Siéntese, por favor —dijo Sherlock Holmes—. Creo que tenemos mucho de qué hablar. Tomó las hojas de papel de oficio. —Usted es, sin duda, el señor John Garrideb, del que se habla en este documento. Pero lleva ya algún tiempo en Inglaterra, ¿no es cierto? —¿Por qué lo dice, señor Holmes? Creí leer en aquellos ojos expresivos una súbita sospecha. —Porque todo su equipo es inglés. El señor Garrideb dejó oír una risa forzada. —Señor Holmes, estoy enterado ya de sus artimañas, pero nunca pensé que yo mismo sería el sujeto con quien las ejercitase. ¿De dónde saca lo que ha dicho? —Por el corte de la hombrera de su chaqueta, por la puntera de sus botas… ¿Hay alguien que pueda tener la menor duda? —Bien, bien; no me imaginaba que mi britanismo saltase de esa manera a la vista. Lo cierto es que los negocios me trajeron a este lado del mar hará algún tiempo, y por eso mi vestimenta es, como usted dice, casi por completo londinense. Pero me imagino que su tiempo vale mucho, y que no nos hemos reunido para hablar del modelo de mis calcetines. ¿Qué le parece si dedicamos nuestra atención a ese documento que tiene usted en la mano? No sé por qué, pero la verdad era que Holmes había hecho erizar a nuestro visitante, cuya cara regordeta se había revestido de una expresión mucho menos simpática. —¡Paciencia, señor Garrideb, paciencia! —dijo mi amigo en tono tranquilizador—. El doctor Watson podría decirle que estas pequeñas digresiones mías suelen a veces tener alguna influencia sobre los asuntos, como se demuestra al final. Pero ¿por qué razón no vino con usted el señor Natham Garrideb? —¿Y por qué razón tuvo él que involucrarlo en este asunto, digo yo? — preguntó nuestro visitante, con un súbito arrebato de ira—. ¿Qué tenía que ver en ello? Nos encontramos con un asunto puramente profesional entre dos caballeros, y uno de ellos se siente obligado a dar intervención a un detective. Esta mañana hablé con ese señor, y entonces él me expuso esta fea jugarreta que me ha hecho, y por esa razón he venido. Pero, a pesar de todo, la cosa me molesta bastante. —La medida no significa nada en su contra, señor Garrideb. Fue inspirada simplemente por el interés que él tiene en alcanzar la finalidad que persigue; finalidad que, según tengo entendido, es de la misma vital importancia para ambos. Él sabía que yo dispongo de medios para conseguir informes y, por consiguiente, era muy natural que recurriese a mí. La expresión irritada de nuestro visitante fue desapareciendo gradualmente, y dijo: —De acuerdo; visto así, ya resulta distinto. Cuando esta mañana fui a visitarlo y me dijo que había puesto el asunto en manos de un detective, me limité a pedirle su dirección y vine hasta aquí directamente. Yo no quiero que la policía se meta en un asunto de carácter privado. Pero si usted está dispuesto a ayudarnos a encontrar a nuestro hombre, ningún daño puede haber en ello. —Entonces bien; así es como está planteado el asunto —dijo Holmes—. Y ahora, ya que se encuentra aquí, lo mejor será que escuchemos de sus propios labios un relato claro. Mi amigo aquí presente desconoce los detalles. El señor Garrideb me examinó con mirada no demasiado amistosa. —¿Hace falta que los conozca? —preguntó. —Por lo general, él y yo trabajamos juntos. —Bien, de todos modos no existe razón para que se mantenga en secreto. Le relataré a usted los hechos con toda la brevedad que me sea posible. Si usted procediese de Kansas no necesitaría explicarle quién era Alexander Hamilton Garrideb. Se hizo rico negociando en fincas y más tarde en la bolsa del trigo de Chicago, pero luego gastó su dinero comprando tantas tierras como las que abarca uno de los condados de Inglaterra. Esas tierras se hallan situadas a lo largo del río Arkansas, al oeste de Fort Dodge. Se trata de tierras de pastoreo, maderera, cultivable y de minerales, y de toda otra clase de tierra que brinde dólares al hombre que la posea. »No tenía conocidos ni parientes… o, si los tenía, nunca había oído hablar de ellos. Pero adquirió una especie de orgullo por la rareza de su apellido. Eso fue los que nos juntó. Yo estaba trabajando como abogado en Topeka, y un día tuve una visita del anciano, se encontraba muerto de risa por encontrar otro hombre con su mismo apellido. Era su nueva afición favorita, y estaba completamente dispuesto a averiguar si habían más Garridebs en el mundo. “¡Encuéntrame otro!” dijo. Le contesté que era un hombre ocupado y no podía gastar mi vida paseando por el mundo en busca de Garridebs. “Nada menos”, dijo él, “eso es justo lo que hará si las cosas salen tan bien como las planeé”. Pensé que estaba bromeando, pero había mucho significado en sus palabras, como estaba pronto a descubrir, ya que murió un año después de decir esto, y dejó un testamento tras de él. Era un extraño testamento que había sido archivado en el estado de Kansas. Sus propiedades fueron divididas en tres partes y tuve que aceptar la condición de encontrar dos Garridebs quienes deberían compartir conmigo el resto de la herencia. Eran cinco millones de dólares para cada uno, pero no podíamos poner un dedo sobre el dinero hasta que estuviéramos los tres. »Era una gran oportunidad para que ejercitara mi práctica legal y me puse en camino en busca de los Garridebs. No hay ninguno en los Estados Unidos. Busqué por él, señor, con gran esmero pero nunca pude encontrar un Garrideb. Entonces probé en Inglaterra. Indudablemente debían haber suficientes nombres en el directorio telefónico de Londres. Fui tras él hace dos días y le expliqué todo el asunto. Pero era un hombre solitario, como yo, con algunas familiares mujeres, pero ninguno varón. El testamento hablaba de tres hombres adultos. Así que verá que hay una vacante, y si pudiera ayudarnos a llenarla estaríamos dispuestos a pagarle por sus costos. —Bien, Watson —dijo Holmes con una sonrisa—. ¿Dije que era algo caprichoso, no es cierto? Debería pensar, señor, que lo más obvio que debería hacer es poner anuncios en los periódicos. —Lo he hecho, Sr. Holmes. Ninguna respuesta. —¡Mi estimado señor! Bueno, estamos ciertamente ante un pequeño y curioso problema. Consultaré mi agenda. Por cierto, es curioso que haya venido de Topeka. Yo solía tener un corresponsal… ahora está muerto… el viejo Dr. Lysander Starr, quien fue Mayor en 1890. —¡El buen Dr. Starr! —dijo nuestro visitante—. Su nombre aún es honrado. Bien, señor Holmes, debo suponer que todo lo que podemos hacer es esperar a que nos informe y nos haga saber cómo progresan sus investigaciones. Cuento con usted para oír novedades en un día o dos —con esta seguridad nuestro americano se inclinó de modo respetuoso y se marchó. Holmes tenía encendida su pipa, y se sentó durante un tiempo con una sonrisa curiosa sobre su cara. —¿Bien? —pregunté al fin. —Me estoy preguntando, Watson… ¡Sólo preguntando! —¿El qué? Holmes tomó la pipa de sus labios. —Me estaba preguntando, Watson, qué cosa sobre la tierra puede ser el objetivo de este hombre para decirnos tal maraña de mentiras. Estuve cerca de preguntarle…, porque hay veces en que un directo ataque frontal es la mejor acción…, pero juzgué que sería mejor dejarle pensar que nos había engañado. Tenemos a un hombre con un traje inglés raído en los codos y pantalones abultados en la rodilla, con una vestimenta añeja, y por este documento y por su propio aspecto se trata de un americano provinciano que posteriormente desembarcó en Londres. No puso ningún anuncio en los periódicos. Usted sabe que no me pierdo nada en esa sección. Nunca hubiera pasado por alto un anuncio como ése. Nunca conocí un Dr. Lysander Starr, de Topeka. Por dondequiera que lo tanteé, me resultó falso. Creo que el individuo es, en efecto, norteamericano. Pero sus años de residencia en Londres han limado su acento característico. ¿Qué juego se trae, entonces, y qué móvil se esconde detrás de esta absurda búsqueda de los Garrideb? La cosa merece que le dediquemos nuestra atención porque, aceptando que ese individuo es un sinvergüenza, no cabe duda de que es un sinvergüenza complejo e ingenioso. Vamos ahora a poner en claro si el otro corresponsal nuestro es también fraudulento. Hágame el favor de llamarlo por teléfono, Watson. Así lo hice, y desde el otro extremo de la línea me contestó una voz débil y temblorosa: —Sí, sí, yo soy el señor Natham Garrideb. ¿Hablo con el señor Holmes? Me agradaría mucho cambiar unas palabras con el señor Holmes. Mi amigo tomó al aparato y yo escuché el diálogo, entrecortado, como es natural. —Sí, ha estado aquí. Tengo entendido que usted no lo conoce. ¿Desde cuándo…? ¡Sólo dos días…! Sí, sí, desde luego, la perspectiva es por demás atrayente. ¿Estará en casa esta noche? Y el otro Garrideb, ¿estará también? Perfectamente, iremos, porque me agradaría charlar con usted sin que él se hallase presente… El doctor Watson me acompañará. Me parece comprender por su carta que usted sale muy poco de casa. Bien, llegaremos a eso de las seis. No es necesario que le diga nada al abogado norteamericano. Perfectamente. Adiós. Era la hora del crepúsculo, y hasta Little Ryder, una de las calles más pequeñas que arrancan de Edgware Road, a menos de un tiro de piedra del antiguo Tyburn Tree, de ominoso recuerdo, parecía dorada y maravillosa al recibir de soslayo los rayos del sol poniente. La casa misma a donde nosotros nos dirigimos era un edificio amplio, antiguo, de estilo de la primera época georgiana, con una fachada lisa de ladrillo, cortada únicamente por dos miradores profundos, situados en la planta baja. Nuestro cliente vivía en esta planta baja y aquellas ventanas resultaron ser la parte delantera de una habitación espaciosa en la que se pasaba las horas en que no estaba acostado. Holmes me señalaba, conforme pasábamos, las pequeñas placas de bronce las cuales llevaban curiosos nombres. —Desaparecieron hace algunos años, Watson —remarcó, indicando su descolorida superficie—. Este es su nombre real, de todos modos, y eso es algo para tener en cuenta. La casa tenía una escalera común, y allí había numerosos nombres escritos en el portal, algunos indicando despachos y otros residencias privadas. No se trataba de una colección de aposentos residenciales, sino más bien la morada de un soltero bohemio. Nuestro cliente nos abrió la puerta por sí mismo y se disculpó diciendo que la encargada se había ido a las cuatro en punto. El señor Nathan Garrideb era una persona muy alta, inarticulada y de espalda redonda, delgada y calva, de sesenta y pico años de edad. Tenía una tez cadavérica, con una deslucida piel mortecina correspondiente a un hombre a quien el ejercicio le era desconocido. Unos grandes y redondeados anteojos y una pequeña barba saliente combinados con su encorvada actitud le daban una expresión de miope curiosidad. El efecto general, sin embargo, era amigable, aunque excéntrico. La sala era tan curiosa como su ocupante. Parecía un pequeño museo. Tanto a lo ancho como a lo largo, estaba llena de armarios y gabinetes, atestados con especímenes geológicos y anatómicos. Estuches de mariposas y polillas flanqueaban cada lado de la entrada. Una gran mesa en el centro estaba ensuciada con toda clase de desechos, mientras que el alto tubo de metal de un poderoso microscopio se erizaba entre ellos. Mientras ojeaba alrededor me sorprendí en la universalidad de los intereses del hombre. Aquí había un estuche de monedas antiguas. Allí, un gabinete de instrumentos de la edad de piedra. Detrás de la mesa central, un gran armario de huesos fósiles. Por encima, una línea de cráneos de yeso con nombres tales como «Neardenthal», «Heidelberg», «Cro-Magnon» impresos bajo ellos. Era claro que era un estudiante de variadas materias. Mientras permanecía frente de nosotros, tenía en la mano derecha un trozo de piel de gamuza, con la que estaba abrillantando una moneda. —De Siracusa…, perteneciente al mejor período —nos explicó exhibiéndola—. Más adelante degeneraron muchísimo. En el mejor de los casos las considero magníficas aunque algunos prefieran las producciones de la escuela de Alejandría. Señor Holmes, ahí encontrará una silla. Permítanme que quite antes estos huesos, Y usted, señor…, ya caigo, doctor Watson, tenga la bondad de apartar a un lado el jarrón japonés. Aquí me ven ustedes en medio de las pequeñas aficiones de mi vida. Mi médico me sermonea porque no salgo jamás; pero ¿para qué necesito salir teniendo como tengo aquí tantas cosas que me atraen? Les aseguro que sólo para catalogar debidamente el contenido de una de esas vitrinas necesitaría mis buenos tres meses. Holmes miró en torno suyo con curiosidad, y preguntó: —Pero ¿me va a decir que no sale de aquí nunca? —De cuando en cuando me hago llevar en coche hasta la casa de Sotheby o al establecimiento de Christie. Fuera de eso, rara vez abandono mi habitación. No soy demasiado fuerte, y mis investigaciones absorben mi atención por completo. Sin embargo, señor Holmes, ya puede imaginarse qué sorpresa terrible (agradable, pero terrible) fue para mí oír hablar de esa buena suerte incomparable. Sólo falta otro Garrideb para completar el asunto, y con toda seguridad que conseguiremos encontrarlo. Yo tenía un hermano, pero murió, y las mujeres están descalificadas en este caso. Pero con seguridad que tiene que haber otros con ese apellido en el mundo. Yo había oído hablar de que usted se hacía cargo de casos extraordinarios, y por esa razón me dirigí a usted. Desde luego este caballero norteamericano me parece hombre serio y debí haberlo consultado con él antes, pero mi intención fue obrar de la mejor manera posible. —Creo que usted obró muy sabiamente —le dijo Holmes—. Pero ¿de verdad que siente verdaderos deseos de ser propietario de tierras en Norteamérica? —De ninguna manera, señor. Nada sería capaz de inducirme a abandonar mi colección, señor. Pero este caballero me ha dado la seguridad de que si dejamos sentados nuestros derechos, me comprará mi parte. Se habló de la suma de cinco millones de dólares. En este momento se ofrecen en el mercado una media docena de ejemplares que llenarían lagunas que hay en mi colección y que yo no puedo comprar porque me faltan algunos centenares de libras esterlinas. »¡Piense en todo lo que yo podría realizar con cinco millones de dólares! Tengo ya el núcleo necesario para formar una colección nacional. Seré conocido como el Hans Sloane de mi época. Le brillaban los ojos tras los cristales de sus anchas gafas. Era evidente que Natham Garrideb no escatimaría esfuerzos para descubrir a otro hombre que llevase el mismo apellido. —Vine con el exclusivo objeto de conocerlo, y no hay razón que justifique que interrumpa sus estudios —dijo Holmes—. Prefiero siempre establecer contacto personal con las personas para quienes trabajo. Son muy pocas las preguntas que aún me quedan por hacerle, ya que llevo en el bolsillo el clarísimo relato que usted me envió, y he llenado los huecos que en él había, aprovechando la visita de ese caballero norteamericano. He creído entender que usted ignoraba su existencia hasta esta misma semana. —Así es, en efecto. Vino a visitarme el martes pasado. —¿Le ha hablado de la entrevista que hoy sostuvimos? —Sí; vino derecho desde su casa. Antes se había irritado mucho. —¿Qué razón tuvo para ello? —Pareció creer que era poner en tela de juicio su respetabilidad. Pero cuando regresó venía muy alegre. —¿Le indicó alguna norma de acción? —No, señor; en absoluto. —¿Recibió o le ha pedido alguna suma de dinero? —¡Jamás, señor! —¿Usted no cree que él anda detrás de alguna cosa? —No, señor; salvo lo que él me ha expuesto. —¿Le anunció que nos habíamos dado cita por teléfono? —Sí, señor; se lo dije. Holmes se quedó meditando. Yo veía que estaba intrigado. —¿Hay en su colección algunos ejemplares de gran valor? —No, señor. No soy rico. Es una colección buena, pero no de precio extraordinario. —¿Y usted no tiene miedo a los ladrones de casas? —No. —¿Qué tiempo lleva ocupando estas habitaciones? —Cerca de cinco años. El interrogatorio de Holmes se vio interrumpido por una vigorosa llamada en la puerta. No bien nuestro cliente abrió el pestillo, entró en el cuarto, presa de gran excitación, el abogado norteamericano. —¡Ya lo tenemos! —exclamó, agitando por encima de la cabeza un periódico—. Me pareció que llegaría a tiempo. ¡Mil felicitaciones, señor Natham Garrideb! ¡Ya es rico, señor! Nuestro asunto ha terminado con toda felicidad, y todo está en regla. En cuanto a usted, señor Holmes, sólo podemos decirle que lamentamos haberlo molestado inútilmente. Entregó el periódico a nuestro cliente, que se quedó de una pieza, mirando con ojos de asombro un anuncio que estaba marcado. Holmes y yo nos inclinamos hacia adelante y leímos por encima de su hombro. He aquí lo que decía: «HOWARD GARRIDEB CONSTRUCTOR DE MAQUINARIA AGRÍCOLA Agavilladoras, cosechadoras, arados a vapor y manuales, sembradoras mecánicas, rastrillos, carruajes de granjero, carruajes de cuatro puertas y toda clase de accesorios. Presupuestos para pozos artesianos. Dirigirse a Grosvenor Buildings, Aston». —¡Magnífico! —exclamó, casi sin aliento, nuestro huésped—. Ya tenemos nuestro tercer hombre. —Inicié investigaciones en Birmingham —dijo el norteamericano—, y el agente que tengo allí me ha enviado este anuncio que apareció en un diario de la localidad. Tenemos que darnos prisa y acabar el asunto. He escrito a este señor anunciándole que mañana, a las cuatro de la tarde, irá a visitarlo a su oficina. —¿Quiere que sea yo quien vaya visitarlo? —¿Qué le parece, señor Holmes? ¿No cree que sería lo más acertado? Me presento yo, por ejemplo, que soy un norteamericano que anda por el mundo, y cuento una historia maravillosa. ¿Por qué habría de confiar en mí? Usted, en cambio, es un inglés que puede ofrecer sólidas referencias, y él no tendrá más remedio que tomar en consideración lo que le cuente. Yo no tendría inconveniente en ir con usted, si así lo desea; pero da la coincidencia de que mañana es un día en que he de andar ocupadísimo, y siempre estaría a tiempo de visitarlo otro día, si usted encontrara alguna dificultad. —La verdad es que no he hecho un viaje así desde hace muchos años. —Es una cosa de nada, señor Garrideb. Yo he calculado ya su horario. Usted sale de aquí a las doce, para llegar poco después de las dos. Puede regresar a la noche. No tiene que hacer otra cosa que entrevistarse con ese hombre, explicarle el asunto y conseguir una fe de vida oficial de su existencia. ¡Por Dios… —agregó acaloradamente—, que si tiene en cuenta que yo he venido desde el centro de los Estados Unidos, no supone gran cosa que se desplace un par de cientos de kilómetros para dar fin a este asunto! —Muy exacto —dijo Holmes—. Creo que lo que este caballero dice es muy cierto. El señor Natham Garrideb se encogió de hombros con expresión de desconsuelo, y contestó: —Bien, si usted insiste no tendré más remedio que ir. Desde luego que parece duro que yo le niegue nada, teniendo en cuenta las magníficas esperanzas que usted ha aportado a mi vida. —Asunto concluido, entonces —dijo Holmes—, y no deje de informarme del resultado lo antes que pueda. —De eso me cuidaré yo —dijo el norteamericano. Luego agregó, mirando su reloj—: Bueno, tengo que retirarme. Mañana vendré a visitarlo, señor Natham, y estaré a su lado hasta verlo en camino hacia Birmingham. ¿Viene en mi misma dirección, señor Holmes? Entonces, adiós, y quizá tengamos buenas noticias que comunicarle mañana por la noche. Noté que la cara de mi amigo se aclaró cuando el americano dejó la habitación, y la mirada de pensamientos confusos habían desaparecido. —Desearía poder observar su colección, señor Garrideb —dijo—. En mi profesión todos los conocimientos curiosos son útiles, y esta habitación suya es un almacén de ellos. Nuestro cliente centelleó con placer y sus ojos brillaron desde detrás de sus grandes anteojos. —Siempre he oído, señor, que usted es un hombre muy inteligente —dijo —. Le ofrezco hacer una visita ahora mismo si tuviese el tiempo. —Desafortunadamente, yo no lo tengo. Pero estos especímenes están tan bien etiquetados y clasificados que escasamente necesitaría su explicación personal. ¿Tendría alguna objeción para que realizase una visita mañana si tengo tiempo? —No, para nada. Es realmente bienvenido. Este lugar estará, por supuesto, cerrado, pero la señora Saunders estará en el sótano hasta las cuatro en punto y le dejará aquí con su llave. —Bien, espero estar libre mañana por la tarde. Si le pudiera decir una palabra a la señora Saunders estaría todo en orden. ¿Por cierto, quién es su agente inmobiliario? Nuestro cliente se asombró por esta repentina pregunta. —Holloway y Steele, en Edgware Road. ¿Pero por qué? —Tengo un poco de arqueólogo cuando voy a las casas —dijo Holmes, riendo—. Me estaba preguntando si esta era de la época de la Reina Anna o georgiana. —Georgiana, sin ninguna duda. —Ciertamente. Había pensado que era anterior. De cualquier modo, es fácilmente verificable. Bien, adiós, señor Garrideb, y que tenga todos los éxitos en su viaje a Birmingham. El agente inmobiliario estaba cerrado, pero nos enteramos que iba estar cerrado todo el día, así que regresamos a Baker Street. No fue hasta después de la cena que Holmes volvió al asunto. —Nuestro pequeño problema se acerca al final —dijo—. No hay duda de que ha delineado la solución en su propia mente. —No comprendo ni una palabra de todo esto. —La cabeza está seguro suficientemente despejada y la cola la veremos mañana. ¿No ha notado nada curioso acerca del anuncio? —Vi que la palabra «arado» estaba mal escrita. —¿Oh, ha notado eso, no es cierto? Venga, Watson, mejora con el tiempo. Sí, era un mal inglés pero un buen americano. El impresor lo ha puesto como lo recibió. Fíjese en la palabra carruaje. Eso también es americano. Y los pozos artesianos son más comunes para ellos que para nosotros. Era un típico aviso americano, pero pretendiendo ser de una firma inglesa. ¿Qué piensa de ello? —Sólo puedo suponer que este abogado americano lo puso por sí mismo. Cuál fue su objetivo no lo puedo entender. —Pues bien, hay dos explicaciones alternativas. De todos modos, él quería enviar a este viejo fósil a Birmingham. Eso está muy claro. Le debería haber dicho que iba a ir a una búsqueda sin sentido, pero reconsiderándolo, parecía mejor despejar la escena dejándole ir. Mañana, Watson… el mañana hablará por sí mismo. Holmes se retiró y se levantó muy temprano. Cuando regresó a la hora del desayuno noté que su cara estaba muy seria. —Este es un asunto más grave de lo que esperaba, Watson —dijo—. Es justo que se lo diga, aunque sé que será solamente una razón adicional para que corra de cabeza hacia el peligro. Es todo lo que debe saber, Watson, por ahora. Pero hay peligro, y debería saberlo. —Bueno, Holmes, pero no es el primero que hemos corrido juntos. Y espero que tampoco será el último. ¿Cuál es el peligro particular en esta ocasión? —Nos encontramos ante un caso muy difícil de desentrañar. He logrado identificar al señor John Garrideb, consejero legal. No es otro que Evans el asesino, de fama siniestra y criminal. —Con eso me quedo como estaba. —Claro. ¡Como que no entra dentro de los deberes de su profesión llevar en su memoria un calendario portátil de la cárcel de Newgate! Fui a entrevistarme en el Yard con mi amigo Lestrade. Quizás anden allí, en ocasiones, algo escasos de intuición imaginativa, pero van por delante del mundo en cuanto a trabajar a conciencia y con método. Se me ocurrió que quizá sus archivos nos pusiesen sobre la pista de nuestro amigo norteamericano. Y, ¡cómo no!, descubrí su cara regordeta en la galería de retratos de maleantes, con una inscripción debajo, que decía: «James Winter, alias Morecroft, alias Evans el asesino». —Holmes sacó un sobre del bolsillo y dijo—: Tomé algunas notas de su expediente. Tiene cuarenta y cuatro años. Nació en Chicago. Consta que mató a tiros a tres hombres en los Estados Unidos. Se salvó de ir a presidio porque mediaron influencias políticas. Vino a Londres en el año 1893. Por cuestiones de juego hirió de bala a un hombre en un club nocturno de Waterloo Road, en el año 1895. El agredido murió, pero había sido el provocador de la riña. El muerto resultó ser Roger Prescott, famoso falsificador de Chicago. Evans, el asesino, salió en libertad en el año 1901. Desde entonces ha estado sometido a vigilancia por la policía, pero ha llevado, por lo visto, una vida normal. Es hombre muy peligroso, suele andar siempre con armas encima, y dispuesto a emplearlas. Ése es nuestro pajarraco, Watson; un pajarraco peligroso, como no podrá menos que reconocer. —¿Pero qué juego es el que se trae? —La verdad es que ya empieza a definirse. He ido a visitar la agencia de alquileres. Nuestro cliente, según él mismo nos dijo, lleva allí cinco años. La casa estuvo deshabitada durante un año, antes de que él la alquilase. El inquilino anterior era todo un caballero, de apellido Waldrom. En la agencia recordaban perfectamente los rasgos físicos del señor Waldrom. Repentinamente desapareció y nada más se oyó de él. Era un hombre alto, barbudo y de tez oscura. Ahora, Prescott, el hombre a quien el asesino Evans disparó, era, de acuerdo a Scotland Yard, un hombre alto y de tez oscura con barba. Como una hipótesis de trabajo, creo que tenemos que tomar que Prescott, el criminal americano, solía vivir en la misma habitación que nuestro inocente amigo ahora dedica a su museo. Así que al fin conseguimos un eslabón, como ve. —¿Y el siguiente eslabón? —Bien, debemos salir y buscarlo. Tomó un revolver de su escritorio y me lo entregó en mano. —Llevo mi preferida conmigo. Si nuestro amigo del Lejano Oeste trata de actuar de acuerdo con su apodo, nosotros estaremos listos. Le daré una hora para que tome una siesta, Watson, y entonces creo que será hora de comenzar nuestra aventura en Ryder Street. Eran las cuatro en punto cuando alcanzamos el curioso apartamento de Nathan Garrideb. La señora Saunders, la portera, estaba a punto de irse, pero no tuvo ninguna duda en admitirnos, por lo que la puerta se cerró con una cerradura de resortes, y Holmes prometió ver que todo estuviera seguro antes de irnos. Poco tiempo después de que la puerta exterior se cerrara, la gorra de la señora Saunders pasó por el mirador, y sabíamos que estábamos solos en el piso inferior de la casa. Holmes realizó un rápido examen de la instalación. Había un armario en un rincón oscuro, el cual sobresalía de la pared. Fue detrás de éste donde nos agazapamos mientras Holmes en un susurro delineaba sus intenciones. —Quería que nuestro estimable amigo saliera de su habitación… eso está muy claro, y, como el coleccionista nunca salía, concibió un plan para hacerlo salir. Todo lo de esta invención de los Garridebs no tiene aparentemente ningún otro fin. Debo decir, Watson, que hay una cierta ingenuidad diabólica al respecto, aunque el extraño apellido del inquilino le dio una oportunidad que difícilmente podría haber esperado. Tejió su trama con remarcada astucia. —¿Pero qué es lo que quería? —Para descubrirlo estamos aquí. No tiene absolutamente nada que ver con nuestro cliente, tal como veo la situación. Es algo que se relaciona con el individuo al que asesinó, y que era quizá su compinche en delincuencia. Dentro de esta habitación hay algún secreto criminal. Así es como yo veo el problema. Pensé al principio que quizá nuestro amigo tenía entre las piezas de su colección alguna de mucho mayor valor de lo que él se imaginaba; algo digno de atraer la atención de un delincuente de alto rango. Pero el hecho de que el señor Roger Prescott de ominoso recuerdo, haya ocupado estas habitaciones, parece indicar que existe alguna razón de más peso. Bueno, Watson, el único recurso que nos queda es el de armarnos de paciencia y esperar a ver qué nos traen las horas. La hora que esperábamos no tardó mucho en sonar. Al oír que la puerta exterior se abría y se cerraba, nos apretujamos aún más en la sombra. Se oyó luego el ruido agudo y metálico de una llave que funcionaba, y en seguida entró el norteamericano en el cuarto. Cerró tras de él la puerta con mucho cuidado, dirigió una mirada a su alrededor para cerciorarse de que no había peligro, se quitó rápidamente el gabán y se dirigió hacia la mesa central con la decisión de un hombre que sabe muy bien lo que tiene que hacer y de qué manera tiene que hacerlo. Apartó a un lado la mesa, arrancó la alfombra cuadrada sobre la que aquélla descansaba, la enrolló del todo hacia atrás y acto seguido, sacó del bolsillo un destornillador. De pronto escuchamos el ruido de tablas que se deslizaban, y un instante después quedaba a la vista, en el suelo, una abertura de boca cuadrada. Evans, el asesino, encendió un fósforo, lo aplicó a un trozo de vela y desapareció de nuestra vista. Era evidente que había llegado nuestro momento. Holmes me tocó la muñeca como advertencia, y ambos avanzamos furtivamente hacia la boca abierta de la trampilla. Sin embargo, por muy suavemente que lo hicimos, el viejo entarimado debió de crujir bajo nuestros pies, porque súbitamente surgió del espacio abierto la cabeza del norteamericano, que atisbaba con ansiedad por todas partes. Su rostro tuvo un relampagueo de furor al vernos; ese furor se fue suavizando gradualmente hasta convertirse en sonrisa avergonzada cuando se dio cuenta de que dos pistolas estaban apuntadas hacia su cabeza. —¡Bien, bien! —dijo fríamente cuando trepó a la superficie—. Imagino que es demasiado para mí, señor Holmes. Supongo que descubrió mi juego, y jugó conmigo como un tonto desde el comienzo. Bien, señor, es todo suyo, me ha derrotado y… En un instante había sacado un revólver de su pecho y disparado dos tiros. Sentí una quemadura repentina como si un hierro al rojo vivo hubiera sido presionado contra mi muslo. Hubo una colisión cuando la pistola de Holmes cayó en la cabeza del hombre. Tuve una visión de él revolcándose sobre el piso con sangre corriendo por su cara mientras Holmes lo registraba en busca de armas. Entonces los delgados brazos de mi amigo me rodearon, y me condujo hacia una silla. —¿Está herido, Watson? ¡Por amor de Dios, dígame que no está herido! Era peor la herida… eran peor muchas heridas… que saber la profundidad de lealtad y amor que yacía detrás de esa fría máscara. Los ojos severos y claros se apagaron por un momento, y los firmes labios se agitaron. Por una única vez alcancé a ver un gran corazón tan bien como un gran cerebro. Todos mis años de humildad así como de servicio fiel culminaron en ese momento de revelación. —No es nada, Holmes. Es un mero rasguño. Rasgó mis pantalones con su navaja. —¡Está usted bien! —gritó con un inmenso suspiro—. Es absolutamente superficial —su rostro se tornó de granito cuando observó a nuestro prisionero mientras se ponía en pie con cara aturdida —. Juro por Dios, que también ha sido lo mejor para usted. Si hubiera asesinado a Watson, no se iría de esta habitación con vida. Ahora, señor, ¿qué es lo que tiene que decirme? No tenía nada que decir. Solamente se sentó y frunció la cara. Me apoyé en el brazo de Holmes, y juntos miramos hacia abajo en el interior del pequeño sótano que había sido descubierto bajo la mesa. Aún estaba iluminado por la vela con la que Evans había descendido. Nuestros ojos se posaron sobre una masa de maquinaria oxidada, grandes rollos de papel, un desorden de frascos, y, ordenados sobre una pequeña mesa, un número de pequeños y limpios manojos de papeles. —Una máquina impresora… un equipo de falsificación —dijo Holmes. —Sí, señor —dijo nuestro prisionero, tambaleándose lentamente con sus pies y entonces se hundió sobre la silla—. La falsificadora más grande que nunca haya visto Londres. Esa es la máquina de Prescott, y esos manojos en la mesa son dos mil billetes de Prescott que valen cien cada uno y son adecuados para pasar por todos lados. Ayúdense a sí mismos, caballeros. Llámenlo un trato y déjenme largarme. Holmes rio. —Nosotros no hacemos así las cosas, señor Evans. No hay ningún refugio para usted en este país. ¿Le disparo a ese hombre, Prescott, no es cierto? —Sí, señor, y cumplí cinco años por ello, aunque fue él quien me forzó a ello. Cinco años… cuando debería tener una medalla del tamaño de un plato de sopa. Ningún hombre vivo puede distinguir un Prescott de un Banco de Inglaterra, y si no lo hubiera eliminado, hubiera inundado a Londres con ellos. Era el único en el mundo que sabía dónde los había hecho. ¿Puede imaginar que quisiese llegar al lugar? ¿Y puede usted imaginar que cuando encontré a este loco y bobo cazador de bichos con su extraño apellido ocupando el lugar, y sin salir nunca de su habitación, tuve que idear un plan lo mejor que se me ocurriera para alejarlo de aquí? Quizás hubiera sido más astuto haberlo matado. Hubiera sido lo bastante fácil, pero soy un hombre de corazón blando que no puede empezar a disparar a menos que el otro hombre tenga también un arma. ¿Pero dígame, señor Holmes, de todos modos, qué es lo que hice mal? No he usado esta instalación. No he herido a ese viejo cadáver. ¿Por qué me ha atrapado? —Sólo por intento de homicidio, por lo que puedo ver —dijo Holmes—. Pero ese no es nuestro trabajo. Serán otros los que se ocupen de eso. Por ahora, lo único que queríamos era su encantadora presencia. Por favor, llame a Yard, Watson. No les pillará por sorpresa. Así pues, estos fueron los hechos acontecidos sobre el asesino Evans y su memorable invención de los tres Garridebs. Oímos posteriormente que nuestro pobre y viejo amigo nunca superó el trauma de ver cómo se esfumaron sus sueños. Cuando su castillo en el aire se derrumbó, lo hizo enterrándole bajo las ruinas. Lo último que supimos de él era que estaba un sanatorio en Brixton. Fue un día alegre para Scotland Yard cuando se descubrió el equipo de Prescott, porque, aunque sabían que existía, nunca habían sido capaces, tras la muerte del hombre, de encontrar su paradero. Es cierto que Evans realizó un gran servicio. Prescott fue causa de muchas preocupaciones por parte de los hombres de la División de Investigaciones Criminales, ya que el falsificador había sido señalado como un peligro público. Muy gustosamente le habrían concedido la medalla del tamaño de un plato de sopa de la que había hablado, pero un despectivo banquillo tuvo una visión menos favorable de sus actos, y el asesino Evans regresó a las sombras de las que una vez emergió. - 6 - La aventura del cliente ilustre «Hoy ya no puede causar perjuicio», fue la contestación que me dio Sherlock Holmes cuando, por décima vez en otros tantos años, le pedí autorización para hacer público el relato que sigue. Y de ese modo conseguí permiso para dejar constancia de lo que, en ciertos aspectos, constituyó el momento cúspide de la carrera de mi amigo. Tanto Holmes como yo sentíamos cierta debilidad por los baños turcos. Fumando en plena laxitud del secadero, he encontrado a Holmes menos reservado y más humano que en ningún otro lugar. Hay en el piso superior del establecimiento de baños de la avenida Northumberland un rincón aislado donde dos bancos estaban colocados uno al lado del otro, y en ellos yacíamos acostados el día 3 de septiembre de 1902, fecha en que da comienzo mi relato. Yo le había preguntado si había algún asunto en marcha, y él me contestó sacando su brazo largo, enjuto y nervioso, de entre las sábanas en que estaba envuelto, y extrajo un sobre del bolsillo interior de la chaqueta que estaba colgada a su lado. —Puede lo mismo tratarse de algún individuo estúpido, inquieto y solemne, o de un asunto de vida o muerte —me dijo al entregarme la carta—. Yo no sé más de lo que me dice el mensaje. Procedía del Carlton Club y traía la fecha de la noche anterior. Esto fue lo que leí: «Sir James Damery presenta sus respetos al señor Sherlock Holmes, e irá a visitarle a su casa, mañana a las 4.30. Sir James se permite anunciarle que el asunto sobre el que desea consultar con el señor Holmes es muy delicado y también muy importante. Confía por ello en que el señor Sherlock Holmes haga los mayores esfuerzos por concederle esta entrevista, y que la confirmará llamando por teléfono al Club Carlton». —No hará falta que le diga, Watson, que la he confirmado —me dijo Holmes al devolverle yo el documento—. ¿Sabe usted algo del tal Damery? —Lo único que sé es que ese apellido suena todos los días en la vida de sociedad. —Poco puedo añadir a eso. Lleva fama de ser un especialista en el arreglo de asuntos delicados que no conviene que aparezcan en los periódicos. Quizá recuerde usted sus negociaciones con sir George Lewis a propósito del testamento de Hammerford. Es un hombre de mundo que tiene dotes naturales para la diplomacia. Por ello no tengo más remedio que suponer que no se tratará de una pista falsa, y que, en efecto, le es precisa nuestra intervención. —¿Nuestra? —Si quiere usted ser tan amable, Watson. —Me sentiré muy honrado. —Sea pues, ya sabe la hora; las cuatro y treinta. Podemos, mientras tanto, apartar el asunto de nuestra atención hasta esa hora. Vivía yo por aquel entonces en mis habitaciones de la calle de Queen Anne, pero me presenté en la calle Baker antes de la hora indicada. Era la media en punto cuando fue anunciado sir James Damery. Apenas si hará falta describirlo, porque son muchos los que recordarán a aquel personaje voluminoso, estirado y honrado, aquella cara ancha y completamente afeitada, y sobre todo, aquella voz agradable y pastosa. Brillaba la franqueza en sus grises ojos de irlandés, y en sus labios inquietos y sonrientes jugueteaba la jovialidad. Todo pregonaba su cuidado meticuloso por el bien vestir que le había hecho célebre, su lustroso sombrero de copa, su levita negra; en fin, los detalles todos, desde la perla del alfiler de su corbata de raso negro, hasta las polainas cortas de color espliego sobre sus zapatos de charol. Aquel magistral y gran aristócrata se adueñó de la pequeña habitación. —Esperaba, desde luego, encontrarme aquí con el doctor Watson —dijo, haciéndome una reverencia cortés—. Su colaboración pudiera ser muy necesaria en esta ocasión, porque nos las tenemos que ver con un individuo familiarizado con la violencia y que no se detiene ante nada. Estoy por decir que no hay en Europa un hombre más peligroso. —Ese calificativo ha sido aplicado ya a varios adversarios míos —dijo, sonriente, Holmes—. ¿Fuma usted? Pues entonces, me perdonará que yo encienda mi pipa. Peligroso de veras tiene que ser ese hombre del que habla, para serlo más que el profesor Moriarty, ya muerto, o que el aún vivo coronel Sebastián Moran. ¿Podría saber su nombre? —¿Oyó usted hablar alguna vez del barón Gruner? —¿Se refiere al asesino austriaco? El coronel Damery alzó las manos enguantadas en cabritilla rompiendo a reír: —¡A usted no se le escapa nada, señor Holmes! ¡Es asombroso! ¿De modo que ya lo tiene usted etiquetado como asesino? —Mi profesión me obliga a estar al día de los hechos criminales del continente. ¿Quién podría haber leído lo que pasó en Praga y tener dudas sobre la culpabilidad de ese hombre? ¡Fue un tema legal puramente técnico y la sospechosa muerte de un testigo lo que lo salvó! Tengo la misma seguridad de que él mató a su esposa cuando ocurrió el aquel llamado accidente en el Paso de Splugen, que si lo hubiese presenciado con mis propios ojos. También estaba enterado de que el barón se había trasladado a Inglaterra, y ya me imaginaba que más pronto o más tarde me daría faena. Veamos: ¿qué es lo que ha hecho este barón Gruner? Me imagino que no se tratará de una exhumación de la vieja tragedia. —No, es más grave que eso. Es importante que se castigue el crimen ya cometido, pero lo es más el evitarlo. Señor Holmes, es cosa terrible ver cómo se prepara delante de los ojos de uno mismo un acontecimiento espantoso, una situación atroz; darse perfecta cuenta de cuál será el final y verse del todo impotente para evitarlo. ¿Puede un ser humano verse en situación más angustiosa? —Quizá no. —Siendo así, creo que sentirá usted simpatía por el cliente en cuyo interés estoy actuando. —No supuse que actuaba usted como simple intermediario. ¿Quién es el interesado? —Señor Holmes, he de rogarle que no insista en esa pregunta. Es de la mayor importancia que yo pueda darle la seguridad de que su ilustre apellido no ha sido traído a colación en el asunto. Prefiere permanecer desconocido, aunque actúe por móviles caballerosos y nobles en el más alto grado. No hará falta que diga que sus honorarios están garantizados y que podrá actuar con absoluta libertad. ¿Verdad que carece de importancia el nombre de su cliente? —Lo siento —contestó Holmes—. Estoy acostumbrado a que una de las partes de mis casos esté envuelto en misterio, pero el que lo estén ambos resulta demasiado expuesto a confusiones. Lamento, sir James, tener que rehusar a ocuparme del caso. Nuestro visitante dio muestras de profundo desconcierto. La emoción y la desilusión ensombrecieron su cara ancha y expresiva, y dijo: —Señor Holmes, es difícil que pueda usted darse cuenta del alcance de esa negativa suya. Me coloca usted en un grave dilema, porque tengo la seguridad completa de que si me fuera posible revelárselo todo, se sentiría usted orgulloso de encargarse del caso; pero me lo impide la promesa hecha. ¿Podría yo, por lo menos, exponerle todo lo que me está permitido? —No hay inconveniente, a condición de que quede bien claro que no me comprometo a nada. —Entendido. En primer lugar, creo, sin duda, que habrá oído usted nombrar al general De Merville. —De Merville… ¿el que se hizo famoso en Khyber? Sí, he oído hablar de él. —Tiene una hija, Violeta de Merville, joven, rica, hermosa, culta, un prodigio de mujer en todo sentido. Pues bien; es a esta hija, a esta muchacha encantadora e inocente, a la que estamos tratando de salvar de las garras de un demonio. —Eso quiere decir que el barón Gruner ejerce poder sobre ella, ¿verdad? —El más fuerte de todos los poderes tratándose de una mujer: el poder del amor. Ese individuo es, como quizás haya oído usted decir, un hombre de extraordinaria hermosura, de fascinador trato, voz suave y aparece envuelto en esa atmósfera de novela y de misterio que tanto atrae a la mujer. Se cuenta que no hay ninguna que se le resista y que se ha aprovechado ampliamente de ese hecho. —Pero ¿cómo pudo un hombre de su calaña establecer trato con una dama de la categoría de la señorita Violeta de Merville? —Fue durante una excursión en yate por el Mediterráneo. Los que en la misma participaban, aunque gente selecta, habían de pagarse el pasaje. Es seguro que los que lo organizaron no conocían la verdadera personalidad del barón hasta que fue ya demasiado tarde. El muy canalla se dedicó a cortejar a la joven, y consiguió ganarse su corazón de una manera completa y absoluta. Decir que ella le ama no es decir bastante. Está chiflada por él, está obsesionada con él. No hay nada para ella en el mundo más allá de ese hombre. No consiente en escuchar nada que vaya contra él. Se ha hecho todo lo que es posible hacer para curarla de su locura, y ha sido en vano. Para resumirlo: tiene el propósito de casarse con el barón el mes que viene. Y como es ya mayor de edad y tiene una voluntad de hierro, resulta difícil idear una manera de impedírselo. —¿Está enterada del episodio austriaco? —Ese astuto demonio le ha contado todos los feos escándalos públicos de su vida pasada, pero lo ha hecho en todos los casos presentándose a sí mismo como un mártir inocente. Ella acepta la versión de Gruner y no quiere escuchar ninguna otra. —¡Vaya! Bien, pero creo que ha pronunciado usted sin darse cuenta el nombre de su cliente, que es, sin duda el general De Merville. Nuestro visitante se movió nervioso en su silla. —Señor Holmes, yo podría equivocarle diciéndole que sí, pero faltaría a la verdad. De Merville es hombre ya sin energías. Este incidente ha desmoralizado por completo al veterano soldado. Perdió el temple que no le abandonó jamás en los campos de batalla, y se ha convertido en un hombre débil y vacilante, incapaz de hacer frente a un canalla lleno de brillantez y de ímpetu como es el austriaco. Mi cliente, sin embargo, es un viejo amigo que ha tratado íntimamente al general por espacio de muchos años y se interesa paternalmente por esta joven desde que se vistió de largo. No es capaz de presenciar cómo se consuma esta tragedia sin realizar algún intento para evitarla. Scotland Yard no tiene base alguna para intervenir en este asunto. Fue sugerencia de esa persona la idea de que intervenga usted, aunque como ya he dicho con la estipulación expresa de que no apareciese envuelto personalmente en el caso. Yo no dudo, señor Holmes, de que poniendo en juego sus grandes dotes, le sería fácil seguir la pista que le llevaría hasta mi cliente con sólo seguirme a mí, pero he de pedirle como cuestión de honor que se abstenga de hacerlo y que no rompa su incógnito. Holmes dejó ver una sonrisa muy especial, y contestó: —Creo que puedo prometérselo con toda seguridad. Le agregaré que el problema que me trae me interesa, y que estoy dispuesto a examinarlo. ¿Cómo podré mantenerme en contacto con usted? —El Club Carlton sabrá dar conmigo. Pero en caso de necesidad inmediata, hay un teléfono para llamadas reservadas: el equis equis treinta y uno(antiguamente no había muchos teléfonos ni aún en Londres). Holmes tomó nota del mismo, y permaneció, sonriendo, con el libro de notas abierto encima de las rodillas. —La dirección actual del barón, por favor. —Vernon Lodge, cerca de Kingston. Es un edificio espacioso. Ha salido con suerte de algunas especulaciones dudosas, y es hombre rico, lo cual le hace un adversario tanto más peligroso. —¿Está actualmente en su casa? —Sí. —Con independencia de lo que ya me ha explicado, ¿puede proporcionarme algún otro dato acerca de ese hombre? —Es una persona de gustos caros, criador de caballos; jugó una breve temporada al polo en Hurlingham, pero se habló del asunto de Praga y tuvo que retirarse. Colecciona libros y cuadros. Hay en su temperamento un importante aspecto de artista. Tengo entendido que está considerado como una autoridad en porcelana china, y ha publicado un libro sobre el tema. —Una personalidad compleja —dijo Holmes—. Todos los grandes criminales la tienen. Mi antiguo amigo Charlie Peace era un virtuoso del violín. Wainwright no era cualquier cosa como artista. Podría citar muchos más. Bien, sir James, informe a su cliente de que desde este momento concentro mi atención en el barón Gruner. No puedo decir más; dispongo de algunas fuentes de información propias mías, y creo que no han de faltarme algunos medios para iniciar el trabajo. Una vez que se retiró nuestro visitante, permaneció Holmes sentado y sumido en profundas meditaciones durante tan largo rato que me pareció se había olvidado de mi presencia. Sin embargo, volvió de pronto con gran viveza a la realidad y me preguntó: —Y qué, Watson, ¿no se le ocurre algo? —Yo creo que lo mejor que puede usted hacer es entrevistarse con la misma joven. —Querido Watson, ¿cómo voy yo, un desconocido, a salir airoso, si su pobre y anciano padre no ha conseguido influir en ella? Sin embargo, si todo lo demás nos falla, hay algo aprovechable en esa sugerencia. Pero creo que es preciso que empecemos desde un ángulo distinto. Me está pareciendo que Shinwell Johnson podría servirnos de algo. Aún no se me ha presentado ocasión en estas Memorias de mencionar a Shinwell Johnson, porque sólo raras veces he entresacado mis casos de las últimas etapas de la carrera de mi amigo. Llegó a ser un colaborador valioso durante los primeros años de este siglo. Lamento decir que Johnson empezó por ganarse fama como maleante muy peligroso y cumplió dos condenas en Parkhurst. Más tarde se arrepintió y se alió con Holmes, actuando de agente suyo en el voluminoso mundo de los bajos fondos de Londres, y sus valiosas informaciones resultaron con frecuencia de vital importancia. Si Johnson hubiese sido un soplón de la policía, pronto habría sido puesto al descubierto; pero como intervenía en casos que no llegaban nunca directamente a los tribunales de justicia, sus compañeros no advirtieron jamás sus actividades. Con el brillo de sus dos condenas tenía acceso libre a todos los clubes nocturnos, tugurios y antros de juego, y su rapidez de observación y despierto cerebro lo convirtieron en un agente ideal para recabar información. En esta ocasión propúsose Sherlock Holmes recurrir a sus servicios. No me fue posible seguir de cerca los pasos que dio a continuación mi amigo, porque tenía ciertos asuntos profesionales apremiantes míos propios; pero, de acuerdo con la cita que teníamos, me reuní con él aquella noche en Simpson’s, donde, sentados frente a una mesita en la ventana delantera y contemplando desde aquella altura la impetuosa corriente de vida que circulaba en el Strand, me refirió Holmes algo de lo que había ocurrido. —Johnson anda de merodeo —me dijo—. Quizá reúna algunos elementos en los recovecos más oscuros de los bajos fondos. Es allí, entre las negras raíces del crimen, donde tenemos que ponernos a la caza de los secretos de este hombre. —Pero si esa dama no acepta siquiera los hechos conocidos de todos, ¿cómo es posible que la retraiga de sus propósitos ningún descubrimiento nuevo que usted pueda hacer? —Quién sabe, Watson. El corazón y la inteligencia de las mujeres son para nosotros, los hombres, enigmas irresolubles. Es posible que la mujer perdone o se explique un asesinato, y sin embargo, la irrite algún pecadillo menos importante. El barón Gruner me hizo notar… —¡Qué le hizo notar a usted! —Bueno, ahora caigo en que yo no le hablé de mis planes. Mire, Watson: a mí me gusta llegar al cuerpo a cuerpo con el hombre a quien persigo. Me agrada mirarle cara a cara y ver por mí mismo la materia de que está fabricado. Una vez que di mis instrucciones a Johnson, me hice llevar en coche a Kingston, y encontré al barón de un humor afabilísimo. —¿Cayó en la cuenta de quién era usted? —Ninguna dificultad le costó, por la sencilla razón de que yo le pasé mi tarjeta. Es un adversario excelente, frío como el hielo, de voz sedosa y suave como la de uno de esos médicos de moda, siendo al mismo tiempo tan venenoso como una serpiente cobra. Tiene casta, es un verdadero aristócrata del crimen, de esos que producen superficialmente sugerencias de té de la tarde, de un té con toda la crueldad de la tumba detrás. Sí, estoy satisfecho de haber tenido que dedicar mi atención al barón Adelbert Gruner. —¿Y dice usted que en dicha ocasión estuvo afable? —Lo mismo que un gato ronroneante cuando cree estar viendo a un posible ratón. La afabilidad de ciertas personas es más mortal que la violencia de otras almas de mayor rudeza. Me acogió de manera característica, diciéndome: «Pensé, señor Holmes, que recibiría su visita tarde o temprano. No hay duda de que estará usted al servicio del general De Merville para que procure impedir mi matrimonio con su hija Violeta. Es eso, ¿verdad que sí?». Le contesté que así era en efecto, y él me dijo: «Querido señor, lo único que va a conseguir es echar a perder su bien ganada fama. Se trata de un caso en el que no hay posibilidad de que usted tenga éxito. Será el suyo un trabajo estéril, por no hablar de los posibles peligros que puedan acecharle. Permítame que le aconseje con vivo interés que se haga a un lado de inmediato». «Es curioso —le contesté— acaba usted de darme el mismísimo consejo que yo me proponía darle a usted. Yo respeto su inteligencia, barón, y ese respeto mío no ha disminuido con esta breve conversación nuestra. Permítame que le hable de hombre a hombre. Nadie pretende remover su pasado y colocarle en situación innecesariamente incómoda. Aquello pasó, y usted se encuentra ahora en aguas tranquilas; pero si se empeña en ese matrimonio, levantará en contra suya a un enjambre de enemigos poderosos que no le dejarán en paz hasta que la estancia en Inglaterra le resulte demasiado incómoda. ¿Lo vale verdaderamente el juego? Créame, ganaría dejando tranquila a esa dama. Será poco agradable para usted que lleguen a conocimiento de ella los hechos de su pasado». El barón luce debajo de su nariz unos tubitos de pelo abrillantado de cosmético, que producen la impresión de las antenas cortas de un insecto. Mientras me escuchaba, esos tubos de pelo se estremecían divertidos y acabó rompiendo a reír suavemente: «Señor Holmes, disculpe este buen humor —me dijo—. Es realmente divertido ver que intenta hacer baza sin tener triunfo alguno en la mano. Creo que nadie le aventajaría, pero resulta, a pesar de todo, bastante patético. Señor Holmes, no tiene usted en la mano ni un solo triunfo; sólo cartas de lo más menudas». «Eso es lo que usted cree». «Eso es lo que me consta. Voy a ponérselo de manera que lo entienda, porque las cartas que yo tengo en la mano son tan altas, que puedo permitirme el lujo de enseñarlas. He tenido la buena fortuna de ganarme por completo el cariño de esa dama. Me lo ha entregado a pesar de que yo le relaté sin tapujos todos los desdichados incidentes de mi vida pasada. También le aseguré que existían ciertas personas malas y conspiradoras… espero que usted se dará por aludido, que se acercarían a ella a contarle todas esas cosas, y le advertí de qué forma debía tratarlas. ¿Ha oído usted hablar, señor Holmes, de la sugestión poshipnótica? Pues bien, va usted a ver sus fenómenos en la práctica, porque un hombre que tenga personalidad es capaz de emplear el hipnotismo sin nada de pases ni otra clase de comedias. Así pues, ella estará preparada: no me cabe la menor duda de que le otorgará una cita, porque se presta con amabilidad a los deseos de su padre; con excepción únicamente de un pequeño asunto». Pues bien, Watson: no creí que tuviese nada más que agregar, y me despedí con toda la fría dignidad que fui capaz de reunir; él me detuvo diciéndome: «A propósito, señor Holmes, ¿conocía usted a Le Brun, agente de policía francés?». «Sí», le contesté. «¿Sabe lo que le ocurrió?». «Oí decir que unos apaches le apalearon en el distrito de Montmartre y le dejaron inválido para toda su vida». «Muy cierto, señor Holmes. Da la curiosa coincidencia de que sólo una semana antes de ese hecho, el tal Le Brun había estado realizando investigaciones acerca de asuntos míos. No haga usted lo mismo, señor Holmes; es algo que no trae buena suerte. Son varios los que ya lo han comprobado. Lo último que le digo es esto: siga su propio camino y déjeme a mí seguir el mío. Adiós». Ahí tiene usted, Watson; ya está usted al día de todo. —Parece un individuo peligroso. —Peligrosísimo. A mí no me impresionan los fanfarrones, pero este hombre pertenece a la categoría de los que dejan sus palabras por debajo de sus propósitos. —¿Y es forzoso que usted intervenga? ¿Es de verdadera importancia que ese hombre no se case con la muchacha? —Yo diría que tiene mucha importancia, pensando en que, sin género alguno de duda, asesinó a su última mujer. ¡Además, tenemos al cliente! Bueno, bueno, no hay necesidad de que discutamos este aspecto de la cuestión. Es preferible que me acompañe usted a casa una vez que termine de tomar el café, porque el ágil Shinwell estará ya allí con su informe. Y en efecto estaba. Era un hombre corpulento, tosco, de cara rubicunda y aspecto escorbútico, con unos ojos negros vivaces que constituían la única señal exterior del alma por demás astuta que había en el interior. Por lo visto, había buceado en lo que constituía su reino característico y, allí, estaba, sentado junto a él en el sofá, un ejemplar que se había traído, consistente en una mujer joven, delgada y ondulante como una llama, de rostro pálido y cara de expresión intensa, juvenil, pero tan consumida por el pecado y el dolor, que en ella podían descubrirse los años terribles que habían dejado en la misma su huella leprosa. —Esta es la señorita Kitty Winter —dijo Shinwell Johnson, con un vaivén de la gruesa mano a modo de presentación—. Lo que ella no sepa…; bueno, ella misma hablará. Antes de una hora de haber recibido su mensaje le eché el guante, señor Holmes. —Es fácil dar conmigo —dijo la joven—. Yo siempre estoy en el garito. Como este gordo de Shinwell. Gordo, somos viejos camaradas tú y yo, pero juro por mi vida, que hay otra persona que si hubiese la menor justicia en el mundo debería encontrarse en un infierno todavía más profundo que el nuestro. Es el hombre detrás del que usted anda, señor Holmes. Holmes se sonrió, y dijo: —Señorita Winter, me parece que contamos con su simpatía. —Si yo puedo ayudar a que ese hombre vaya a donde debe ir, cuenten conmigo hasta mi último estertor —dijo nuestra visitante con furiosa energía. Su cara pálida y resuelta y sus ojos llameantes mostraban un odio tan intenso como rara vez una mujer y jamás un hombre pueden alcanzar—. Señor Holmes, no hace falta que remueva usted mi pasado. No es ni de aquí ni de allá. Yo soy lo que Adelbert Gruner hizo de mí. ¡Si yo pudiese tirarlo por tierra! —sus manos, como garras, se aferraron con frenesí al aire—. ¡Oh, si yo pudiera arrastrarlo al foso adónde él ha empujado a tantas! —¿Está usted enterada del asunto? —El gordo Shinwell me lo ha contado. Por lo visto anda esta vez detrás de una pobre tonta y quiere casarse con ella. Usted desea impedirlo. Pero seguro que sabe usted lo bastante de ese canalla para impedir a cualquier chica decente y que esté en sus cabales, que firme en la misma parroquia que él(en referencia a la boda). —Ya pero ella no está en sus cabales, sino locamente enamorada. Se le ha dicho de él todo lo que hay que decir, y nada le importa. —¿También lo del asesinato? —Sí. —¡Por mi vida, que debe de ser muchacha valiente! —Dice que todo son calumnias. —Pero ¿no puede usted meterle por sus ojos de idiota las pruebas? —Bien, ¿puede usted ayudarnos en esa tarea? —¿No soy yo misma una prueba? Con sólo que me pongan delante de ella y yo le cuente de qué manera me trató… —¿Está usted dispuesta a hacerlo? —¿Que si estoy dispuesta? ¡Cómo piensa que no voy a estarlo! —Quizá valiera la pena intentarlo. Pero ese hombre le ha contado gran parte de sus culpas y ella le ha perdonado, y tengo entendido que no está dispuesta a abrir nueva discusión acerca del asunto. —Apuesto cualquier cosa a que él no le ha contado todo. Aparte de ese asesinato que tanto dio que hablar, yo entreví uno o dos más. Me habló en más de una ocasión de alguien, con sus maneras aterciopeladas, y luego me miró fijamente y me dijo: «Al mes de eso murió». La cosa no era como para tranquilizarla a una, pero yo no le di mucha importancia, porque en aquel entonces estaba enamorada de él. A mí me parecía bien todo lo que él hacía, lo mismo que ahora le parece a esa pobre loca. Una sola cosa me produjo impresión profunda, y, por mi vida, que de no haber sido por ésa su lengua venenosa y embustera que sabe encontrar explicación para todo y que todo lo suaviza, aquella misma noche me habría largado yo de su lado. Me refiero a un libro que él tiene, un libro de pastas de cuero color castaño con un cierre y su escudo grabado en oro en la parte exterior. Creo que aquella noche estaba un poco borracho, o, de lo contrario, no me lo habría enseñado. —¿Y qué libro era ése? —Mire, señor Holmes, este individuo colecciona mujeres y se enorgullece de su colección, de la misma manera que algunos hombres coleccionan polillas y mariposas. En ese libro suyo tenía registrado todo: fotografías instantáneas, nombres, detalles, todos los datos acerca de esas mujeres. Era un libro repugnante; un libro que ningún hombre, ni aunque procediera de las cloacas, habría sido capaz de reunir. Sin embargo, era el libro de Adelbert Gruner. Almas que he arruinado. Ése es el título que habría podido inscribir en la portada, si se le hubiese ocurrido. Sin embargo, con eso no vamos a ninguna parte, porque ese libro no le servirá a usted de nada, y si le sirviese no podría hacerse con él. —¿Dónde está ese libro? —¿Cómo puedo yo decirle dónde está ahora? Hace más de un año que me aparté de ese hombre. Sé dónde lo guardaba entonces. Gruner es en muchos aspectos un gato limpio y cuidadoso, de modo que quizá siga estando en uno de los compartimientos del escritorio antiguo que tiene en su despacho interior. ¿Conoce usted la casa del barón? —He estado en su despacho —dijo Holmes. —¿Ah, sí? Pues la verdad que se ha movido usted mucho para no haber empezado la tarea sino esta mañana. El despacho exterior es aquel en que exhibe las porcelanas de China; un gran armario de cristal entre las ventanas. Detrás de su mesa está la puerta por la que se pasa al despacho interior; un cuartito donde guarda documentos y cosas. —¿No teme a los ladrones? —Adelbert no es un cobarde. Ni el peor enemigo suyo podría afirmar eso de él. Sabe guardarse. Por la noche funciona un timbre de alarma contra los ladrones. Además, ¿qué hay allí que pueda interesar a un ladrón, como no se llevase todos sus cacharros de fantasía? —Eso no sirve para nada. Ningún perista admite artículos que no pueda ni fundir ni vender —dijo Shinwell Johnson, con el acento sentencioso de un técnico en la materia. —Así es, en efecto —dijo Holmes—. Bueno, señorita Winter, si usted quisiese venir hasta aquí mañana por la tarde a las cinco, meditaré de aquí a entonces en si es posible combinar una entrevista personal suya con esa otra joven. Le quedo extraordinariamente agradecido por su cooperación. No necesito decirle que mis clientes se mostrarán espléndidos en… —Ni hablar de eso, señor Holmes —exclamó la joven—. Yo no he salido a ganar dinero. Con tal de que vea a ese hombre en el fango, me consideraré pagada por mi trabajo… En el fango y pisoteándole yo su maldita cara. Ese es mi precio. Estaré a su disposición mañana o cualquier otro día, mientras usted le persigue. Aquí, el gordo, le dirá dónde puede encontrarme siempre . No volví a ver a Holmes hasta la noche siguiente, en que volvimos a cenar en nuestro restaurante del Strand. Cuando yo le pregunté cómo le había ido en su entrevista, se encogió de hombros. Acto seguido me relató lo que voy a reproducir a mi manera, porque su exposición dura y seca necesita alguna ligera manipulación para suavizarla y darle verdadera vida. —No tuve dificultad alguna en conseguir la cita, porque la muchacha está en la gloria dando pruebas de obediencia filial abyecta en todo lo secundario, para de ese modo hacer perdonar su flagrante desobediencia en lo referente a su compromiso matrimonial. El general me telefoneó que todo estaba listo, y la arrebatada señorita Winter acudió puntual, de modo que a las cinco y media nos dejó un coche frente al número ciento cuatro de la plaza de Berkeley, donde reside el veterano soldado, en uno de esos castillos londinenses espantosamente grises, junto a los cuales las iglesias parecen edificios frívolos. Un lacayo nos pasó a una gran sala de cortinajes amarillos, y en ella nos esperaba la joven grave, pálida, reservada; tan inflexible y tan lejana como una estatua de nieve en lo alto de una montaña. »Yo no acierto verdaderamente con el medio de retratársela a usted, Watson. Quizá tenga usted ocasión de conocerla antes de que terminemos con este asunto, y entonces podrá usted servirse de su propio caudal de palabras. Es hermosa, pero con la hermosura etérea de un transmundo, propia de una fanática que tiene puestos sus pensamientos en las alturas. He visto caras así en los cuadros de viejos pintores de la Edad Media. A mí no me cabe en la cabeza cómo un hombre bestial haya podido poner sus garras repugnantes en un ser como ése. Quizá se haya fijado ya en que los extremos se atraen, lo espiritual hacia lo animal, el hombre de las cavernas hacia el ángel. Pero jamás habrá visto usted contraste peor que éste… »Ella sabía a lo que íbamos, como es natural; porque aquel canalla no había dejado pasar tiempo para acudir a envenenar su alma contra nosotros. Creo que sí, que le sorprendió bastante la visita de la señorita Winter, pero nos indicó con un ademán de la mano que nos sentásemos en nuestras sillas correspondientes, cómo lo haría una reverenda madre abadesa al recibir la visita de dos mendigos bastante lacerados. Querido Watson, si su cerebro se siente inclinado a encresparse, tome lecciones de Violeta de Merville. «Bien, señor —me dijo con una voz que se parecía al viento que sopla desde un témpano de hielo—; lo conozco ya mucho de nombre. Según creo, ha venido usted a visitarme para denigrar a mi prometido, el barón Gruner. Le he recibido a usted únicamente por deseo expreso de mi padre, y le advierto por adelantado que nada de lo que pueda decirme ejercerá la más ligera impresión sobre mi voluntad». »Le tuve compasión, Watson. En aquel momento pensé en ella como habría pensado en una hija mía. Rara vez soy elocuente. Yo manejo mi cerebro, no mi corazón. Pero la verdad es que empleé con ella las frases más calurosas que fui capaz de encontrar en mi manera de ser. Le pinté la situación espantosa de la mujer que se despierta para conocer el verdadero carácter de un hombre después de que ya es su esposa; de una mujer que tiene que resignarse a ser acariciada por manos manchadas de sangre y labios de sanguijuela. No me olvidé de nada; de la vergüenza, del terror, de la angustia, de la irremediabilidad de todo ello. Mis frases conmovidas no consiguieron teñir con una sola pincelada de color aquellas mejillas de marfil, ni hacer que en sus ojos ensimismados brillase un solo destello de emoción. »Recordé lo que aquel canalla me había dicho acerca de la influencia poshipnótica. Se hubiera dicho que la joven vivía por encima de lo terrenal en un sueño de éxtasis. «Míster Holmes —me dijo—, le he escuchado con paciencia. El efecto que ha producido en mi voluntad es exactamente el que yo le anuncié. Sé ya que Adelbert, mi prometido, ha llevado una vida tempestuosa y que en el transcurso de la misma ha despertado odios enconados y ha sido víctima de los más injustos ataques. Usted es el último de una serie de personas que ha expuesto ante mí sus calumnias. Quizá su intención sea buena, aunque me consta que es usted un agente a sueldo que actuaría de la misma manera en favor que en contra del barón. En todo caso, quiero que sepa de una vez y para siempre que yo le amo y que él me ama, y que la opinión del mundo entero no representa para mí cosa superior a los gorjeos de esos pájaros que hay en la parte de afuera de mi ventana. Si su noble alma ha tenido en algún momento una caída, quizás esté yo especialmente destinada a levantarla hasta su elevado y auténtico nivel». De pronto, volvió sus ojos hacia mi acompañante y dijo: «No me imagino quién pueda ser esta joven». »Iba yo a responderle cuando la muchacha estalló lo mismo que un torbellino. Si alguna vez la llama y el hielo se han visto frente a frente fue cuando se vieron de ese modo aquellas dos mujeres. «Yo le voy a decir quién soy —gritó la señorita Winter, saltando de su asiento con la boca contorsionada de furor—. Soy su última amante. Soy una del centenar de mujeres que él ha tentado, que él ha gozado, que él ha arruinado y arrojado luego a la basura, como lo hará con usted, aunque el montón de basura al que usted irá a parar será probablemente el sepulcro, y en eso tendrá usted suerte. Le digo, mujer estúpida, que casarse con ese hombre equivale para usted a la muerte. Le despedazará el corazón o le retorcerá el cuello, pero de una manera o de otra, la matará. No hablo por amor a usted. Me importa un rábano que usted viva o que usted muera. Hablo por odio a él, para escupirle, para hacerle sufrir lo que él me ha hecho sufrir a mí; pero me da igual, mi elegante joven, y no me mire de esa manera, porque para cuando termine su asunto quizás haya caído usted todavía más bajo que yo». «Preferiría no hablar de estas cosas —dijo con frialdad la señorita De Merville—. Permítame que le diga que estoy enterada de tres episodios de la vida de mi novio en los que se vio enzarzado en las redes de mujeres calculadoras, y que estoy segura de que se encuentra cordialmente arrepentido de todo el daño que él haya podido ocasionar». «¡Tres episodios! —gritó mi acompañante—. ¡Estúpida! ¡Rematada estúpida!». «Señor Holmes, yo le suplico que pongamos fin a esta entrevista —dijo la voz de hielo—. He obedecido al deseo de mi padre aceptando entrevistarme con usted, pero no me creo obligada a escuchar los delirios de esta individua». »La señorita Winter se abalanzó, lanzando una blasfemia, y si yo no la hubiese sujetado por la muñeca, habría agarrado por el moño a aquella mujer capaz de sacar de quicio a cualquiera. Tiré de la señorita Winter hacia la puerta, y tuve la buena suerte de volver a meterla en el coche sin dar lugar a un escándalo público, porque estaba fuera de sí de rabia. »También yo, dentro de mi frialdad, me sentía irritadísimo, porque la superioridad y la suprema complacencia en sí misma de la mujer a la que intentábamos salvar tenían un algo de indeciblemente molesto. Ya sabe usted, pues, otra vez cuál es la situación y es evidente que necesito preparar otra jugada de salida, porque este gambito(movimiento de ajedrez) ya no sirve. Me mantendré en contacto con usted, Watson, porque es más que probable que tenga que representar un papel en la obra, aunque quizás es también posible que la próxima jugada la hagan ellos más bien que nosotros. Y la hicieron. Descargaron el golpe, o mejor dicho, lo descargó, porque jamás he podido creer que la dama pudiera ser copartícipe del mismo. Creo que aún hoy podría señalar la losa de la acera en que yo estaba cuando mis ojos se posaron en el cartelón anunciador, con un sentimiento angustioso de horror que traspasó mi alma. Fue entre el Gran Hotel y la estación de Charing Cross donde un vendedor de periódicos, al que le faltaba una pierna, tenía expuestos los periódicos de la tarde. Exactamente dos días después de nuestra última conversación. Creo que permanecí unos momentos como atontado por un golpe. Conservo luego el confuso recuerdo de que eché mano violentamente a un periódico, de que el vendedor me reprendió, porque no le había pagado, y, por último, de que me detuve en la puerta de entrada de una farmacia, mientras encontraba la funesta gacetilla. La terrible hoja anunciadora de las noticias decía en letra negra sobre fondo amarillo: «MORTAL AGRESIÓN CONTRA SHERLOCK HOLMES »Nos enteramos, con pesar, de que el conocidísimo detective particular el señor Sherlock Holmes ha sido víctima esta mañana de una mortal agresión, de resultas de la cual ha quedado en estado grave. No se poseen detalles exactos acerca del suceso, pero debió de ocurrir en la calle Regent a eso de las doce de la noche, frente al café Royal. La agresión fue llevada a cabo por dos hombres armados de bastones. El señor Holmes fue golpeado en la cabeza y en el cuerpo, recibiendo heridas que los médicos califican de muy graves. Fue conducido al hospital de Charing Cross, y después insistió en que le condujesen a sus habitaciones de la calle Baker. Según parece, los malhechores que le agredieron eran hombres bien vestidos, que luego se pusieron a salvo de las personas que presenciaron el caso, metiéndose por el café Royal y saliendo de éste por la parte trasera, a la calle Glasshouse. Pertenecen, sin duda alguna, a la cofradía de criminales que tantas veces ha tenido que lamentar la actividad y la destreza desplegadas por el agredido». No hará falta decir que casi sin acabar de leer la noticia salté a un taxi y me lancé camino de la calle Baker. Encontré en el vestíbulo al célebre cirujano sir Leslie Oakshott, cuyo coche esperaba junto al bordillo de la acera. —No existe peligro inmediato —fue el informe suyo—. Dos heridas con desgarro en el cuero cabelludo y varios magulladuras importantes. Ha sido preciso darle varios puntos de sutura. Le ha sido inyectada morfina y es esencial que permanezca tranquilo, aunque no esté radicalmente prohibida una entrevista de algunos minutos. Con tal autorización me metí calladamente en el cuarto, que estaba medio a oscuras. El paciente estaba completamente despierto, y oí que me llamaba con un áspero cuchicheo. La cortinilla estaba bajada una cuarta parte de la altura de la ventana, dejando pasar de soslayo un rayo de sol que iba a proyectarse sobre la vendada cabeza del herido. La blanca compresa de hilo se había empapado de sangre y mostraba un manchón purpúreo. Me senté junto a la cama e incliné mi cabeza. —Perfectamente, Watson. No ponga esa cara de asustado —murmuró con voz débil—. La cosa no está tan mal como parece. —¡Gracias sean dadas a Dios! —Yo entiendo algo de la lucha con bastón, como usted sabe, y la mayoría de los bastonazos los recibí con mis brazos en posición de guardia. Con el que no pude es con el segundo enemigo. —¿Qué puedo hacer, Holmes? No cabe duda de que fueron enviados por ese maldito individuo. Iré y lo despellejaré a latigazos si usted me lo ordena. —¡Mi buen y querido Watson! No, sobre eso nada podemos hacer mientras la policía no les eche el guante a esos hombres. Tenían bien preparada la retirada. De eso podemos estar bien seguros. Espere un poco. Tengo trazados mis planes. Lo primero que es preciso hacer es exagerar mis heridas. Vendrán a pedirle noticias. Exagere de firme, Watson. Será mucha suerte si yo llego hasta el fin de la semana, rotura de cráneo, delirio, lo que guste. Nunca exagerará demasiado. —Pero ¿y sir Leslie Oakshott? —No dirá nada. Se fijará en lo peor de mi estado. Ya me cuidaré yo de ello. —¿Nada más? —Sí. Avise a Shinwell Johnson que procure apartar de la circulación a la muchacha. Esos caballeros la andarán buscando. Saben, como es natural, que ella me acompañó. Si se atrevieron a meterse conmigo, no es probable que se olviden de ella. Es cosa urgente. Hágalo esta misma noche. —Ahora mismo iré. ¿Algo más? —Coloque encima de la mesa mi pipa y la bolsita del tabaco, ¡muy bien! Venga por aquí todas las mañanas y trazaremos nuestro plan de campaña. Me las entendí con Johnson aquella misma noche para que llevase a la señorita Winter a un barrio tranquilo, y que tuviese cuidado de que permaneciese oculta hasta que pasase el peligro. El público estuvo durante seis días bajo la impresión de que Holmes se encontraba a las puertas de la muerte. Los boletines eran muy graves y en los periódicos aparecían gacetillas siniestras. Mis constantes visitas me daban a mí la seguridad de que la cosa no era tan seria. Su férrea constitución y su voluntad resuelta realizaban milagros. Se recobraba rápidamente, y en ocasiones llegaba yo a sospechar que se rehacía más rápidamente aún de lo que quería hacerme creer a mí. Había en aquel hombre una curiosa tendencia al secreto que solía producir muchos efectos dramáticos, pero que dejaba incluso a su más íntimo amigo haciendo cábalas sobre cuáles serían sus verdaderos planes. Holmes llevaba hasta el límite extremo el axioma de que el único conjurado que está seguro es el que lleva él solo una conjura. Yo me encontraba más próximo a él que nadie y, sin embargo, tenía en todo momento la sensación de la grieta que nos separaba. Al séptimo día le quitaron los puntos de sutura, a pesar de lo cual, los periódicos de la noche hablaban de erisipela(inflamación microbiana acompañada de fiebre). Los mismos periódicos de la noche trataban otra noticia que yo tenía por fuerza que llevar a mi amigo, lo mismo si estaba sano que si estaba enfermo. En la lista de pasajeros del barco de la «Cunard», el Ruritania, que zarpaba el viernes de Liverpool, figuraba el barón Adelbert Gruner, que tenía que cerrar en los Estados Unidos importantes transacciones financieras antes de su boda inminente con la señorita Violeta de Merville, única hija de, etcétera, etcétera. Holmes escuchó la noticia con una expresión fría y reconcentrada en su cara pálida. Comprendí que le había herido en lo vivo. —¡El viernes! —exclamó—. ¡Tan sólo quedan tres días! Yo creo que el muy canalla quiere zafarse del peligro. ¡Pero no lo conseguirá, Watson! ¡Por todos los diablos, que no lo conseguirá! Watson, quiero que haga usted algo que ahora voy a decirle. —Estoy aquí para servirle, Holmes. —Invierta usted las próximas veinticuatro horas en un estudio intensivo de las porcelanas de la China. No me dio ninguna explicación, ni yo se la pedí. Una larga experiencia me había enseñado la sabiduría de la obediencia. Pero cuando salía de su habitación fui caminando por la calle Baker adelante, dándole vueltas en mi cabeza a la idea de cómo me las iba yo a arreglar para cumplir aquella orden tan rara. Acabé haciéndome llevar en coche hasta la Biblioteca de Londres, en la plaza Saint James, consulté el caso con el segundo bibliotecario, Lomax, amigo mío, y salí de allí rumbo a mis habitaciones con un libraco bajo el brazo. Suele decirse que el abogado criminalista que prepara su caso, atiborrándose de datos como para interrogar el lunes a un testigo hábil, se olvida por completo de todos aquellos conocimientos forzados antes del sábado. Desde luego que yo no pretendo pasar hoy por una autoridad en cuestiones de cerámica. Sin embargo, toda aquella tarde, y toda aquella noche, con un corto intervalo para descansar, y toda la mañana siguiente me los pasé sorbiendo datos y cargando mi memoria de nombres. Aprendí en aquel libro los contrastes de los grandes artistas decoradores, el misterio de las fechas cíclicas, las características del Huná-wu y las bellezas del Yung-lo, los escritos de Tang-ving y las magnificencias del primitivo período del Sung y del Yuan. Cuando fui a visitar a Holmes a la mañana siguiente, iba yo cargado con todos aquellos conocimientos. Se había levantado ya de la cama, aunque nadie lo habría dicho a juzgar por los partes médicos publicados, y estaba hundido en su sillón favorito, apoyando su cabeza llena de vendajes en la mano. —Pero, Holmes; si uno fuera a creer a los periódicos pensaría que está usted agonizando —le dije. —Esa es precisamente la impresión que yo deseo producir. Y ahora dígame, Watson: ¿ha aprendido usted sus lecciones? —Por lo menos lo he intentado. —Pues entonces tráigame esa cajita que hay encima de la repisa de la chimenea. —Abrió la tapa y sacó del interior un objeto pequeño, envuelto con sumo cuidado en fina tela de seda oriental. La desenvolvió y quedó a la vista un fino platillo del más bello color azul oscuro—. Es preciso manejarlo con sumo cuidado, Watson. Es una auténtica porcelana cáscara de huevo de la dinastía Ming. Es la pieza más fina que ha pasado por la casa Christie. Un juego completo valdría como para pagar el rescate de un rey; a decir verdad, es dudoso que exista un solo juego completo fuera del palacio imperial de Pekín. Un verdadero entendido se saldría de sus casillas viendo este platillo. —¿Y qué he de hacer con él? Holmes me entregó una tarjeta en la que estaban escritas estas palabras: Dr. Hill Barton, 369 Half Moon Street. —Así es como usted se llamará esta noche, Watson. Irá usted a visitar al barón Gruner. Estoy bastante enterado de sus costumbres y es probable que a las ocho y media se encuentre desocupado. Se le avisará por adelantado con una carta que usted va a pasar a visitarle, y le dirá que le lleva un ejemplar de un juego absolutamente único de porcelana Ming. Puede usted incluso afirmar que es médico, porque ése es un papel que representa usted sin duplicidad. Es usted coleccionista, el juego en cuestión vino a parar a sus manos, ha oído hablar del interés que el barón se toma en ese asunto, y no tendría inconveniente en vendérselo si se ponen de acuerdo en el precio. —¿En qué precio? —Bien preguntado, Watson. Tenga por seguro que si no conoce el valor de lo que vende, podría quedarse muy por debajo en el pedir. Ha sido sir James quien me ha proporcionado este platito que procede, según yo creo, de la colección de su cliente. Si usted le dice que es difícil encontrar cosa igual en el mundo no exagerará. —Tal vez convendría que le ofreciese someter la tasación a un perito. —¡Magnífico, Watson! Hoy tiene usted verdaderos destellos. Sugiérale a Christie o a Sotheby. Su delicadeza le veda ponerle usted mismo precio. —¿Y si no me recibe? —Sí que le recibirá. Tiene la manía coleccionista en su forma más aguda, y especialmente en porcelanas, asunto en el que está reconocido como una autoridad. Siéntese, Watson, que voy a dictarle yo mismo la carta. No necesita contestación. Se limitará a decirle que va usted a visitarle y con qué objeto. El documento resultó admirable, breve, cortés y estimulador de la curiosidad del especialista. Lo llevó un mensajero de distrito a su debido tiempo. Aquella misma noche, con el precioso platillo en la mano y la tarjeta del doctor Hill Barton en el bolsillo, me lancé a la aventura. La magnificencia del edificio y del parque daban a entender, como sir James había dicho, que el barón Gruner era hombre de considerable fortuna. Una larga y serpenteante avenida de carruajes, bordeada a uno y otro lado por arbustos raros, desembocaba en una espaciosa plaza engravillada y decorada con estatuas. La finca había sido levantada por un rey del oro de Sudáfrica, en la época del auge febril de las minas, y el edificio, largo y de poca altura, con torrecillas en los ángulos, imponía por su volumen y por su solidez, aunque fuese una pesadilla arquitectónica. Un mayordomo, que habría constituido un ornamento en un tribunal de obispos, me hizo pasar y me puso en manos de un lacayo de librea(uniforme) de felpa, que me llevó a presencia del barón. Se hallaba en pie delante de una gran vitrina, cuya parte frontal estaba abierta, entre dos ventanas, y que contenía una parte de su colección de porcelanas chinas. Al entrar se volvió con un jarroncito de color castaño en la mano. —Haga el favor de sentarse, doctor —me dijo—. Estaba haciendo un inventario de mis tesoros y preguntándome si realmente puedo permitirme agregarles otros ejemplares. Quizá le interese este pequeño Tang, que data del siglo diecisiete. Tengo la seguridad de que jamás vio usted trabajo más fino y esmalte más rico. ¿Trae usted encima el platillo Ming del que me hablaba? Lo desenvolví con gran cuidado y se lo entregué. Se sentó frente a su escritorio, acercó la lámpara porque ya estaba oscureciendo y se puso a examinarlo. En esta actitud, la luz amarilla se proyectaba sobre sus facciones, y pude estudiarlas a placer. Era, sin duda, un hombre de extraordinaria belleza. Bien merecida tenía la celebridad que en Europa había adquirido de hombre bello. No pasaba de estatura mediana, pero era esbelto y lleno de vitalidad. Era de tez morena, casi oriental y grandes ojos negros, lánguidos, que muy bien podían ejercer una fascinación irresistible sobre las mujeres. Sus cabellos y su bigote eran de un color negro de cuervo, y este último era corto, puntiagudo y bien cosmetizado. Tenía facciones proporcionadas y agradables, a excepción de su boca, de labios rectos y delgados. Si alguna vez he visto yo una boca de asesino era, sin duda, aquélla; un tajo en la cara cruel, duro, de bordes apretados, inexorable y terrible. Obraba como mal aconsejado al impedir que el bigote la disimulase, tapándola, porque era como la señal de peligro puesta por la naturaleza como una advertencia a sus víctimas. Su voz era atrayente y sus maneras, perfectas. Le calculé muy poco más de treinta años, aunque luego se vio por su documentación que tenía cuarenta y dos. —¡Precioso, verdaderamente precioso! —dijo por último—. De modo que tiene usted un juego de seis servicios. Lo que me desconcierta es que no haya oído yo hablar hasta ahora de la existencia de tan magníficos ejemplares. Solo un juego conozco en Inglaterra que pueda compararse con éste, pero no existe probabilidad alguna de que salga al mercado. ¿Sería indiscreción, doctor Hill Barton, preguntarle cómo llegó a poder suyo esta rara y valiosa pieza? —¿Tiene eso alguna importancia? —le dije adoptando el aire de mayor despreocupación de que me fue posible revestirme—. Usted ha comprobado que se trata de una pieza auténtica y, por lo que respecta al precio, me conformo con que sea tasada por un experto. —Resulta sumamente misterioso —dijo, y en sus ojos negros relampagueó una súbita sospecha—. En una transacción de objetos de tanto valor, es natural que uno desee informarse bien de todos los detalles. No hay duda de que se trata de un ejemplar legítimo. Sobre eso tengo completa seguridad. Pero no tengo más remedio que encararme con todas las posibilidades: ¿y si luego resulta que no tenía usted derecho a vender el juego? —Estoy dispuesto a darle una garantía contra toda reclamación de esa clase. —Lo cual nos trae a plantear la cuestión del valor que tiene esa garantía suya. —Sobre ese extremo le contestarían mis banqueros. —Así es, pero con todo y con eso, esta transacción se me antoja fuera de lo normal. —Puede usted tomarlo o dejarlo —le dije yo con indiferencia—. Es usted el primero a quien se lo he ofrecido, porque sabía que es usted un entendido en la materia; pero no tendré dificultad alguna en venderlo a otras personas. —¿Quién le informó de que yo era un entendido? —Supe que había usted escrito un libro acerca de esta materia. —¿Ha leído ese libro? —No. —¡Por vida mía, que esto me resulta cada vez más difícil de entender! Es usted un entendido y un coleccionista que tiene en su colección un ejemplar valiosísimo, y, sin embargo, no se molesta en consultar el único libro que podía haberle explicado el verdadero alcance y el valor de lo que tenía entre manos. ¿Qué explicación me da usted de eso? —Yo soy hombre muy atareado. Soy médico establecido. —Eso no es responder. Cuando un hombre tiene una afición la sigue hasta el final, sean las que fueren sus demás actividades. En su carta me decía usted que es entendido en la materia. —Y lo soy. —¿Me permite que le haga algunas preguntas? Doctor, no tengo más remedio que decirle que este incidente me está resultando cada vez más sospechoso: digo, doctor, por si, en efecto, lo es usted. Dígame: ¿qué sabe usted del emperador Shomu y de qué manera lo relaciona usted con el Shoso-in, cerca de Nara? ¡Qué!, ¿le desconcierta? Cuénteme algo de la dinastía norteña de Wei y del lugar que ocupa en la historia de las cerámicas. Salté con rapidez de mi asiento, simulando irritación, y dije: —Esto es intolerable, señor. Vine con el propósito de hacerle a usted un favor, y no para que me examinase lo mismo que si yo fuera un niño de escuela. Quizá mis conocimientos sobre la materia sólo cedan a los de usted, pero no estoy dispuesto, desde luego, a contestar a preguntas que se me hacen de modo tan ofensivo. Clavó su vista en mí. Había desaparecido de sus ojos la languidez. Centellearon súbitamente. Entre sus labios crueles había un brillo de dientes. —¿Qué juego se trae? Usted ha entrado aquí como espía. Usted es un emisario de Holmes. Es una añagaza que me están jugando. Tengo entendido que el individuo en cuestión se está muriendo, y por eso, sin duda, destaca a instrumentos suyos a fin de que me vigilen. Vive Dios, que ha entrado usted hasta aquí sin permiso, pero le va a resultar más difícil salir que entrar. De un salto se puso en pie y yo retrocedí, preparándome para hacer frente a su agresión, porque el individuo estaba fuera de sí de furor. Quizá sospechó de mí desde el primer instante; desde luego, el interrogatorio le había hecho comprender la verdad; era evidente que yo no podía tener esperanzas de engañarle. Hundió la mano en un cajón lateral y revolvió furiosamente en el interior. Pero, de pronto, algo debió de llegar hasta su oído, porque se quedó inmóvil, escuchando atentamente. —¡Ah! —exclamó—. ¡Ah! —y se precipitó dentro del cuarto cuya puerta quedaba a sus espaldas. Llegué en dos zancadas hasta la puerta abierta. Jamás perderá claridad en mi imaginación el cuadro que allí presencié. La ventana por la que se salía al jardín estaba abierta de par en par. Junto a ella, produciendo la impresión de un fantasma terrible, con la cabeza envuelta en vendajes manchados de sangre, la cara enjuta y blanca, estaba Sherlock Holmes. Un instante después había desaparecido por aquella abertura, y llegó a mis oídos el chasquido de los arbustos de laurel al caer sobre ellos su cuerpo. El dueño de la casa dejó escapar un alarido de rabia y corrió hacia la ventana abierta para perseguirle. ¡Y en ese instante…! Porque fue en un instante, sí, pero yo lo vi con toda claridad. Un brazo, un brazo de mujer salió con ímpetu de entre las hojas. Casi en el acto dejó escapar el barón un grito espantoso; un chillido que resonará siempre en mi memoria. Se llevó con estrépito sus dos manos a la cara y se puso a correr por la habitación, golpeándose con la cabeza en las paredes. Luego cayó sobre la alfombra, rodando sobre sí mismo y retorciéndose mientras sus alaridos, en ininterrumpida sucesión, llenaban toda la casa. —¡Agua, por amor de Dios, agua! —gritaba. Eché mano a un botellón que había en una mesa lateral y corrí en socorro suyo. En ese mismo instante acudieron corriendo desde el vestíbulo el mayordomo y varios lacayos. Recuerdo que uno de ellos se desmayó al arrodillarse junto al herido y volver hacia la luz de la lámpara aquel rostro que causaba horror. El vitriolo(ácido sulfúrico) iba carcomiéndolo por todas partes, goteando desde las orejas y la barbilla. Uno de los ojos estaba ya blanco y como convertido en cristal. El otro estaba rojo e inflamado. Las facciones que momentos antes me habían producido admiración, eran como un bellísimo cuadro sobre cuya superficie había pasado el artista una esponja húmeda de inmundicias. Se habían desdibujado, deshumanizado, perdido el color y vuelto espantosas. Yo expliqué en pocas palabras lo que había ocurrido, sólo en lo referente al ataque con vitriolo. Unos saltaron por la ventana y otros salieron corriendo por la pradera, pero había oscurecido ya y empezaba a llover. Entre alarido y alarido, la víctima se enfurecía con la vengadora exclamando: —Fue Kitty Winter, esa gata infernal de Kitty Winter. ¡Endemoniada mujer! ¡Lo pagará, lo pagará! ¡Dios del cielo, este dolor es superior a mis fuerzas! Le lavé la cara con aceite, apliqué algodón en rama a las superficies en carne viva y le inyecté morfina por vía hipodérmica. La terrible expresión había hecho desaparecer de su mente todo recelo acerca de mí; se aferraba a mis manos como si aun en esa situación tuviera yo poder para curar aquellos ojos de pez muerto que se volvían queriendo mirarme. Aquella destrucción me habría arrancado lágrimas, si yo no hubiera tenido bien presente la vida vergonzosa que había traído como consecuencia un cambio tan horrendo. Me repugnaba aquel apretar de sus manos abrasadoras, y sentí alivio cuando el médico de cabecera, seguido inmediatamente por un especialista, se presentaron para relevarme. También llegó un inspector de policía, al que yo entregué mi verdadera tarjeta. Habría sido tan inútil como absurdo el obrar de otro modo, porque en Scotland Yard me conocían de vista casi tanto como a Holmes. Luego abandoné aquella casa de tristeza y de horror. Antes de una hora me encontraba en la calle Baker. Holmes estaba sentado en su silla de siempre; parecía muy pálido y agotado. Con independencia de sus heridas, hasta sus nervios de hierro habían sido sacudidos por los acontecimientos de aquella velada. Escuchó con espanto el relato que le hice de la transformación sufrida por el barón. —¡Así paga el demonio, Watson, así paga el demonio! —me dijo—. Más pronto o más tarde, ocurre siempre eso mismo. Bien sabe Dios, que los pecados eran muchos —agregó, agarrando de la mesa un volumen color castaño—. Este es el libro del que nos habló aquella mujer. Si esto no logra deshacer la boda, nada habrá capaz de lograrlo. Pero la deshará, Watson. No tiene más remedio. Ninguna mujer que se respete será capaz de mostrarse insensible. —¿Es el diario de sus amores? —O el diario de sus lascivias. Llámelo como mejor le parezca. En cuanto esa mujer nos habló de este libro, me di cuenta de que teníamos un arma terrible si conseguía hacerme con el mismo. En aquel entonces nada dije que pudiera transparentar mi pensamiento, porque la mujer hubiera podido irse de la lengua. Pero medité mucho en tal libro. Después, la agresión de que fui víctima me proporcionó la oportunidad de hacer creer al barón que no necesitaba ya adoptar precauciones en contra mía. Todo ello venía bien. Yo habría quizás esperado un poco más, pero su anunciado viaje a Norteamérica me forzó a actuar de inmediato. Ese hombre no habría dejado aquí un documento tan comprometedor. Teníamos que acometer enseguida la empresa. Escalar de noche la casa es imposible, porque ese hombre tomaba precauciones. Pero había la posibilidad de hacerlo durante la velada, a condición de que yo consiguiese llamar su atención hacia otro lado. Ahí es donde entraron en escena usted y su platillo azul. Pero tenía que saber con seguridad el sitio en que se encontraba el libro; sólo dispondría de escasos minutos para poder actuar, porque mi tiempo estaba limitado por sus conocimientos de la cerámica china. En vista de eso, me hice acompañar en el último instante por la muchacha. ¿Cómo iba yo a suponer lo que llevaba en el paquetito tan cuidadosamente escondido debajo de la capa? Tenía la seguridad de que había venido a trabajar exclusivamente por cuenta mía, pero, por lo visto, ella también tenía sus propios planes. —Ese hombre adivinó que yo había sido enviado por usted. —Me lo temía. Lo cierto es que usted le entretuvo el tiempo suficiente para que yo me apoderase del libro, pero no lo suficiente para que yo huyese sin que nadie se diese cuenta… ¡Hola, sir James, me alegro mucho de que haya venido usted! Nuestro cortés amigo se había presentado, respondiendo a una llamada previa. Escuchó con la más profunda atención el relato de lo ocurrido que le hizo Holmes. —¡Es maravilloso lo que hecho usted, maravilloso! —exclamó al final—. Pero si esas heridas son tan graves como asegura el doctor Watson, se habrá conseguido nuestro propósito de romper esa boda sin necesidad de recurrir al empleo de este horrible libro. Holmes movió negativamente la cabeza. —Las mujeres del tipo de miss De Merville no actúan de ese modo. Le amaría todavía más si le consideraba como un mártir desfigurado. No, no. Lo que tenemos que destruir es su apariencia moral, no su apariencia física. Ese libro la hará bajar de las nubes a la tierra. Es lo único que puede conseguirlo. Está escrito de su puño y letra, y eso es algo que no puede pasar por alto. Sir James se llevó el libro y el precioso platillo. Como yo trabajo atrasado, bajé con él a la calle. Esperaba a sir James un carruaje; subió al mismo, dio una orden rápida al abigarrado cochero, y el vehículo se alejó rápidamente. Sir James echó su gabán encima de la ventanilla de manera que la mitad que quedaba fuera cubría el escudo que ostentaba el panel, pero a pesar de ello, tuve yo tiempo de verlo, a la luz del abanico transparente de nuestra puerta. La sorpresa me dejó un instante sin aliento. Me di media vuelta y subí hasta el cuarto de Holmes. —He descubierto quién es nuestro cliente —exclamé, entrando de sopetón con mi gran noticia—. Sepa usted, Holmes, que es… —Es un amigo leal y un hombre caballeresco —dijo Holmes alargando la mano para cortarme la palabra—. Baste con eso, ahora y siempre, entre nosotros. Ignoro de qué manera se empleó el libro acusador. Quizá fue sir James el encargado de esa tarea, aunque es más probable que, por lo delicado de la misma, le fuese encomendada al padre de la joven. Fuese como fuere, el efecto que produjo fue el que se buscaba. Tres días después apareció en The Morning Post una gacetilla anunciando que no tendría lugar la boda entre el barón Adelbert Gruner y la señorita Violeta de Merville. En el mismo número del periódico venía reseñada la primera vista ante el tribunal de policía, en la acusación contra la señorita Kitty Winter por el grave delito de lanzamiento de vitriolo. Fueron aportadas en esa causa tales atenuantes que, según se recordará, fue sentenciada a la mínima pena que podía imponerse por semejante delito. Sherlock Holmes se vio en peligro de ser acusado de robo con escalo, pero cuando la finalidad es noble y el cliente es lo bastante insigne, hasta la rígida justicia inglesa se humaniza y se vuelve flexible. Mi amigo no ha tenido que comparecer hasta ahora en el banquillo. - 7 - La aventura de los tres gabletes No creo que ninguna de mis aventuras con Sherlock Holmes haya tenido un comienzo tan brusco y tan dramático como ésta que asocio con los tres gabletes y tejados triangulares. Llevaba varios días sin ver a Holmes e ignoraba por qué nuevo rumbo se encaminaban ahora sus actividades. Pero aquella mañana estaba de un humor hablador. Apenas me había instalado en el sillón, bajo y usado al lado de la chimenea, y mientras él se encogía con la pipa en la boca en el sillón de enfrente, llegó nuestro visitante. Si hubiese dicho que había llegado un toro furioso, habría dado una impresión más clara de lo que ocurrió. La puerta se abrió de par en par e irrumpió en la habitación un fornido negro. Habría resultado un tipo cómico si no fuera por su fantástica figura. Vestía un traje chillón a cuadros grises, y llevaba una corbata flotante color salmón. Proyectaba su ancha cara y su nariz achatada hacia delante, y sus ojos tristones, que mostraban un rescoldo de malicia, nos miraban tan pronto al uno como al otro. —¿Quién de ustedes es el señor Holmes? —preguntó en su característico inglés mal hablado. Holmes alzó su pipa con una lánguida sonrisa. —¿De modo que es usted? —dijo nuestro visitante, contorneando con andares desagradables y furtivos la esquina de la mesa—. Oiga señor Holmes, no meta usted cuchara en plato ajeno. Deje que cada cual se ocupe de sus asuntos. ¿Me ha comprendido, señor Holmes? —Siga hablando —le contestó Holmes—. Da gusto oírlo. —Da gusto oírme, ¿verdad que sí? —gruñó aquel bárbaro—. No le dará tanto si me obliga a decirle lo que pienso. A más de uno de su clase se la tenía jurada, y no estaban muy conformes cuando acabé de liquidar cuentas con ellos. ¡Fíjese en esto, señor Holmes! Movió con un vaivén, debajo de la nariz de mi amigo, un puño descomunal y lleno de protuberancias nudosas. Holmes lo examinó con expresión del más vivo interés, y le preguntó: —¿Nació con el puño así? ¿O es cosa que se desarrolla gradualmente? Puede que debido a la frialdad de hielo de mi amigo, o tal vez por el ligero ruido metálico del hurgón(instrumento de hierro para atizar el fuego) al agarrarlo; el hecho es que el ímpetu de nuestro visitante se apaciguó un poco, y dijo: —Bueno, ya queda debidamente advertido. Tengo un amigo que tiene intereses en el camino de Harrow, ya sabe lo que quiero decir, y no está dispuesto a que nadie se entrometa en sus asuntos. ¿Se ha fijado en lo que le digo? Usted no es la ley, y yo tampoco lo soy, y si usted va por allí, nos veremos las caras. No se olvide ni por un instante de lo que le digo. —Hace ya algún tiempo que deseaba conocerlo —dijo Holmes—. No lo invito a que se siente porque no me agrada su olor pero ¿no es usted Steve Dixie, el machacador? —Así me llamo, señor Holmes, y lo probaré en usted si me hincha los labios. —Seguramente sea lo último que necesita usted —le contestó Holmes, con la vista fija en la repugnante boca de nuestro visitante—. Sin embargo, fue la muerte del joven Perkins, delante del bar Holborn... ¡Cómo! ¿Se marcha usted? El negro había retrocedido unos pasos, y su cara se había puesto lívida. —No quiero oír hablar de semejante cosa —dijo—. ¿Qué tengo que ver con ese Perkins, señor Holmes? Yo estaba entrenándome en el Bull Ring, de Birmingham cuando ese joven se metió en problemas. —Bueno, Steve, eso ya se lo contará al juez —le dijo Holmes—. Los he venido vigilando a usted y a Stockdale. —¡Qué el Señor me contenga! Señor Holmes… —¡Basta! Largo de aquí. Ya sabré tenerlo en cuenta cuando me haga falta. —Buenos días, señor Holmes. Espero que no me guarde rencor por esta visita. —Se lo guardaré si no me dice quién le envió. —Bueno, señor, eso no es ningún secreto. Fue ese mismo caballero que acaba usted de nombrar. —Y a él, ¿quién lo metió en esto? —Eso sí que no lo sé, señor Holmes. Él se limitó a decirme «Steve, visita al señor Holmes, y avísale que su vida corre peligro si viene por Harrow». Esa es la pura verdad. Sin esperar a que se le hiciesen nuevas preguntas, nuestro visitante se ausentó de la habitación casi tan precipitadamente como había entrado. Holmes sacudió las cenizas de su pipa, riéndose por lo bajo. —Me alegro, Watson, de que no se haya visto obligado a romperle su lanuda cabeza con el hurgón. La verdad es que se trata de un individuo bastante inofensivo, de un bebé grande, musculoso, estúpido y fanfarrón, al que es fácil acobardar, como ya lo ha visto. Es uno de los miembros del grupo de Spencer John y ha participado en algunos asuntos sucios recientes, y que quizás aclare cuando disponga de tiempo. Su jefe inmediato, Barney, es un individuo más astuto. Se especializan en agresiones, intimidación y otros delitos por el estilo. Lo que me interesa saber es quién se esconde detrás de ellos en este caso. —¿Y por qué razón pretenden intimidarlo? —Por el caso de Harrow Weald. Y esto me ha decidido a examinar mejor ese asunto, porque hay algo feo oculto, por eso se toman todo este trabajo. —¿Y de qué se trata? —Se lo iba a explicar antes de que tuviésemos este interludio cómico. He aquí la carta de la señora Maberley. Si a usted le agrada, le enviaremos enseguida un telegrama y nos pondremos inmediatamente en camino. Yo leí lo que sigue: «Querido señor Holmes: Me están ocurriendo los más extraños incidentes en relación con esta casa, y agradecería mucho su consejo. Me encontrará en casa a cualquier hora del día de mañana. La casa se encuentra a un corto paseo de la estación de Weald. Tengo entendido que mi difunto esposo, Mortimer Maberley, fue uno de los primeros clientes que usted tuvo. Suya muy atentamente, MARY MABERLEY». La dirección era: «Los Tres Gabletes, Harrow Weald». —Ahí tiene, Watson —me dijo Holmes—. Bien, si dispone de tiempo, nos pondremos enseguida en camino. Un viaje corto en ferrocarril, y un viaje todavía más corto en coche, nos condujeron hasta la casa, que era un edificio de ladrillo y madera que se alzaba dentro de su propio terreno de un acre de tierra de pastos sin cultivar. Tres pequeñas proyecciones encima de las ventanas superiores constituían como un débil intento de justificar el nombre. Detrás de la casa había un bosque de pinos melancólicos y a medio desarrollar, y todo el aspecto de la casa era pobre y deprimente. Sin embargo, nos encontramos con un interior bien amueblado, y nos recibió una señora muy simpática, entrada ya en años, con todas las muestras de cultura y refinamiento. —Recuerdo a su esposo, señora —dijo Holmes—, aunque han transcurrido bastantes años desde que recurrió a mis servicios para yo no sé qué asunto de poca monta. —Quizá le suene más el nombre de mi hijo Douglas. Holmes miró a la señora con interés. —¡Válgame Dios! ¿Es usted la madre de Douglas Maberley? Yo lo trataba, aunque superficialmente. Pero todo Londres lo conocía. ¡Qué magnífica persona! ¿Dónde se encuentra en la actualidad? —¡Murió, señor Holmes, murió! Era agregado de la embajada en Roma, y murió el pasado mes a consecuencia de una pulmonía. —Lo lamento. Parecía imposible ligar la idea de la muerte con un hombre como él. Jamás conocí a nadie que tuviera una vitalidad tan despierta. Vivía intensamente, hasta con su última fibra. —Demasiado intensamente, señor Holmes. Esa fue su ruina. Usted lo recordará como era… gallardo y majestuoso. No ha visto la caprichosa, malhumorada y cavilante criatura en la que se convirtió. Su corazón se partió. En un solo mes me pareció ver a mi galante muchacho transformarse en un cínico y desgastado hombre. —¿Una aventura amorosa… una mujer? —O un demonio. Bien, no fue para hablar de mi pobre muchacho que le pedí que viniera, señor Holmes. —El doctor Watson y yo estamos a su servicio. —Han ocurrido varios sucesos muy extraños. He estado viviendo en esta casa durante más de un año, y he disfrutado de la ventaja de tener una vida retirada por lo que he visto poco a mis vecinos. Hace tres días recibí una llamada de un hombre que decía ser un comprador. Dijo que esta casa se adaptaba exactamente a los deseos de uno de sus clientes, y que si pudiera renunciar a ella por dinero no habría objeción. Me pareció muy extraño ya que aquí hay varias casas vacías en venta que aparecen ser igualmente elegibles, pero naturalmente estaba interesada en lo que decía. En consecuencia mencioné un precio que era quinientas libras más del que me ofrecía. Inmediatamente cerramos la oferta, pero añadió que su cliente deseaba comprar el mobiliario cuando pusiera un precio sobre él. Algunos de los muebles son de mi antiguo hogar, y son, como verá, muy buenos, por lo que le pedí una buena suma. En esto también estuvo de acuerdo. Siempre quise viajar, y el convenio era tan bueno que realmente parecía que podría ser mi propia dueña para el resto de mi vida… Ayer el hombre regresó con todos los acuerdos por escrito. Afortunadamente se los mostré al señor Sutro, mi abogado, quien vive en Harrow. Me dijo: «Este es un documento extraño. ¿Está segura que si usted firma no puede legalmente retirar algo de la casa… ni siquiera sus propias posesiones privadas?». Cuando el hombre regresó por la tarde llamé su atención sobre este tema, y le dije que sólo quería vender los muebles. Él me contesto «No, no, todo». A lo que le repliqué: «¿Pero mis ropas? ¿Mis joyas?». Él me dijo entonces: «Ah bien, algunas concesiones pueden hacerse para sus efectos personales. Pero nada saldrá de la casa sin que sea controlado. Mi cliente es una persona muy liberal, pero tiene sus manías y su manera propia de hacer las cosas. Todo o nada, es su consigna». «Entonces va a ser nada», le contesté. Y ahí quedaron las cosas; pero aquel asunto me pareció tan fuera de lo común, que pensé… Al llegar a este punto tuvimos una interrupción muy extraordinaria. Holmes alzó la mano pidiendo silencio. Acto seguido cruzó la habitación, abrió de pronto la puerta y arrastró al interior a una mujer alta y delgada a la que había agarrado por el hombro. Ésta entró forcejeando torpemente igual que una enorme ave de corral a la que se saca de su nido cacareando. —¡Déjeme en paz! ¿Qué está usted haciendo conmigo? —chilló. —¿Qué ocurre, Susan? —Señora, yo quería preguntarle si los señores que habían venido de visita almorzarían aquí, y en ese instante, sin mediar palabra, este señor se abalanzó sobre mí. —Venía escuchándola desde hace cinco minutos, pero no quise interrumpir su interesantísimo relato. ¿No está algo asmática, Susan? Su respiración es demasiado fatigosa para esta clase de trabajo. Susan se volvió hacia su cautivador con expresión huraña, pero asombrada. —¿Y quién es usted, en todo caso, y qué derecho tiene para apurarme de ese modo? —Lo hice simplemente porque deseo hacer una pregunta en su presencia. ¿Habló con alguien, señora Maberley, de que me iba a escribir para consultarme? —No, señor Holmes; no se lo dije a nadie. —¿Quién echó su carta al correo? —Susan. —Precisamente. Y ahora, Susan: ¿a quién escribió o a quién envió un mensaje advirtiéndole que su señora iba a consultar conmigo? —Eso es una gran mentira. No envié ningún mensaje. —Vea, Susan, que los que padecen de asma no viven mucho tiempo. Ya lo sabe. Decir mentiras es un pecado. ¿A quién avisó? —¡Susan! —gritó su ama—. Creo que eres una mujer ruin y traicionera. Ahora recuerdo que la vi hablando con alguien sobre la cerca. —Eso es de mi única incumbencia —dijo la mujer malhumoradamente. —¿Podría suponer que era Barney Stockdale a quién le habló? — dijo Holmes. —Y si lo conoce, ¿por qué pregunta por él? —Porque no estaba seguro, pero ahora sí. Está bien, Susan, le daré diez libras si me dice quién está detrás de Barney. —Alguien que puede ofrecer miles de libras por cada diez que tiene en el mundo. —¿Entonces, es un hombre rico? No; sonrió… una mujer rica. Ahora que hemos llegado tan lejos, puede darnos el nombre y ganarse un billete de diez libras. —Lo veré en el infierno primero. —¡Oh, Susan! ¡Tu lenguaje! —Me voy de aquí. Ya estoy harta de todos ustedes. Enviaré a alguien por mi maleta mañana —y se retiró por la puerta. —Adiós, Susan. El mejor remedio es un calmante… — repentinamente su expresión se tornó de lívida a severa cuando la puerta se hubo cerrado tras de la excitada y furiosa mujer—. Esa pandilla significa negocios. Mire qué tan cerca hacen su juego. Su carta tiene el matasellos de las 10 P. M. y con todo, Susan se lo comunica a Barney. Barney tiene tiempo de ir a su patrón y obtener instrucciones; él o ella (me inclino por lo último de acuerdo a la ironía de Susan cuando pensó que había cometido un error) idea un plan. Se llama al negro Steve, y soy amenazado a las once en punto de la mañana. Así de rápido trabaja esta gente. —¿Pero qué es lo que quieren? —Sí, esa es la pregunta. ¿Quién tenía la casa antes que usted? —Un capitán de mar retirado llamado Ferguson. —¿Algo memorable acerca de él? —Nada que haya oído. —Me pregunto si pudo haber enterrado algo. Por supuesto, cuando la gente entierra los tesoros hoy en día lo hacen en el banco o en la oficina de correos. Pero siempre hay algunos lunáticos en este tema. Sería un mundo aburrido sin ellos. Al principio pensé que había enterrado algo de valor. ¿Pero por qué, en ese caso, podrían querer su mobiliario? ¿No tendrá usted un Rafael o un manuscrito de Shakespeare sin saberlo? —No, no lo creo, no tengo nada más raro que un juego de té de Crown Derby. —Eso no justificaría todo este misterio. ¿Por qué no deberían decir abiertamente qué es lo que quieren? Si codiciaran su juego de té, podrían seguramente ofrecer un precio por él sin comprar lo que está encerrado, almacenado y puesto en barriles. No, como yo lo veo, hay algo que usted no sabe que lo tiene, y que no se lo daría si lo supiera. —Así lo veo yo —dije. —El Dr. Watson está de acuerdo, así que eso lo zanja. —¿Y bien, Sr. Holmes, qué puede ser? —Veamos si por el puro análisis mental podemos llegar a alguna conclusión. Ha estado viviendo en esta casa durante un año. —Casi dos. —Mejor aún. Durante este largo período nadie quiso nada de usted. Ahora repentinamente en tres o cuatro días tiene urgentes demandas. ¿Qué deduce de ello? —Eso sólo puede significar —dije— que el objeto, cualquiera que sea, ha llegado a esta casa recientemente. —Está en lo correcto una vez más —dijo Holmes—. En ese caso, Sra. Maberley, ¿ha recibido un objeto recientemente? —No, no he comprado nada nuevo este año. —¡De veras! Eso es algo notable. Bien, creo que tenemos que permitir que algunos asuntos sigan su curso hasta que tengamos datos más claros. ¿Es un hombre preparado su abogado? —El señor Sutro es una persona muy capaz. —¿Tiene alguna otra doncella, o la linda Susan, que en este momento ha cerrado con un portazo la puerta delantera, era la única? —Tengo una muchacha joven. —Entonces procure conseguir que el señor Sutro duerma en la casa un par de noches, porque quizás necesite usted protección. —¿Protección ante quién? —¡Vaya usted a saber! El asunto es, desde luego, oscuro. Si no logro descubrir qué es lo que andan buscando, tendré que abordar el asunto por el otro extremo, procurando acercarme al urdidor de todo esto. ¿Le dejó alguna dirección el agente de alquileres? —Nada más que su tarjeta, en la que consta su profesión: Haines Johnson, subastador y tasador. —No creo que lo encontremos en la guía de profesionales. Los hombres que se dedican a negocios honrados no ocultan la dirección de su lugar de trabajo. Está bien, comuníqueme cualquier novedad que ocurra. Me he hecho cargo de su caso, y puede confiar en que lo seguiré hasta el final. Cuando cruzábamos por el vestíbulo, los ojos de Holmes, a los que nada se les escapaba, se fijaron en varias maletas y cajones que estaban apilados en un rincón y en los que se destacaban unas etiquetas. —«Milán». «Lucerna». Este equipaje procede de Italia. —Son las cosas del pobre Douglas. —¿Todavía no las ha desempaquetado? ¿Desde cuándo las tiene en casa? —Llegaron la semana pasada. —Pero usted nos dijo… ¡Vaya, aquí tenemos el eslabón que nos faltaba! ¿Cómo sabe que no hay ahí dentro nada de valor? —Porque no puede haberlo, señor Holmes. El pobre Douglas sólo contaba con su paga y una pequeña renta anual. ¿Qué es lo que podría poseer de valor? Holmes permaneció un rato absorto en sus meditaciones. Por último dijo: —Señora Maberley, ordene sin perder un momento que suban todas estas cosas a su dormitorio. Examínelas lo antes posible, y vea qué es lo que contienen. Vendré mañana para conocer su dictamen. Era evidente que Los Tres Gabletes se hallaban sometidos a estrecha vigilancia, porque cuando circunvalamos la alta cerca, al final del camino, vimos que el boxeador negro estaba allí, a la sombra. Tropezamos con él de improviso, y su figura resultaba, en aquel lugar solitario, sombría y amenazadora. Holmes se puso la mano en el bolsillo. —Buscando el revólver, ¿verdad, señor Holmes? —No, Steve; buscando mi frasco de perfume. —Es un hombre de buen humor, señor Holmes, ¿verdad? —No le divertirá mucho, Steve, si me pongo a perseguirle. Se lo advertí esta mañana. —Está bien, señor Holmes, he pensado en todo lo que usted me dijo, y no quiero que se hable más del asunto del señor Perkins. Mire, señor Holmes, si yo puedo ayudarlo en algo, cuente conmigo. —Entonces dígame quien está en el fondo de todo este asunto. —¡Que Dios me valga, señor Holmes, le dije la pura verdad! Lo ignoro. Mi mandamás, Barney, me da diversas órdenes, y yo no sé nada. —Entonces bien, Steve, no olvide que la señora que vive en esa casa y todo cuanto hay debajo de ese techo están bajo mi protección. Téngalo presente. —Perfectamente, señor Holmes. Me acordaré de ello. —La verdad es, Watson, que he logrado asustarlo y hacerlo temer por su propio pellejo —contestó Holmes, mientras caminábamos—. Creo que sería capaz de traicionar a su patrón si supiese quién es. Fue una suerte que yo estuviese algo enterado de las actuaciones del grupo de Spencer John, y que Steve sea un miembro del mismo. Y bien, Watson, éste es un caso como para consultarlo con Langdale Pike, y ahora mismo voy en su busca. Quizá cuando regrese consiga ver más claro en el asunto. No volví a ver a Holmes en el transcurso del día, pero puedo suponer perfectamente de qué manera lo pasó, porque Langdale Pike era su libro viviente de consulta en todo cuanto se relacionaba con los escándalos de sociedad. Este personaje extraordinario y lánguido pasaba sus horas de vigilia en el arco de la ventana de un club de la calle Saint James y era tanto el receptor como también el transmisor de todos los chismes de la metrópolis. Se dedicaba a escribir artículos con los que contribuía todas las semanas a la basura que satisface a un público inquisitivo. Si bien nunca había bajado a las túrbidas profundidades de la vida de Londres, si había algún extraño remolino o espiral sobre la superficie, era señalado con automática exactitud por este dial humano. Holmes discretamente había ayudado a Langdale con su conocimiento, y en una ocasión fue ayudado a su vez por Langdale. Cuando temprano a la mañana siguiente, me encontré con mi amigo en su habitación, supe observando su porte que todo estaba bien, pero nada menos que una desagradable sorpresa nos estaba esperando. Tomó la forma del siguiente telegrama: «Por favor venga inmediatamente. Casa de cliente desvalijada durante la noche. Policía en la casa. SUTRO». Holmes silbó. —El drama ha llegado a una crisis, y más rápido de lo que esperaba. Hay un gran poder detrás de este asunto que maneja todo, Watson, lo que no me sorprende después de lo que escuché. Este Sutro, por supuesto, es su abogado. Cometí un error, me temo, en no preguntarle si quería pasar la noche de guardia. Este tipo ha demostrado claramente no tener redaños. Bien, no hay nada que hacer excepto otro viaje a Harrow Weald. Encontramos a Los Tres Gabletes con un aspecto diferente del ordenado hogar del día anterior. Un pequeño grupo de curiosos se habían congregado en la puerta del jardín, mientras un par de alguaciles estaban examinando las ventanas y los setos de geranios. En el interior nos encontramos con un formal y gris caballero, quién se presentó como el cooperativo abogado, así como con un rubicundo y bullicioso inspector de policía, quien saludó a Holmes como un viejo amigo. —Señor Holmes, me temo que en esta ocasión no tiene nada que hacer aquí. Se trata de un robo corriente y moliente, muy dentro de la capacidad de la pobre policía rutinaria. No se necesitan especialistas. —Desde luego que el caso está en muy buenas manos —le contestó Holmes—. ¿De modo que se trata de un simple robo? —Así es. Sabemos perfectamente quienes son los asaltantes y adónde los encontraremos. Se trata del grupo de Barney Stockdale, del que forma parte el negro corpulento. Se los ha visto por estos alrededores. —¡Magnífico! ¿Qué se llevaron? —Verá, por lo visto muy poca cosa. Dieron cloroformo a la señora Maberley y la casa fue…, ¡pero aquí tenemos frente a nosotros a la misma señora en persona! Nuestra amiga del día anterior había entrado a la habitación. Se apoyaba en una joven y parecía pálida y enferma. —Señor Holmes, me dio usted un buen consejo —dijo, sonriendo tristemente—. ¡Pero, no lo seguí! No quise molestar al señor Sutro, y me quedé sin protección alguna. —Yo no me he enterado hasta esta mañana —explicó el abogado. —El señor Holmes me aconsejó que hiciese pernoctar en la casa a un amigo. Desatendí su consejo y lo pagué. —Parece que se encuentra usted muy mal —dijo Holmes—. Quizá no esté como para contarme lo que le ocurrió. —Está todo aquí dentro —dijo el inspector, dando golpecitos en un voluminoso libro de notas. —Sin embargo, si la señora no se siente demasiado agotada… —La verdad es que queda muy poco por contar. No me cabe duda de que esa malvada Susan lo había preparado todo para que entrasen en la casa. Seguro que la conocían centímetro a centímetro. Tuve durante un instante la sensación del paño impregnado de cloroformo que me colocaron encima de la boca pero no puedo hacerme una idea del tiempo que permanecí sin conocimiento. Cuando me desperté, había un hombre junto a la cama y otro se incorporaba de entre el equipaje de mi hijo con un legajo de papeles en la mano. El equipaje estaba abierto en parte y el contenido desparramado por el suelo. Antes de que aquel hombre pudiera huir, yo me abalancé y me aferre a él. —Corrió un peligro muy grande —dijo el inspector. —Me aferré a él, pero me arrojó de una sacudida, y el otro debió golpearme, porque ya no recuerdo nada más. La doncella, Mary, se despertó con el ruido y pidió socorro a gritos por la ventana. Eso hizo que acudiese la policía, pero aquellos bandidos habían huido. —¿Qué es lo que se llevaron? —Yo no creo que falte nada de valor. Estoy segura de que no había nada de valor en las maletas de mi hijo. —¿No dejó aquel hombre algo que pueda servir de clave? —Quedó una hoja de papel que es muy posible que le haya quitado cuando me aferré a él. Estaba en el suelo toda arrugada. Es de letra de mi hijo. —Lo que quiere decir que nos servirá de muy poca cosa —dijo el inspector —. Si, en cambio, hubiese sido de letra del ladrón… —Exactamente —dijo Holmes—. ¡Qué sentido común más firme! En todo caso, me gustaría examinar ese papel. El inspector sacó de su cartera una hoja de papel, doblada, tamaño folio, y dijo con solemnidad: —Yo no dejo que se me escape nada, por insignificante que parezca. Es un consejo que le doy a usted, señor Holmes. Veinticinco años de experiencia me han hecho aprender la lección. Siempre existe alguna posibilidad de que se encuentren huellas dactilares, o alguna otra cosa. Holmes examinó la hoja de papel. —¿Qué saca en claro de esto, inspector? —Da la impresión de que se trata de la última hoja de una novela rara, por lo que yo he podido ver. —Sí, muy bien podría ser que con ella termine una curiosa historia —dijo Holmes—. Se habrá fijado en que lleva en lo alto la numeración de la página. Es la doscientas cuarenta y cinco. ¿Dónde están las doscientas cuarenta y cuatro que faltan? —Creo que se las llevaron los ladrones. ¡Que les aproveche! —Resulta extraño que asalten una casa para robar unos papeles como esos. ¿No le sugiere nada ese hecho? —Sí, señor; me hace pensar en que, con la precipitación del momento, se llevaron lo primero que tuvieron a mano. ¡Que disfruten alegremente de su botín! —¿Por qué razón tenían que revolver en el equipaje de mi hijo? — preguntó la señora Maberley. —Verá, al no encontrar en la planta baja objetos de valor, subieron a probar fortuna en el piso alto. Así es como yo lo interpreto. ¿Qué le parece a usted, señor Holmes? —Tengo que meditar sobre eso, inspector. Watson, venga hasta la ventana —una vez allí los dos, Holmes leyó el escrito hasta el final. Empezaba en la mitad de una frase y decía así: «… cara sangraba considerablemente de los cortes y de los golpes, pero aquello no era nada comparado con lo que sangró su corazón cuando vio el rostro encantador, aquel rostro por el que había estado dispuesto a sacrificar su propia vida, contemplando su angustia y su humillación. Ella se sonreía…; sí, vive Dios, se sonrió, como demonio sin corazón que era, cuando él alzó su vista para mirarla. En aquel instante el amor murió y nació el odio. Todo hombre debe vivir para algo. Si no he de vivir para abrazarte, señora mía, entonces tendré seguramente que vivir para destruirte para que mi venganza sea completa». —¡Extraña redacción! —dijo Holmes sonriendo, al devolver el papel al inspector—. ¿Se fijó en que de pronto deja de hablar en tercera persona y escribe en primera? Entusiasmado con su relato, el autor del escrito se imaginó en el momento supremo que era él mismo el protagonista. —Sí, me pareció una escritura inconsistente —dijo el inspector, volviendo a colocar la hoja en su cartera—. ¡Cómo! ¿Se va, señor Holmes? —No creo que tenga nada que hacer aquí una vez que el asunto se halla en tan buenas manos. A propósito, señora Maberley. Me dijo que deseaba viajar, ¿verdad? —Viajar ha sido siempre mi mayor ilusión, señor Holmes. —¿A dónde le agradaría ir: a El Cairo, Madeira, la Riviera…? —Oh, si tuviera dinero iría alrededor del mundo. —Exactamente. Alrededor del mundo. Bien, buenos días. Le enviaré algunos renglones por la tarde. Cuando pasamos la ventana vi al avanzar la sonrisa del inspector y la sacudida de cabeza. «Estos tipos astutos siempre tienen un toque de locura». Eso fue lo que leí en la sonrisa del inspector. —En fin, Watson, estamos en la última etapa de nuestro pequeño viaje — dijo Holmes cuando regresábamos entre el bullicio del centro de Londres una vez más—. Creo que podremos tener más claro el asunto inmediatamente, y sería bueno si pudiera acompañarme, porque es más seguro tener un testigo cuando uno se enfrenta con una señora como Isadora Klein. Tomamos un taxi y salimos acelerados hacia alguna dirección en Grosvenor Square. Holmes había estado ensimismado con sus pensamientos, pero se avivó de repente. —A propósito, Watson, ¿supongo que lo ve todo claramente? —No, no puedo decir tal cosa. Solamente puedo deducir que estamos yendo a ver a la señora que está detrás de estas acciones. —¡Exactamente! ¿Pero el nombre de Isadora Klein no le dice nada? Ella era, por supuesto, la belleza por excelencia. Nunca hubo una mujer que se le pudiera comparar. De pura raza española, de la sangre real de los magistrales conquistadores. Sus familiares han sido los líderes en Pernambuco durante generaciones. Se casó con el anciano rey del azúcar alemán, Klein, y actualmente es la más rica así como también la más amada viuda sobre la tierra. Después hubo un periodo de aventuras donde ella se rindió a sus propios deseos. Tenía varios amantes, y Douglas Maberley, uno de los más notables hombres en Londres, fue uno de ellos. Fue según los rumores, más que una mera aventura la relación que mantuvo con él. No era una débil mariposa de sociedad, sino un fuerte y orgulloso hombre que daba y esperaba todo. Pero ella es la «belle dame sans merci»(fr. hermosa dama sin piedad) de la ficción. Cuando su capricho era satisfecho el asunto se terminaba, y si la otra parte no quería aceptar sus palabras, sabía cómo quitárselos de encima. —Entonces esa fue su propia historia… —¡Ah! Ya está uniendo las piezas. He oído que está a punto de casarse con el joven duque de Lomond, quien podría ser su hijo. Su madre Grace puede pasar por alto la edad, pero un gran escándalo sería un hecho diferente, así que es imperativo… ¡Ah! Aquí estamos. Era una de las más finas casas esquineras del West End. Un lacayo cogió nuestras tarjetas y regresó comunicándonos que la señora no estaba en casa. —Entonces esperaremos hasta que regrese —dijo Holmes festivamente. —Que no esté en casa significa que no está para usted —dijo el lacayo. —Perfecto —respondió Holmes—. Eso significa que no tendremos que esperar. Sea tan amable de darle esta nota a su señora. Garabateó tres o cuatro palabras sobre una hoja de su agenda, la dobló y se la entregó en mano al hombre. —¿Qué decía, Holmes? —pregunté. —Simplemente escribí: «¿Preferiría a la policía?». Creo que eso debería permitirnos entrar. Lo hizo… con increíble celeridad. Un minuto después estábamos en un salón al estilo de las Noches de Arabia, vasto y maravilloso, en un penumbra deliberadamente conseguida mediante una ocasional luz eléctrica rosa. La señora había llegado, según me pareció, a ese tiempo de la vida cuando incluso la más soberbia belleza encuentra a la media luz una mejor bienvenida. Se levantó del sofá cuando entramos: alta, majestuosa, una figura perfecta, una hermosa cara como si fuera una máscara, con dos maravillosos ojos españoles que parecían asesinarnos a ambos. —¿Qué significan esta insistencia y este mensaje insultante? —preguntó, mostrando la hoja de papel. —No necesito explicarlo, señora. Siento demasiado respeto por su inteligencia para hacer semejante cosa, aunque reconozco que en los últimos días esa inteligencia ha tenido deslices sorprendentes. —¿Cómo es eso, señor? —Suponiendo que sus fanfarrones a sueldo podían apartarme de mi tarea con amenazas. Ningún hombre se lanzaría a la profesión a la que yo me dedico si no fuera porque el peligro lo atrae. ¿De tal modo que fue usted la que me obligó a hacer indagaciones en el caso del joven Maberley? —No tengo la menor idea de lo que está hablando. ¿Qué tengo que ver con esos fanfarrones a sueldo? Holmes se dio media vuelta con expresión de desgana. —En efecto, he menospreciado su inteligencia. ¡Buenas tardes! —Espere. ¿A dónde va usted? Estábamos todavía a mitad de camino de la puerta, cuando ella nos alcanzó y agarró a Holmes del brazo. Se había transformado instantáneamente de acero en terciopelo. —Vengan, señores, y tomen asiento. Discutamos el asunto a fondo. Señor Holmes, tengo la sensación de que puedo hablar francamente con usted, porque posee los sentimientos de un caballero. ¡Qué rápidamente lo descubre el instinto de una mujer! Lo trataré a usted como a un amigo. —No puedo prometerle reciprocidad, madame. Yo no soy la ley, pero represento a la justicia hasta donde alcanzan mis pobres facultades. Estoy dispuesto a escuchar, y después le diré qué es lo que voy a hacer. —Fue una estupidez mía, desde luego, amenazar a un hombre valeroso como usted. —Lo verdaderamente estúpido, madame, es que usted se haya entregado a manos de un grupo de sinvergüenzas capaces de someterla a un chantaje o denunciarla. —¡No, no! No soy tan bobalicona. He prometido hablarle con franqueza, le diré que nadie, fuera de Barney Stockdale y de Susan, su mujer, tiene la más remota idea de quién es la persona a la que obedecen. Por lo que a ellos respecta, le diré que no es la primera… Se sonrojó y asintió con un movimiento de cabeza, adoptando unos aires encantadores de mujer coqueta intimidada. —Comprendo. Los ha puesto a prueba antes. —Son unos buenos sabuesos que siguen la pista en silencio. —Pero esa clase de sabuesos tiene la costumbre de morder más pronto o más tarde la mano que les da de comer. Serán encarcelados por este robo. La policía los busca ya. —Cargarán con lo que les corresponda. Para eso se les paga. Mi nombre no se pronunciará para nada en este asunto. —A menos de que yo la haga figurar dentro del mismo. —No, no; usted no lo hará. Usted es un caballero, y se trata de un secreto de mujer. —En primer lugar, tiene que devolver ese manuscrito. Se rio a carcajadas, y cruzó la sala hasta la chimenea. Había en ella una masa calcinada que revolvió con el hurgón. —¿Quiere que devuelva esto? —preguntó. Tan canallescamente exquisita parecía, plantada delante de nosotros con una sonrisa desafiante, que comprendí que entre los criminales de Holmes, aquella mujer era la única a la que a éste le resultaría más difícil hacer frente. Sin embargo, Holmes era inmune al sentimentalismo, y dijo fríamente: —Eso decide su suerte. Ha sido muy rápida actuando, madame, pero en esta ocasión se ha excedido. Ella tiró al suelo el hurgón, que sonó con estrépito, y exclamó: —¡Qué duro de corazón es usted! ¿Quiere que le cuente todo lo ocurrido? —Creo que podría contárselo yo mismo. —Pero es preciso, señor Holmes, que mire la cuestión con mis propios ojos. Comprenda el punto de vista de una mujer que ve cómo se viene abajo en el último instante toda la ambición de su vida. ¿Puede censurársele que se defienda? —Suyo fue el pecado primitivo. —¡Sí, sí! Lo reconozco. Douglas era un muchacho encantador, pero la mala suerte quiso que no encajase dentro de mis proyectos. Él quería casarse…, casarse, señor Holmes; que me casase con un hombre corriente y sin dinero. No se conformó. Después se puso terco. Creyó que porque yo había cedido tenía que seguir cediendo, y ceder a él solo. Eso era intolerable, y tuve que acabar por hacérselo comprender. —Y se lo hizo comprender alquilando a un grupo de maleantes para que lo apalearan debajo de su ventana. —Por lo visto, usted lo sabe todo. Sí, es cierto. Barney y sus hombres se lo llevaron en coche y lo trataron, lo reconozco, con algo de dureza. Pero ¿qué hizo él entonces? ¿Podía creer que un caballero cometiese acción semejante? Escribió un libro en el que relató su propia historia. Yo, como es natural, era el lobo; él, en cambio, era el cordero. En ese libro, aunque bajo nombres distintos, como es natural, se relataba todo; pero, aunque los nombres fuesen distintos, ¿habría habido en todo Londres una sola persona que no cayese en la cuenta? ¿Qué me dice de eso, señor Holmes? —Digo que estaba dentro de sus derechos. —Fue como si los aires de Italia se le hubieran metido en la sangre, introduciendo en él el tradicional espíritu vengativo italiano. Me escribió y me envió una copia de su libro a fin de que yo sufriese por anticipado la tortura. Me decía que existían dos copias, una para mí y otra para su editor. —¿Cómo supo usted que el editor no había recibido su copia? —Yo sabía quién era su editor, porque no era ésa su primera novela. Me enteré de que no había recibido noticias de Italia. Entonces se produjo la muerte súbita de Douglas. Mientras existiese el otro manuscrito, no habría seguridad para mí. Tenía que encontrarse entre sus efectos personales, y éstos serían devueltos a su madre. Hice entrar en acción a la banda. Una de las personas de la misma se colocó de sirvienta en la casa. Quise realizar el trabajo honradamente. Le aseguro de verdad que yo quería actuar de ese modo. Estaba dispuesta a comprar la casa con todo lo que ella contenía. Ofrecí pagar el precio que ella quisiese pedir. Únicamente recurrí a otros medios cuando hubo fallado todo lo demás. Entonces bien, señor Holmes, reconociendo que yo traté con excesiva dureza a Douglas, ¡y bien sabe Dios lo apesadumbrada que estoy!, ¿qué otra cosa podía hacer cuando se jugaba todo mi porvenir? Sherlock Holmes se encogió de hombros. —Bien, bien —le contestó—; me imagino que, como de costumbre, no tendré más remedio que transigir con un delito. ¿Cuánto vendrá a costar un viaje alrededor del mundo hecho a toda comodidad? La dama lo miró con ojos de asombro. —¿Podría realizarse con cinco mil libras? —¡Sí, yo creo que sí, desde luego! —Perfectamente. Creo que usted me firmará un cheque por esa cantidad, y yo me cuidaré de que llegue a manos de la señora Maberley. Es acreedora de que usted le proporcione un pequeño cambio de aires. Y para terminar, señora mía —al decir esto, Holmes le apuntó con el índice en señal de advertencia—: ¡Tenga cuidado! ¡Tenga cuidado! ¡No es posible jugar toda la vida con instrumentos de filo sin cortarse alguna vez esas manos tan delicadas! - 8 - La aventura del soldado de la piel decolorada Las ideas de mi amigo Watson, aunque limitadas, son extraordinariamente pertinaces. Desde hace tiempo ha venido hostigándome para que escriba uno de mis casos. Quizá he provocado yo mismo esa persecución, por haberle hecho notar muchas veces la superficialidad de sus relatos, acusándole de inclinarse hacia el gusto popular, en vez de ceñirse rigurosamente a los hechos y a las cifras. «¡Pruebe a escribir usted mismo, Holmes!», me ha solido replicar, y ahora, después de tomar la pluma en la mano, me veo forzado a reconocer que, en efecto, empiezo a darme cuenta de que es preciso presentar el asunto de manera que pueda interesar al lector. Es difícil que el siguiente caso no interese, porque se cuenta entre los más raros de mi colección, aunque Watson no tenga notas del mismo en la suya. Ya que hablo de mi viejo amigo y biógrafo, aprovecharé la oportunidad para hacer notar que, si en mis variadas y pequeñas pesquisas echo sobre mí la carga de un acompañante, no lo hago ni por sentimentalismo ni por capricho, sino porque Watson posee algunas notables características propias suyas, a las que no ha concedido importancia, llevado de su modestia y del aprecio exagerado en que tiene mis propias realizaciones. Un confederado capaz de prever siempre las conclusiones a que usted va a llegar y el curso de la acción que va a emprender es siempre peligroso; pero aquel otro al que todas las novedades que se producen le caen como una sorpresa continua, y para el que el porvenir es siempre un libro cerrado, resulta en verdad una ayuda leal. Veo por mis libros de notas que fue durante el mes de enero de 1903, apenas terminada la guerra con los bóers(guerra ocurrida en Sudáfrica), cuando recibí la visita del señor James M. Dodd, un británico corpulento, sano, quemado por el sol, bien plantado. El bueno de Watson me había abandonado para seguir a una esposa, único acto suyo egoísta que yo recuerdo del tiempo en que estuvimos asociados. Yo estaba, pues, a solas. Yo tengo por costumbre sentarme de espaldas a la ventana y hacer sentar a mis visitas en la silla de enfrente, de modo que les de la luz en la cara. El señor James M. Dodd mostró no saber cómo empezar la conversación. No intenté acudir en ayuda suya, porque su silencio me dejaba más tiempo para observarlo a él. He comprobado que resulta hábil despertar en los clientes una sensación de poder, y por eso le hice ver algunas de las conclusiones a que yo había llegado. —Veo, señor, que viene usted de Sudáfrica. —Así es, señor Holmes; usted es brujo. —Del Cuerpo de Voluntarios de Caballería Imperial, si no me equivoco. Del regimiento de Middlesex, sin duda alguna. —Así es, señor Holmes; usted es brujo. Sonreí al escuchar la expresión de su asombro. —Cuando un caballero de apariencia varonil entra en mi habitación, con el rostro de un matiz que el sol de Inglaterra no podrá darle jamás, y a eso se agrega el detalle de que lleva el pañuelo dentro de la manga, en lugar de llevarlo en el bolsillo, no resulta difícil establecer su profesión. Lleva usted la barba corta, y ese detalle da a entender que no pertenece usted al ejército profesional. Tiene todo el aspecto de un jinete. En cuanto a situarlo en el Cuerpo de Middlesex, ya su tarjeta me ha hecho saber que es usted corredor de bolsa en la calle Thorgmorton. ¿A qué otro regimiento podía usted agregarse? —Lo ve usted todo. —No veo más de lo que ven todos, pero me he adiestrado en fijarme en lo que veo. Bueno, señor Dodd, usted no ha venido esta mañana a visitarme con objeto de hablar acerca de la ciencia de la observación, ¿verdad? ¿Qué es lo que le ocurre en Tuxbury Old Park? —¡Señor Holmes…! —No hay en ello misterio alguno, querido señor. Su carta estaba fechada en ese lugar, y como usted solicitaba esta entrevista en términos muy apremiantes, resulta claro que había ocurrido algo importante de una manera repentina. —Así es, en efecto. Pero yo escribí la carta por la tarde, y de entonces a ahora han ocurrido muchas cosas. Si el coronel Emsworth no me hubiese echado de allí a puntapiés… —¡Que le ha echado a puntapiés! —Bueno, en realidad, lo que hizo viene a ser lo mismo. Este coronel Emsworth no se anda con tonterías. Fue en sus tiempos de militar el más exigente ordenancista (oficial que aplica el reglamento con severidad) que había en el ejército, y aquellos eran tiempos en los que se empleaba un lenguaje duro. Yo no habría estado junto al coronel, de no haber sido por el bien de Godfrey. Encendí mi pipa y me arrellané en mi asiento, diciéndole: —Explíquese claramente. Mi cliente se sonrió con malicia y me contestó. —Había acabado por suponer que usted lo sabe todo sin que se lo digan. Pero, en fin, voy a ponerle al corriente de los hechos, y quiera Dios que sea usted capaz de explicarme el alcance que tienen. Me he pasado la noche en vela y dándole vueltas al asunto en la cabeza, pero cuanto más lo pienso, más increíble me resulta… Cuando en el mes de enero de mil novecientos uno, es decir, hace dos años, me incorporé, el joven Godfrey Emsworth servía en el mismo escuadrón. Era hijo único del coronel Emsworth, el de la Cruz Victoria de la guerra de Crimea(guerra entre distintas naciones como respuesta a la tendencia expansionista del imperio ruso). Llevaba en sus venas sangre combativa, y no es extraño que se alistase de voluntario. No había en todo el regimiento mozo de mejores dotes. Nos hicimos amigos, con esa amistad que únicamente llega a establecerse cuando dos personas viven idéntica vida y comparten las mismas alegrías y dolores. Era mi camarada. Esta palabra significa mucho en el ejército. Durante un año entero de rudo pelear aguantamos juntos a las duras y a las maduras. Hasta que, durante la acción que tuvo lugar cerca de Diamond Hill, en los alrededores de Pretoria, le metieron a él una bala de grueso calibre. Recibí una carta suya desde el hospital de Ciudad de El Cabo y otra desde Southampton. Pues bien: acabada la guerra y ya todos de regreso, le escribí al padre preguntándole por el paradero de Godfrey. No me contestó. Esperé y volví a escribirle. Esta vez recibí una carta concisa y huraña. Godfrey había emprendido un viaje alrededor del mundo, y no era probable que regresase antes de un año. Y nada más… no me quedé satisfecho, señor Holmes. Todo aquello me resultó condenadamente extraño. Godfrey era un buen muchacho, y no daría de lado a un camarada de ese modo. No concordaba con su manera de ser. Resulta que, además, yo estaba enterado de que tenía que heredar una suma importante de dinero, y que su padre y él no siempre se entendían bien. El viejo era en ocasiones agresivo, y el joven Godfrey era demasiado entero para aguantarlo. No, yo no me di por satisfecho, y decidí llegar hasta la raíz del asunto. Pero como mis propios casos requerían mucha atención tras dos años de ausencia, no me fue posible ocuparme del caso de Godfrey hasta esta misma semana. Pero, puesto que lo he puesto en mis manos, me propongo abandonar todo hasta llevarlo a feliz término. El señor James M. Dodd me produjo la impresión de que era una de esas personas a las que es preferible tener de amigo que de enemigo. Sus ojos azules tenían una expresión dura, y su cuadrada mandíbula se había tensado mientras hablaba. —¿Y qué ha hecho usted? —le pregunté. —Mi primer paso consistió en ir hasta su residencia, Tuxbury Old Park, cerca de Bedford, para ver por mis propios ojos cómo se presentaba el terreno. Por eso le escribí a la madre; no quería tratar más con el cascarrabías del padre. Fue un ataque frontal: que Godfrey era mi camarada; yo tenía un gran interés, que ella se explicaría por lo que habíamos pasado juntos; que iba a pasar por el pueblo, y si ella no ponía objeción alguna, etcétera. La contestación fue atentísima y en ella se me ofrecía alojamiento para pasar la noche. Eso fue lo que me llevó el lunes allí… El viejo palacio de Tuxbury se halla en un lugar inaccesible, a 8 kilómetros de distancia de cualquier punto. En la estación no había coche alguno, de modo que me vi obligado a cubrir el trayecto a pie, cargado con mi maletín, y había ya casi oscurecido cuando llegué. Es un gran edificio solitario que se alza dentro de un extenso parque. Yo diría que pertenece a toda clase de épocas y de estilos, porque empieza en una base isabelina que es mitad de madera, y acaba en un pórtico de la época victoriana. En el interior es todo artesonados, tapices y viejas pinturas medio borrosas; es decir, una casa en sombras y de misterio. Había un despensero(mayordomo encargado), el viejo Ralph, que parecía tener tantos años como la casa misma, y su mujer, que era quizá más vieja, había sido la niñera de Godfrey, y yo le había oído a éste hablar de ella como de una madre, a la que quería casi tanto como a su madre; por eso me sentí atraído hacia ella a pesar de su raro aspecto. También simpaticé con la madre, que era una mujer tierna como una ratoncilla blanca. Con el único que no hice migas fue con el coronel… Tuvimos desde el primer momento nuestros más y nuestros menos, y sentí impulsos de regresar en el acto mismo a la estación. Si no lo hice, fue porque tuve la sensación de que sería seguirle el juego. Me pasaron inmediatamente a su despacho y allí me lo encontré, corpulento, cargado de espaldas, tez oscura, larga barba revuelta, sentado detrás de su mesa-escritorio llena de papeles. Su nariz de venas rojas se proyectaba como el pico de un buitre, y dos ojos grises, agresivos, se clavaron en mí por debajo de unas cejas tupidas y salientes. Comprendí por qué Godfrey hablaba poco de su padre. «Veamos, señor —me dijo con voz áspera—; me agradaría conocer las verdaderas razones de esta visita». Le contesté que ya las había explicado en la carta que le había enviado a su esposa. «Sí, sí; en ella decía usted que había conocido a Godfrey en África, y, como es natural, no tenemos más pruebas que su palabra». «Tengo cartas suyas en el bolsillo». «¿Quiere tener la amabilidad de mostrármelas?». Repasó las dos que yo le entregué, y luego me las devolvió, preguntándome: «Bien, ¿y qué?». «Yo quiero mucho a su hijo, señor. Nos unen muchos lazos y recuerdos. ¿No es, pues, natural, que yo me asombre de su repentino silencio y que desee saber qué ha sido de él?». «Creo recordar, señor, que he mantenido ya correspondencia con usted, y que le comuniqué lo que había sido de él. Ha emprendido un viaje alrededor del mundo. Después de lo que pasó en África, su salud estaba quebrantada, y tanto su madre como yo fuimos de opinión que precisaba un descanso completo y un cambio. Tenga usted la amabilidad de transmitir esa explicación a cualquier otro amigo que pudiera interesarse en el asunto». «Desde luego —le contesté—. Pero yo le pediría que tuviese la amabilidad de darme el nombre de la línea de navegación y del vapor en que ha embarcado y de la fecha en que lo hizo. De ese modo estoy seguro de que conseguiré hacer llegar hasta él una carta». Esta petición mía pareció desconcertar e irritar a mi huésped. Sus tupidas cejas salientes se abatieron sobre sus ojos y tamborileó impaciente con sus dedos encima de la mesa. Por último, alzó la vista con la expresión de un jugador de ajedrez que ha visto hacer a su adversario una jugada amenazadora y acaba de descubrir la jugada con la que ha de parar el golpe. «Señor Dodd —contestó—, son muchos los que se sentirían ofendidos por su infernal obstinación y que juzgarían que esta insistencia suya de ahora linda con una maldita impertinencia». «Atribúyalo, señor, al cariño que profeso a su hijo». «Exacto, pero he llegado ya al límite de lo que puedo tolerar por esa razón. Tengo que pedirle que abandone sus pesquisas, En todas las familias existen ciertas intimidades y propósitos que no siempre pueden ser confiados a los extraños, por muy buena que sea la intención de éstos. Mi esposa tiene gran interés en que usted le cuente cosas de la vida pasada de Godfrey, pero yo he de rogarle que haga caso omiso de su presente y de su futuro. Tales pesquisas suyas no conducen a ninguna finalidad útil, y nos colocan en una situación delicada y difícil». De modo, señor Holmes, que me encontré con el camino cerrado. No había modo de seguir adelante. Lo único que me quedaba era simular que aceptaba la situación, haciendo interiormente promesa de no descansar hasta aclarar qué había sido de mi amigo. La velada fue lúgubre. Cenamos tranquilamente los tres, en una vieja habitación, oscura y ajada. La señora me preguntó ansiosamente acerca de su hijo, pero el anciano parecía huraño y deprimido. Todo aquello me aburrió de tal manera, que me excusé lo antes que me fue posible hacerlo dentro de las buenas formas, y me retiré a mi dormitorio. Era ésta una habitación amplia y desnuda, situada en la planta baja, tan lóbrega como todo el resto de la casa; pero, señor Holmes, después de dormir durante un año en el veld(zona de pradera en Sudáfrica), se vuelve uno poco exigente en esas materias. Descorrí las cortinas y me asomé a mirar al jardín, fijándome en que hacía una noche hermosa, con la media luna brillante en el cielo. Después me senté junto a la viva hoguera de la chimenea, con la lámpara colocada a mi lado en una mesa, y traté de distraer mis pensamientos con la lectura de una novela. »Pero me cortó la lectura la entrada de Ralph, el viejo despensero, que me traía un nuevo suministro de carbón. “Pensé que, quizá se le acabase durante la noche el que tiene, señor. El tiempo es crudo y estas habitaciones son frías”. Vaciló antes de retirarse de la habitación, y al volver yo la vista, me encontré con que estaba en pie y que su arrugada cara me miraba con expresión de ansiedad. “Señor, le ruego que me perdone, pero no pude sino escuchar lo que usted habló de mi joven señor Godfrey durante la cena. Ya sabrá usted, señor, que fue mi mujer la que le crió, de modo que yo casi podría decir que soy su padre adoptivo. Es, pues, natural, que nosotros nos interesemos por el señorito. ¿De modo que, según dice usted, se portó como un valiente?”. “Hombre más valeroso no lo hubo en todo el regimiento. En cierta ocasión me sacó de debajo mismo de los rifles de los bóers, y quizá si él no lo hubiese hecho, yo no estaría aquí en este momento”. El anciano despensero se frotó las arrugadas manos. “Sí, señor, sí; eso va perfectamente con la manera de ser del señor Godfrey. Siempre fue valeroso. No hay en el parque un solo árbol al que no haya trepado. Nada era capaz de detenerle. Fue un muchacho magnífico, y también, señor…, también de hombre fue magnífico”. Me puse en pie de un salto y exclamé: “¡Cómo! Dice usted que fue. Habla como si él hubiera muerto. ¿Qué misterio encierra todo esto? ¿Qué ha sido de Godfrey Emsworth?”. Agarré al anciano por los hombros, pero él se echó atrás. “No entiendo lo que usted dice, señor. Si algo quiere saber del señor Godfrey interrogue usted al amo. Él lo sabe. Yo no debo entremeterme”. Iba a retirarse de la habitación, pero yo le detuve por el brazo y le dije: “Escuche. Va usted a contestarme a una sola pregunta antes que se retire, porque de lo contrario soy capaz de retenerle a usted aquí toda la noche. ¿Ha muerto Godfrey?”. No fue capaz de sostener mi mirada. Parecía estar hipnotizado. La contestación salió de sus labios como si yo se la hubiese arrancado. Y fue terrible e inesperada. “¡Pluguiera(placiera) a Dios que hubiese muerto!”, exclamó, y quitándose mis manos se precipitó fuera de la habitación. Ya se imaginará usted, señor Holmes, que no volví a mi silla en un estado de ánimo muy feliz. Me pareció que las palabras del anciano sólo podían tener una interpretación. Era evidente que mi pobre amigo habíase visto envuelto en algún acto criminal, o por lo menos, vergonzoso, y que afectaba al honor de la familia. Por eso, aquel severo anciano había enviado a su hijo lejos, ocultándolo al mundo, a fin de evitar algún escándalo público. Godfrey era un mozo temerario, y que se dejaba llevar fácilmente por los que le rodeaban. Había caído, sin duda, en malas manos que le habían extraviado y conducido a la ruina. Si se trataba verdaderamente de eso, la cosa era lamentable; pero aun en un caso así, era deber mío buscarle hasta dar con él, a fin de ver si yo podía serle de alguna ayuda. Me hallaba ensimismado y meditando con ansiedad en el asunto, cuando alcé la vista y me encontré de pronto con el mismísimo Godfrey Emsworth, que estaba en pie delante de mí. Mi cliente se había detenido, como persona presa de profunda emoción. Yo, al darme cuenta de su estado, le dije: —Prosiga, por favor. Su problema ofrece algunos rasgos muy fuera de lo corriente. —Señor Holmes, mi amigo estaba de la parte de afuera de la ventana, con la cara apretada contra el cristal. Le he dicho antes que yo me asomé a mirar cómo estaba la noche. Al hacerlo dejé las cortinas parcialmente descorridas. La figura de mi amigo quedaba encuadrada dentro de esa abertura de las cortinas. La ventana llegaba hasta el suelo mismo, de modo que pude ver toda su figura, pero fue su rostro el que atrajo la mirada mía. Estaba mortalmente pálido; jamás he visto yo a un hombre de rostro tan blanco. Creo que esa debe de ser la blancura de los fantasmas; pero sus ojos se cruzaron con los míos, y en verdad que eran ojos de una persona viva. En el momento en que él cayó en la cuenta de que yo le miraba dio un salto atrás y desapareció en la oscuridad… Señor Holmes, en el aspecto de ese hombre hay algo que me produjo una impresión dolorosa. No se trata simplemente de una cara cadavérica que se destacaba en la oscuridad, tan blanca como el yeso. Era algo más sutil; algo como vergonzoso, furtivo, algo como, culpable; en fin, algo completamente distinto de la franqueza y hombría que yo conocí en aquel muchacho. Me dejó en el alma una sensación de horror… Pero, el hombre que ha estado haciendo la guerra un año o dos, teniendo por contrario en el juego al hermano bóer, sabe conservar templados los nervios y actuar con rapidez. Apenas había desaparecido Godfrey, cuando yo ya me había abalanzado hacía la ventana. El cierre de ésta funcionó con dificultad, y tardé algún tiempo en poder levantarla hacia arriba. Acto seguido me escabullí por la abertura y corrí por el camino del jardín hacia la dirección que yo pensé que podría haber tomado mi amigo… El camino era largo y la luz mala, pero me pareció que algo se movía delante de mí. Seguí corriendo y le llamé por su nombre, pero fue inútil. Al llegar al final del camino me encontré con que éste se bifurcaba en varias direcciones, yendo a parar a distintos edificios adyacentes a la casa. Me quedé indeciso, y estando así escuché con toda claridad el ruido de una puerta que se cerraba. No se había producido en la casa, a mis espaldas, sino enfrente de mí, en algún sitio envuelto en la oscuridad. Aquello me bastó, señor Holmes, para adquirir el convencimiento de que lo que yo había visto no era una visión. Godfrey había huido de mí corriendo y se había metido en algún sitio, cerrando después la puerta. De eso estaba yo seguro. Ya no me quedaba a mí nada que hacer. Pasé una noche intranquila, dando vueltas en mi cabeza al asunto y tratando de encontrar alguna explicación en la que encajase todo lo sucedido. Al día siguiente encontré al coronel de temperamento más conciliador, y como su esposa me hizo notar que en aquellos alrededores existían lugares dignos de verse, aproveché la oportunidad para preguntarles si les resultaría molesto que yo pasase allí otra noche más. La gruñona conformidad dada por el anciano me proporcionó un día entero para dedicarme a observar. Yo estaba ya completamente convencido de que Godfrey se ocultaba por allí cerca; pero me quedaba todavía por averiguar el sitio y la razón de aquel ocultamiento… Era la casa tan espaciosa y tan llena de recovecos, que podía esconderse dentro de ella un regimiento entero sin que nadie advirtiese su presencia. Si el secreto estaba allí, me resultaría difícil penetrarlo. Pero la puerta que yo había oído cerrarse estaba, con toda seguridad, fuera de la casa. Era preciso que yo explorase el jardín, por si podía descubrir algo. Ningún obstáculo se me presentaba para ello, porque los dos ancianos se hallaban atareados cada cual a su manera, y me dejaron en libertad para pasar el tiempo como bien me pareciese… Había varios pequeños edificios que servían de dependencias de la casa, pero al fondo del jardín se alzaba un edificio aislado y de regular capacidad; lo suficiente como para servir de vivienda a un jardinero o a un guarda de caza. ¿Sería aquel lugar del que procedía el ruido de la puerta que se cerró? Me acerqué al edificio despreocupadamente, como si me estuviese paseando sin rumbo fijo por el parque. Al hacerlo, salió de la puerta un hombre pequeño, vivaracho, de barba, chaqueta negra y sombrero hongo; es decir, que no tenía aspecto alguno de jardinero. Con gran sorpresa mía, aquel hombre cerró la puerta con llave después de salir y se metió ésta en el bolsillo. Luego me miró con expresión algo sorprendida y me preguntó: «¿Es usted visita en esta casa?». Le dije que, en efecto, estaba de visita y que era amigo de Godfrey. Y agregué: «¡Qué pena que se encuentre viajando, porque seguramente le habría agradado hablar conmigo!». «Ya lo creo que sí. Estoy seguro de que le habría agradado —me contestó con expresión de culpabilidad—. Espero que repita usted la visita en alguna ocasión más propicia». Siguió su camino, pero, al darme yo media vuelta, me fijé en que se había detenido y me estaba vigilando medio oculto por los arbustos de laurel que había en el extremo más alejado del jardín. Me fijé detenidamente en la casita al pasar por delante, pero las ventanas estaban cerradas con gruesas cortinas, y me dio la impresión de que no había nadie dentro. Si yo me mostraba demasiado audaz, podría echar a perder mi propia estratagema, e incluso me exponía a que me diesen orden de marcharme de la casa, porque tenía la sensación de que me vigilaban. Por eso me volví paseando al edificio principal y dejé para la noche hacer nuevas averiguaciones. Cuando todo estuvo oscuro y tranquilo, me deslicé por la ventana de mi cuarto y avancé todo lo silenciosamente que me fue posible hasta la misteriosa casita… He dicho ya que las ventanas estaban cubiertas con gruesas cortinas, pero ahora me las encontré también cerradas con persianas. Sin embargo, a través de una de ellas salía un poco de luz, y por eso concentré mi atención en ella. Tuve suerte, porque la cortina no había sido corrida del todo, y podía ver el interior de la habitación por una grieta que tenía la persiana. Era un cuarto bastante alegre, en el que ardían una lámpara y un buen fuego en la chimenea. Frente a mí estaba sentado el hombrecito al que yo había encontrado por la mañana. Fumaba en pipa y estaba leyendo un periódico. —¿Qué periódico era? —pregunté yo. Mi cliente pareció molestarse porque yo le hubiese interrumpido el relato, y preguntó: —¿Tiene eso importancia? —Es de lo más esencial. —Pues no me fijé. —Sin embargo, quizá se fijase usted en si era un periódico de hojas anchas o uno de esos otros de tamaño más reducido, como suelen ser los semanarios. —Ahora que usted me menciona ese detalle, la verdad es que no era de hojas grandes. Quizá fuese The Spectator. Pero yo no estaba para pensar en esa clase de detalles, porque de espaldas a la ventana había otro hombre sentado, y yo podría jurar que ese otro hombre era Godfrey. No le veía la cara, pero reconocí la inclinación de sus hombros, que me era sumamente familiar. Estaba apoyado sobre el codo, en actitud de gran melancolía, y miraba hacia el fuego de la chimenea. Vacilaba yo en lo que debería hacer, cuando sentí un golpe seco en el hombro y me encontré junto a mí al coronel Emsworth. «¡Venga aquí señor!», me dijo en voz baja. »Caminó en silencio hasta la casa y yo le seguí, entrando ambos en mi dormitorio. Al pasar por el vestíbulo echó mano a un horario de trenes, y dijo: “A las ocho treinta sale un tren para Londres. El coche estará esperándole a usted a las ocho junto a la puerta”. »Estaba blanco de ira, y yo me encontré, no hará falta decirlo, en una posición tan difícil que hube de limitarme a algunas frases incoherentes de disculpa, tratando de excusarme con la gran preocupación que yo sentía por mi amigo. El coronel me dijo con rudeza: “Este asunto no admite discusión. Ha cometido usted un acto sumamente censurable, introduciéndose en la intimidad de nuestra familia. Usted se encontraba aquí en calidad de huésped y se ha convertido en espía. Nada más tengo que agregar, señor, más allá de que no deseo volver a verle a usted”. »Señor Holmes, al oír aquello perdí los estribos y rompí a hablar acaloradamente: “Yo he visto a su hijo, y tengo la seguridad de que usted lo oculta del mundo por alguna razón que a usted solo le interesa. No puedo imaginarme a qué razones puede usted obedecer aislándole de esa manera; pero estoy seguro de que mi amigo se encuentra imposibilitado de obrar con libertad. Le prevengo, coronel Emsworth, que no renunciaré a mis esfuerzos para llegar al fondo del misterio, mientras no tenga la seguridad de la salud y del bienestar de mi amigo. Desde luego, no me dejaré intimidar por nada, en absoluto, de cuanto usted pueda decir o hacer”. »Aquel viejo tenía en ese momento una expresión diabólica y llegué a pensar que estaba a punto de agredirme. He dicho ya que es un gigantón de aspecto agresivo y de rostro enjuto; aunque yo no soy poca cosa, quizá me habría resultado difícil defenderme de él. Sin embargo, después de dirigirme una furibunda y larga mirada, giró sobre sus talones y salió de la habitación. Yo, por mi parte, tomé por la mañana el tren que se me había señalado, muy resuelto de venir directamente a consultar con usted y a pedirle consejo y ayuda, para lo cual le escribí pidiéndole una cita». Tal era el problema que mi visitante me expuso. Según habrá podido ya observar el lector astuto, ofrecía pocas dificultades para su solución, porque en la raíz del problema sólo existía una serie muy limitada de alternativas. Sin embargo, por elemental que fuese, ofrecía puntos de interés y de novedad que disculpaban que yo lo dejase registrado por escrito. Y ahora, empleando mi método familiar de análisis lógico, pasaré a reducir paulatinamente el número de soluciones posibles. —Dígame: ¿cuántos criados había en la casa? —le pregunté. —Pues, por lo que yo vi, deduzco que no había más que el viejo despensero y su mujer. El género de vida que allí se llevaba era de lo más sencillo. —¿De modo que en la casita independiente no había ningún criado? —Ninguno, a menos que actuase como tal el hombrecito de la barba. Sin embargo, me dio la impresión de ser una persona muy superior a ese cargo. —He ahí un detalle muy sugestivo. ¿Se fijó usted en si llevaban de comer desde una casa a la otra? —Ahora que usted me lo dice, es cierto que vi al viejo Ralph ir por el camino del jardín en dirección a la casita, llevando una cesta. En aquel momento no se me ocurrió la idea de que la cesta pudiera contener alimentos. —¿Realizó usted alguna pesquisa en el pueblo? —Sí. Hablé con el jefe de estación y también con el mesonero del pueblo. Me limité a preguntarles si tenían algunas noticias de mi antiguo camarada Godfrey Emsworth. Ambos me aseguraron que estaba realizando un viaje alrededor del mundo; que había regresado a casa y que casi enseguida volvió a salir para reemprenderlo. Es evidente que la explicación es aceptada por todos. —¿Nada habló usted de sus sospechas? —Nada. —Obró usted muy cuerdamente. No hay duda de que estamos en la obligación de investigar el caso. Regresaré con usted a Tuxbury Old Park. —¿Hoy mismo? En aquel momento andaba yo ocupado en poner en claro el caso que mi amigo Watson ha relatado con el título de La Escuela de la Abadía, en la que tan de cerca se halla comprometido el duque de Greyminster. También había recibido una misión procedente del sultán de Turquía que me obligaba a una actuación inmediata, porque pudieran seguirse las más severas consecuencias políticas de no hacerlo así. Por consiguiente, y según consta en mi diario, sólo en los comienzos de la semana siguiente pude ponerme en camino para cumplir mi compromiso en Bedforshire en compañía del señor James M. Dodd. Mientras nos dirigíamos a la estación de Euston recogimos a un caballero grave y taciturno, de aspecto de hierro gris, con el que previamente había yo hecho los arreglos necesarios. —Es un viejo amigo —le dije a Dodd—. Quizá su presencia sea absolutamente innecesaria, y puede también que resulte esencial. De momento no hace falta entrar en más detalles. Los relatos de Watson tendrán, sin duda, acostumbrado al lector a que yo no pierda el tiempo en palabras inútiles y a que no ponga en claro mis pensamientos mientras no tengo resuelto el caso que llevo entre manos. Dodd pareció sorprendido, pero no se habló más acerca del asunto, y los tres proseguimos juntos el viaje. Ya en el tren pregunté a Dodd algo que yo deseaba que oyese nuestro acompañante. —Dice usted que vio la cara de su amigo en la ventana con absoluta claridad, con una claridad tal que tiene seguridad absoluta de que era él. —No cabe la menor duda. Apretaba la nariz contra el cristal. La luz de la lámpara se proyectaba de lleno sobre él. —¿No podría tratarse de alguien que se le pareciese? —No, no; era él. —Pero usted afirma que estaba cambiado, ¿no es así? —Únicamente en cuanto al color. Su cara era… ¿cómo diré…?, de una blancura como de barriga de pescado. Estaba blanqueada. —¿Con el mismo tono blanco por toda ella? —Creo que no. Lo mejor que vi de todo fue su frente apretada contra la ventana. —¿Le llamó usted? —Me hallaba demasiado sobresaltado y horrorizado en aquel momento. Acto seguido, y según se lo he dicho ya, salí en persecución suya, pero sin conseguir alcanzarle. Para mí, el caso se hallaba prácticamente completo, y tan sólo me faltaba un pequeño incidente a fin de redondearlo. Cuando, después de un considerable trayecto en coche, llegamos a la vieja casa, extraña y retirada que mi cliente había descrito. Fue Ralph, el anciano despensero, quien nos abrió la puerta. Yo había comprometido el coche para todo el día y había pedido a mi anciano amigo que permaneciese dentro del mismo hasta que le llamásemos. Ralph, el viejecito arrugado, vestía el convencional traje de chaqueta negra y pantalones negros con raya blanca, con una única y curiosa variante. Llevaba guantes de cuero color castaño, de los que se despojó instantáneamente al vernos, dejándolos encima de la mesa del vestíbulo al entrar nosotros. Según mi amigo Watson ha podido hacer notar, poseo una agudeza anormal en mis sentidos; husmeé un aroma débil, pero acre. Parecía centrado en la mesa del vestíbulo. Me di media vuelta, coloqué allí mi sombrero, lo tiré al suelo, me incliné para recogerlo y me di maña para acercar mi nariz a menos de treinta centímetros de distancia de los guantes. Sí, indudablemente que aquel curioso olor a brea salía de ellos. Seguí adelante para entrar en el despacho con mi caso ya resuelto. ¡Qué lástima que no tenga más remedio que mostrar las cartas que tengo en mano cuando relato yo mismo un caso! Watson lograba presentar sus deslumbrantes finales ocultando esa clase de eslabones de la cadena. El coronel Emsworth no estaba en la habitación, pero acudió con bastante rapidez al recibir el mensaje de Ralph. Oímos en el pasillo sus pasos rápidos y firmes. La puerta se abrió de par en par y entró precipitadamente, con la barba enmarañada y las facciones contraídas, convertido en el anciano más terrible que yo he encontrado nunca. Tenía en la mano nuestras tarjetas, las rompió en pedazos y las pisoteó. —¿No le tengo dicho, condenado entremetido, que se considere arrojado de esta casa? No vuelva jamás a tener la audacia de mostrar aquí su maldita cara. Si vuelve a entrar sin licencia mía estaré en mi derecho de recurrir a la violencia. ¡Le mataré a tiros, señor! ¡Por Dios, que lo haré! En cuanto a usted, señor —prosiguió volviéndose hacia mí—, considérese incurso en la misma advertencia. Estoy al tanto de la innoble profesión que ejerce, pero debe usted ocupar sus celebrados talentos en algún otro terreno. Aquí no hay lugar para ellos. —No puedo marcharme de aquí —dijo mi cliente con firmeza— hasta que sepa de los propios labios de Godfrey que no se halla coartada su libertad. Nuestro huésped, mal de su agrado, tiró de la campanilla. —Ralph —dijo—, telefonee a la policía del condado y diga al inspector que envíe un par de guardias. Dígale que hay en la casa asaltantes. —Un momento —le dije yo—. Señor Dodd, ya sabrá usted que el coronel Emsworth se encuentra en su derecho al dar ese paso, y que dentro de su casa nosotros podemos consideramos fuera de la ley. Por otro lado, él debe reconocer que usted ha obrado movido enteramente por el interés que le inspira su hijo. Yo me atrevo a esperar que, si se nos conceden cinco minutos de conversación con el coronel Emsworth, conseguiré con toda seguridad alterar su punto de vista en este asunto. —Yo no soy hombre que cambia fácilmente —repuso el veterano soldado —. Ralph, haga lo que he dicho. ¿Qué diablos espera para hacerlo? ¡Llame usted a la policía! —No hará nada de eso —dije yo, descansando mi espalda en la puerta cerrada—. Cualquier interferencia de la policía acarrearía la catástrofe misma que usted tanto teme. Saqué mi libro de notas y escribí una única palabra en una hoja suelta, que entregué al coronel Emsworth, diciéndole: —Esto es lo que nos ha traído hasta aquí. Se quedó mirando fijamente el escrito con cara de la que había desaparecido toda expresión, fuera sólo la de asombro. —¿Cómo lo sabe usted? —jadeó, dejándose caer pesadamente en su sillón. —Por mi profesión, debo poner en claro las cosas. De eso me ocupo. El coronel se sumió en profundas meditaciones, mientras su mano huesuda tiraba de su barba enmarañada. De pronto hizo un gesto de resignación. —Pues bien: si ustedes desean hablar con Godfrey, hablarán, No era ese mi propósito, pero me han obligado a ello. Ralph, diga a Godfrey y al señor Kent que iremos a visitarlos dentro de cinco minutos. Al cabo de ese tiempo avanzamos por el camino del jardín y nos encontramos delante de la casa del misterio, que se alzaba al final de aquél. Un hombrecito de barba nos esperaba en la puerta, dando muestras de considerable asombro, y nos dijo: —Ha sido muy repentino, coronel Emsworth, y echará a perder todos nuestros planes. —No puedo evitarlo, señor Kent. Se nos ha hecho fuerza. ¿Puede recibirnos el señor Godfrey? —Sí; está esperando dentro. Giró sobre sus talones y nos condujo a una habitación delantera, espaciosa y sencillamente amueblada. Un hombre nos esperaba en pie, vuelto de espaldas al fuego. Al verlo, mi cliente avanzó precipitadamente con la mano extendida. —¡Godfrey, viejo, esto es magnífico! Pero el otro le hizo una señal con la mano indicándole que se retirase. —No me toques, Jimmie. Mantente a distancia. ¡Sí, tienes motivos para mirarme con asombro! ¿Verdad que ya no parezco el elegante cabo honorario Emsworth, del escuadrón B? Desde luego que su aspecto era extraordinario. Veíase que había sido un hombre bello, de facciones bien marcadas y quemadas por el sol africano; pero sobre esa superficie oscura afloraban ronchones extrañamente blancuzcos como si su piel hubiese sido blanqueada. —Aquí tienes la razón de que no me agrade recibir visitas —dijo—. Por ti, Jimmie, no me importa, pero hubiese preferido que no viniese tu amigo. Me imagino que habrá mediado alguna razón de peso, pero con ello me encuentro en situación de inferioridad. —Yo quería asegurarme de que no te ocurría nada, Godfrey. Te vi la noche aquella en que te pusiste a mirar por la ventana y no pude dejar el asunto tranquilo hasta ponerlo todo en claro. —El viejo Ralph me dijo que estabas allí, y no me pude contener sin echarte un vistazo. Creí que no me verías y tuve que refugiarme corriendo en mi madriguera cuando oí que alzabas la ventana. —Pero ¡por amor de…!, ¿qué es lo que ocurre? —Es una cosa larga de contar —dijo él, encendiendo un cigarrillo—. ¿Recuerdas aquel combate por la mañana, en Buffelsspruit, en los alrededores de Pretoria, sobre el ferrocarril oriental? ¿No supiste que yo había sido herido? —Sí; lo supe, pero no me dieron nunca detalles. —Tres de nosotros quedamos separados del grueso de las fuerzas. Recordarás que era un territorio muy abrupto. Éramos Simpson, al que llamábamos el calvo Simpson, Andersen y yo. Estábamos limpiando el terreno de hermanos bóers, pero éstos se hallaban acechando y nos aislaron a tres. Los otros dos acabaron muertos. A mí me atravesó el hombro una bala de grueso calibre. Yo, sin embargo, me aferré a mi caballo, y éste galopó en un trayecto de varios kilómetros antes de que me desmayase y rodase desde la silla al suelo. »Cuando recobré el conocimiento estaba oscureciendo, y me incorporé, sintiéndome muy débil y enfermo. Con gran sorpresa mía, me encontré cerca de una casa que estaba cerrada, una casa bastante grande con una ancha escalinata y muchas ventanas. Hacía un frío de muerte. Ya recordarás que todas las noches hacía un frío entumecedor, un frío muy distinto de la temperatura cruda, pero sana. Pues bien; yo estaba entumecido hasta el tuétano, y mi única esperanza consistía, al parecer, en llegar hasta aquella casa. Me puse en pie, tambaleando, y avancé arrastrándome, consciente apenas de lo que hacía. Conservo un confuso recuerdo de que subí lentamente los peldaños de la escalinata, de que entré por una puerta abierta de par en par y penetré en una habitación muy espaciosa que contenía varias camas, y que me tumbé en una de ellas con un suspiro de satisfacción. La cama estaba sin hacer, pero eso no me produjo la menor inquietud. Me cubrí con las ropas de la cama el cuerpo, que temblaba de frío, y un instante después me encontraba profundamente dormido. »Me desperté a la mañana siguiente, y tuve la impresión de que en lugar de recobrar el sentido en un mundo normal, habría irrumpido dentro de una pesadilla extraordinaria. Por las amplias ventanas, sin cortinas, penetraba un torrente de sol africano, y hasta los más pequeños detalles de aquel gran dormitorio enjalbegado(blanqueado) y desnudo se distinguían con nitidez y realce. Estaba ante mí un hombre pequeño, parecido a un enano, de cabeza enorme y bulbosa, que chapurreaba con gran excitación en holandés, accionando con dos manos horribles que se me antojaban esponjas de color castaño. A sus espaldas había un grupo de personas que parecían sumamente divertidas con la situación pero al mirarlas sentí correr por mi cuerpo un escalofrío. Ni una sola de ellas era un ser humano normal. Todas estaban contorsionadas, hinchadas o desfiguradas de manera fantástica. La risa de aquellos monstruos extraordinarios era espantosa de oír. »Por lo visto, ninguno de ellos era capaz de hablar en inglés, pero era urgente aclarar la situación, porque aquel ser de cabeza monstruosa estaba enfureciéndose cada vez más y lanzando gritos de bestia salvaje; me había puesto las manos deformes encima y me sacaba a rastras de la cama, sin hacer caso de la sangre que manaba de nuevo de mi herida. Aquel pequeño monstruo tenía la fuerza de un toro, y no sé lo que me habría hecho si no hubiera acudido, al oír el barullo, un hombre anciano que se veía que ejercía autoridad. Pronunció en holandés algunas frases severas y mi perseguidor se alejó reculando. Luego, aquel hombre me miró presa del mayor asombro, y me preguntó: “¿Cómo diablos ha venido usted aquí? ¡Espere un momento! Me doy cuenta de que está usted rendido de cansancio y que es preciso curar esa herida que tiene en el hombro. Soy médico, y voy a vendarle en seguida. Pero ¡por Dios vivo!, que está usted aquí en un peligro mayor que el que le amenaza en el campo de batalla, porque se encuentra en el hospital de leprosos y ha dormido usted en la cama de un leproso”. ¿Para qué voy a decirte más, Jimmie? Por lo visto, todos aquellos pobres seres habían sido evacuados el día anterior, ante la inminente batalla. Luego, al avanzar los británicos, el médico superintendente había vuelto a llevarlos allí. Éste me aseguró que, aunque él se creía inmune a la enfermedad, no se habría atrevido a hacer lo que yo había hecho. Me alojó en una habitación reservada, me trató cariñosamente y cosa de una semana después fui llevado al hospital general de Pretoria. »Ahí tienes mi tragedia. Yo aguardaba contra toda esperanza. Los terribles síntomas que tú ves en mi cara no vinieron a anunciarme que no me había salvado hasta que no me encontré de vuelta en mi casa. ¿Qué iba a hacer? Me encontraba en esta casa solitaria. Disponíamos de dos servidores en los que podíamos confiar por completo. Contábamos con una casita dentro de la cual yo podía vivir. El señor Kent, que es médico, se manifestó dispuesto a permanecer a mi lado bajo juramento de guardar el secreto. En esas condiciones, el asunto parecía sencillo. La alternativa que se me ofrecía era espantosa: separación para toda la vida entre gentes desconocidas sin una sola esperanza de liberación. Pero era imprescindible guardar el más absoluto secreto, porque, de lo contrario, hasta en esta tranquila región campesina se habría levantado un alboroto, y yo me habría visto arrastrado a mi suerte horrible. Era preciso ocultarlo incluso de ti, Jimmie. No llego a comprender cómo mi padre ha alterado su resolución. El coronel Emsworth me señaló a mí con el dedo. —Éste es el caballero que me forzó a ello. Al decirlo desdobló la hoja de papel en la que yo había escrito la palabra «lepra». —Me pareció que este señor sabía tanto, que lo más seguro era dejarle que lo supiese todo. —Y, en efecto, ha sido lo más seguro —le dije—. ¿Quién sabe si de todo esto no redundará en beneficio? Creo haber entendido que la única persona que ha examinado al enfermo ha sido el señor Kent. ¿Me permite, señor, preguntarle si es usted una autoridad competente en esta clase de enfermedades? Según tengo entendido son, por naturaleza, tropicales o semitropicales. —Sé de ellas lo que es corriente que sepa un médico instruido —me contestó, con cierta tirantez. —No pongo en duda, señor, que sea usted un hombre de absoluta competencia, pero estoy seguro de que convendrá conmigo en que en un caso así tiene importancia conocer otra opinión más. Lo ha eludido, entiendo, para evitar que fuera aislado. —Así es, en efecto —dijo el coronel Emsworth. —Preví esta situación —dije yo, explicándome— y me he hecho acompañar de un amigo en cuya discreción podemos confiar por completo. En cierta ocasión, yo pude rendirle un favor profesional, y él está dispuesto a aconsejarme más bien como amigo que en su calidad de especialista. Se llama sir James Saunders. Ni siquiera la perspectiva de celebrar una entrevista con lord Roberts habría despertado mayor admiración y placer en un simple subalterno que los que ahora se reflejaban en la cara del señor Kent. —Sin duda alguna que me sentiré muy orgulloso —murmuró. —Pues entonces voy a pedir a sir James que venga hasta aquí. En este momento se encuentra en el coche, fuera de la puerta. Mientras tanto, coronel Emsworth, podríamos reunirnos en su despacho, donde le daré las explicaciones necesarias. Aquí es donde echo yo en falta a mi Watson. Él es capaz, recurriendo a habilidosas preguntas y exclamaciones de asombro, de elevar a la categoría de prodigio mi arte sencillo, que no es otra cosa que la sistematización del sentido común. Siendo yo quien relata mi propia historia, no dispongo de semejante ayuda. Sin embargo, voy a exponer aquí el proceso que siguió mi pensamiento, y tal como lo expuse a mi pequeño auditorio, en el que estaba incluida la madre de Godfrey, dentro del despacho del coronel Emsworth. He aquí lo que yo dije: —Mi razonamiento arranca de la suposición de que, una vez que se ha eliminado del caso todo lo que es imposible, la verdad tiene que consistir en el supuesto que todavía subsiste, por muy improbable que sea. Puede ocurrir que los supuestos subsistentes sean varios, y en ese caso se van poniendo a prueba uno después de otro hasta que uno de ellos ofrezca base convincente. Vamos a aplicar esta norma al caso en cuestión. Tal y como a mí me lo presentaron al principio, existían tres explicaciones posibles de la reclusión o encarcelamiento de este caballero en uno de los edificios subalternos de la mansión paternal. Consistía una de las explicaciones en que estaba oculto por algún crimen, o en que estaba loco y su familia deseaba no verse en la obligación de llevarlo a un asilo o en que se hallaba afectado de alguna enfermedad que obligaba a mantenerle apartado. No se me ocurrieron otras soluciones adecuadas. Por tanto, era preciso comparar y sopesar cada una de ellas con las demás. »La suposición del crimen no aguantaba un análisis. En este distrito no se había dado la noticia de ningún crimen cuya solución constituyese un misterio, de eso estaba yo seguro. De haberse tratado de un crimen que permanecía años sin descubrirse, es evidente que la familia habría estado interesada en desembarazarse del delincuente y en enviarle al extranjero más bien que en mantenerle oculto en casa. No se me ocurría ninguna explicación para esta última línea de conducta. »Lo de la locura ya era más plausible. La presencia de otra persona en la casita hacía pensar en un cuidador. El hecho de que cerrase la puerta al salir reforzaba la suposición y sugería la idea de que se ejercía fuerza. Por otro lado, esta fuerza no podía ser muy enérgica, porque en ese caso el joven no habría podido librarse de ella para ir a echar un vistazo a su amigo. Usted recordará, señor Dodd, que yo le fui tanteando en busca de detalles y preguntándole, por ejemplo, qué periódico estaba leyendo el señor Kent. Si lo que leía hubiese sido The Lancet o The British Medical Journal, ese dato me habría servido de ayuda. Sin embargo, nada tiene de ilegal guardar a un loco dentro de una casa particular, siempre que esté atendido por una persona calificada para ello, y siempre que las autoridades hayan sido debidamente notificadas. ¿De dónde, pues, nacía este anhelo desesperado de guardar secreto? Tampoco aquí la teoría se amoldaba por completo a los hechos. »Quedaba la tercera posibilidad, en la que todo parecía encajar, por extraña e improbable que pareciese. La lepra no es cosa rara en África del Sur. Quizás este joven, por alguna casualidad extraordinaria, la hubiese contraído. En tal caso, su familia se vería en una situación espantosa, porque ellos querían librarle del aislamiento. Sería precisa una gran reserva para evitar que corriese el rumor de lo que ocurría, con la subsiguiente intervención de las autoridades. Un médico legal, a condición de pagarle bien, podría encargarse del paciente, no siendo difícil encontrar quien se prestase a ello. No existía razón alguna para que el enfermo no pudiera salir de su reclusión después de oscurecido. Una de las consecuencias corrientes de esta enfermedad es el blanqueo de la piel. El caso era importante, tan importante, que me decidí a actuar como si estuviese ya demostrado. Mis últimas dudas desaparecieron cuando al llegar aquí me fijé en que Ralph, que es quien lleva las comidas, usaba guantes impregnados en materias desinfectantes. Bastó una sola palabra para hacerle ver a usted, señor, que su secreto había sido descubierto, y si yo la escribí en lugar de pronunciarla, fue para demostrarle que podía confiar en mi discreción. Me hallaba yo finalizando este pequeño análisis del caso, cuando se abrió la puerta y pasó al despacho el gran dermatólogo de austera figura. Por esta vez sus facciones de esfinge se habían relajado y había en su mirada calor de humanidad. Se adelantó hasta el coronel Emsworth y le dio un apretón de manos, diciéndole: —Con frecuencia me toca llevar malas noticias, y es muy raro que pueda darlas buenas. Por eso me felicito más en estas ocasiones. No es lepra. —¿Cómo? —Es un caso bien claro de pseudolepra o ictiosis, una afección de la piel que le da apariencia de escamas, fea y obstinada, pero posible de curar y, desde luego, no infecciosa. Sí, señor Holmes, la coincidencia es muy notable. Pero ¿es, en verdad, una simple coincidencia, o están en juego fuerzas sutiles de las que es muy poco lo que sabemos? ¿Estamos seguros de que la aprensión que este joven ha venido sufriendo terriblemente desde que se encontró expuesto al contagio no ha podido producir una acción física que estimula precisamente lo que se teme? En todo caso, yo respondo con mi reputación profesional. ¡Pero la señora se ha desmayado! Creo que lo mejor sería que el señor Kent no se aparte de ella hasta que se haya recobrado de esta impresión de alegría. - 9 - La aventura de la melena del león Resulta curiosísimo que un problema que era tan insondable y tan extraordinario como el que más de cuantos he tenido que afrontar durante mi larga carrera profesional, haya venido a mí después de retirado del ejercicio de la misma. Y que me lo trajeran, como quien dice, a mi misma puerta. Ocurrió después de haberme retirado a mi pequeña casa de Sussex, consagrándome por completo a la apaciguadora vida de la naturaleza, que tanto había anhelado en los largos años que pasé entre las lobregueces londinenses. El bueno de Watson se había esfumado casi del panorama de mi vida en el periodo al que me refiero. Si acaso lo veía en alguna ocasión, era aprovechando tal o cual fin de semana. No tengo por tanto, más remedio que ser mi propio cronista. ¡Ah, si él hubiese estado conmigo, qué gran partido habría sacado de un suceso tan maravilloso y de mi triunfo final contra todas las dificultades! Pero como no fue así, me veo obligado a contar mi historia de la manera más sencilla que acostumbro, exponiendo paso a paso cómo avancé por el escabroso camino que se me presentó durante mis pesquisas para aclarar el misterio de «la melena de león». Mi casa se alza en la vertiente sur de la región de los Down, y desde ella se domina un gran panorama del Canal. La línea de la costa se halla formada, en aquel punto, por colinas calizas, y para bajar hasta el mar hay que hacerlo siguiendo un único sendero, largo y tortuoso, de fuerte pendiente y resbaladizo. En la desembocadura del sendero hay una playa de piedras de un centenar de metros que no se cubre por las aguas ni aun en la pleamar. Sin embargo, se ven aquí y allá, en esa playa, ciertos entrantes de las aguas y pozos que forman espléndidas piscinas natatorias que se renuevan en cada marea. Esta playa admirable se alarga en una línea de varios kilómetros a uno y otro lado del sendero, quedando sólo cortada en un punto por la pequeña caleta y aldea de Fulworth. Mi casa está aislada. Mi anciana criada, mis abejas y yo, acaparamos para nosotros solos la finca. Sin embargo, a cosa de un par de kilómetros de distancia se encuentra el conocido colegio de Harold Stackhurst llamado The Gables, en el que una veintena de jóvenes realizan una preparación intensiva para examinarse en varias profesiones, con un personal de varios profesores. El señor Stackhurst fue en sus tiempos un afamado remero «azul»(medalla de remo universitaria) y un estudiante perfecto. Desde mi llegada a la región costera entablamos relaciones de amistad, y él y yo teníamos la suficiente confianza mutua para presentarnos en la casa del otro, sin previa invitación, a pasar la velada. Hacia finales del mes de julio de 1907, hubo una fuerte borrasca huracanada que agitó el Canal, lanzando su alto oleaje contra la base de los acantilados y dejando una laguna en la playa al retirarse la marea. En la mañana de la que hablo, el viento había amainado, y toda la naturaleza parecía como recién lavada y fresca. Era imposible entregarse al trabajo en un día tan delicioso, y salí de paseo para disfrutar de aquella atmósfera exquisita. Avancé por el sendero del acantilado que desemboca en la playa después de una pendiente pronunciada. De pronto oí un grito a mis espaldas, y vi a Harold Stackhurst que me saludaba alegremente con la mano. —¡Qué mañana, señor Holmes! Tuve la idea de ir a buscarlo para que saliese a dar un paseo. —Veo que va a darse un chapuzón. —Ya vuelve a sus antiguas mañas —me contestó, dándose palmadas en su abultado bolsillo—. Sí, el señor McPherson salió temprano y espero encontrarlo allí. Fitzroy McPherson era el profesor de Ciencias, joven magnífico y sobresaliente, que había visto arruinada su vida por un padecimiento cardíaco que siguió a unas fiebres reumáticas. Sin embargo, era por naturaleza un atleta y se distinguía en todos los deportes que no exigían esfuerzos demasiado violentos. Verano e invierno, iba siempre a nadar, y como yo también soy nadador, lo he acompañado muchas veces. Mientras hablábamos, distinguimos precisamente a nuestro hombre. Su cabeza sobresalía del borde del acantilado en el que terminaba el sendero. Después apareció su figura entera en la cima, tambaleándose como si estuviera borracho. Un momento más tarde, levantó los dos brazos en alto, lanzó un alarido terrible y cayó de cara al suelo. Stackhurst y yo corrimos hacia él (estaría a unos cincuenta metros) y lo pusimos boca arriba. Estaba agonizando. Era evidente que aquellos ojos hundidos y vidriosos y las mejillas espantosamente lívidas no podían significar otra cosa. Su rostro se animó un instante con un relámpago de vida y pronunció dos o tres frases con expresión anhelante de advertencia. Sonaron confusas y a medio vocalizar, pero la última de ellas, que salió de sus labios en un chillido y que mis oídos lograron captar, fue: «la melena de león». Resultaba ininteligible y fuera de contexto, pero yo no conseguí reducirla a ningún otro sonido articulado. De pronto, medio se alzó del suelo, lanzó con fuerza los brazos al aire y cayó hacia adelante, sobre un costado. Estaba muerto. Mi compañero se quedó paralizado por la súbita tragedia; pero yo, como puede suponerse, puse en alerta todos mis sentidos. Bien lo necesitaba, porque muy pronto se hizo evidente que nos encontrábamos en presencia de un caso extraordinario. El muerto no llevaba otra ropa que su impermeable Burberry, los pantalones y unos zapatos de lona desatados. Al caer al suelo, se le desprendió el Burberry, que llevaba simplemente echado sobre los hombros, y quedó al descubierto su tronco. Nos quedamos contemplándolo con ojos de asombro. Tenía toda la espalda cubierta de líneas amoratadas, como si hubiese sido terriblemente vapuleado con un azote de alambre fino. El instrumento con el que había sido ejecutado el castigo era evidentemente flexible, porque los largos y furiosos cardenales le contorneaban los hombros y las costillas. Le corría la sangre por la barbilla, porque en el paroxismo de sus angustias se había mordido el labio inferior hasta destrozárselo. Su cara contorsionada y tensa pregonaba lo terrible que había sido su agonía. Estábamos junto al cadáver, yo arrodillado y Stackhurst de pie, cuando se proyectó sobre nosotros una sombra, y vimos a nuestro lado a Ian Murdoch. Era éste el preparador de los estudiantes de Matemáticas del establecimiento, hombre alto, moreno, enjuto y tan taciturno y huraño, que de nadie podía decirse que fuese amigo suyo. Parecía vivir en alguna región altísima de números irracionales y secciones cónicas, teniendo muy escasas conexiones con la vida corriente. Los estudiantes lo miraban como a una cosa rara, y lo habrían hecho objeto de sus burlas, si no hubiese tenido aquel hombre en sus venas algo de sangre extraña y exótica que se manifestaba no sólo en sus ojos negros como el carbón y en su cara atezada, sino también en repentinos arrebatos de genio, a los que solamente cuadraba el calificativo de feroces. En cierta ocasión en que un perrito que pertenecía a McPherson lo estaba hostigando, agarró al animalito y lo tiró contra el cristal de la ventana, acto que le habría valido con seguridad el despido por parte de Stackhurst, si no hubiese resultado muy útil como profesor. Tal era el hombre extraño y complejo que apareció a nuestro lado. Aquel espectáculo pareció producirle un sincero dolor, a pesar de que el incidente del perro habría podido dar a entender con seguridad que no existían grandes simpatías entre él y el muerto. —¡Pobre hombre! ¡Pobre hombre! ¿Puedo hacer algo? ¿Puedo ayudar en algo? —¿Se encontraba usted con él? ¿Puede explicarnos lo que ha ocurrido? —No, no; esta mañana me retrasé. No he ido a la playa. Llego ahora directamente de The Gables. ¿Qué puedo hacer? —Corra al puesto de policía de Fulworth. Comuníqueles en seguida lo ocurrido. Partió sin pronunciar palabra y a todo lo que daban sus piernas, mientras yo me hacía cargo del caso, y Stackhurst, desconcertado a la vista de la tragedia, permanecía junto al cadáver. Mi primer paso consistió, como es natural, en tomar nota de las personas que pudiera haber en la playa. Desde lo alto del camino la dominaba toda. Se hallaba totalmente desierta. Únicamente se veían dos o tres sombras negras, allá lejos, avanzando camino de Fulworth. Con esa seguridad, descendí despacio por la cuesta. El terreno era de arcilla o greda suave mezclada con yeso, y por aquí y por allá vi las mismas pisadas, ambas ascendiendo y descendiendo. Nadie había descendido por esta ruta esa mañana. En un lugar observé la impresión de mano abierta con los dedos inclinados hacia delante. Esto podía solamente significar que McPherson tropezó en su ascenso. También había depresiones circulares, que sugerían que había caído sobre sus rodillas más de una vez. En el punto más bajo del camino había una considerable laguna dejada por la retirada de la marea. En un costado de ella McPherson se había desvestido, por eso descansaba su toalla sobre una roca. Estaba doblada y seca, por lo que parecía que, después de todo, nunca había entrado al agua. Una o dos veces mientras buscaba entre los duros guijarros encontré un sendero de arena con la impresión de sus zapatos de lona, que además de sus pies desnudos, podían ser vistos a simple vista. El más reciente hecho probó que tenía todo listo para darse un baño, mientras que la toalla indicaba que en realidad no lo había hecho. Y aquí estaba el problema limpiamente definido…, tan extraño como ninguno al que alguna vez me haya confrontado. El hombre no estuvo en la playa más de un cuarto de hora como mucho. Stackhurst lo siguió desde The Gables, así que no podría haber duda acerca de ello. Se fue a bañar y se desvistió, como mostraban las pisadas desnudas. Entonces repentinamente se colocó las ropas nuevamente… estaban todas desarregladas y desabrochadas… y regresó sin bañarse, o sin la consideración de secarse. Y la razón de este cambio de propósito fue que había sido azotado de forma salvaje e inhumana, torturado hasta morder sus labios de agonía, y dejado con fuerza suficiente para arrastrarse y morir. ¿Quién había realizado este bárbaro acto? Allí había, es cierto, pequeñas grutas y cuevas en la base del desfiladero, pero el bajo sol iluminaba directamente su interior, y no dejando lugar para un escondite. Entonces, una vez más, pude ver esas distantes figuras en la playa. Parecían muy lejanas para tener relación con el crimen, y la ancha laguna en la que McPherson tuvo intención de bañarse permanecía entre éste y aquellas, porque su ligero oleaje llegaba hasta el pie de las rocas. En el mar, dos o tres barcas de pescadores se hallaban a no mucha distancia. Ya habría ocasión de interrogar tranquilamente a sus ocupantes. Varios caminos se abrían para mis investigaciones, pero ninguno de ellos conducía a una meta muy clara. Al regresar junto al cadáver, me encontré con que se había reunido en torno al mismo un pequeño grupo de personas que vagaban por los campos. Como es natural, allí estaba Stackhurst todavía. Ian Murdoch acababa de llegar con Anderson, el agente de policía de la aldea, hombre corpulento, con bigotes del color del jengibre, de la raza lenta y maciza de Sussex, raza que oculta una gran cantidad de buen sentido bajo su exterior torpe y callado. Escuchó todo, tomó nota de todo lo que dijimos, y, por último, me llamó aparte. —Señor Holmes, me alegraría mucho de que me aconsejase. Este asunto tiene demasiado volumen para que yo pueda manejarlo. ¡Las que tendré que oír de boca de Lewes si tengo algún tropiezo! Le aconsejé que enviase a llamar en seguida a su superior inmediato y también a un médico; que no permitiese que moviesen nada de como estaba, y que se hiciese la menor cantidad posible de huellas, hasta que llegasen. Mientras tanto, registré los bolsillos del muerto. Tenía el pañuelo, un cuchillo grande y un tarjetero pequeño, plegable. Sobresalía de éste una hoja de papel, que yo desdoblé y entregué luego al policía. En ella se leían, escritas con letra manuscrita, de mujer, estas palabras: «Iré con toda seguridad. MAUDIE». Me dio la impresión de una cita romántica, aunque el dónde y el cuándo eran un misterio. El guardia volvió a colocar el papel en el tarjetero, y lo metió otra vez, con las demás cosas en los bolsillos del Burberry. Luego, viendo que nada más se saltaba a la vista, regresé a mi casa para desayunarme, dejando todo dispuesto para que se realizase una búsqueda a fondo en la base de los acantilados. Stackhurst vino por mi casa un par de horas después para informarme que el cadáver había sido trasladado a The Gables, donde tendría lugar la investigación judicial. Me trajo al mismo tiempo algunas noticias graves y concretas. Tal y como yo esperaba nada se había encontrado en las cuevas pequeñas de la base de los acantilados, pero él había registrado los papeles que McPherson tenía en su escritorio, encontrándose con algunos que demostraban la existencia de correspondencia íntima con cierta señorita Maud Bellamy, de Fulworth. Teníamos, entonces, identificada a la autora de la carta. —La policía tiene en su poder las cartas —siguió diciéndome—. No me fue posible traérselas. Pero no cabe duda de que se trata de un asunto amoroso serio. Sin embargo, no veo motivo para relacionarlo con el horrible suceso, fuera de que esa mujer le había dado una cita. —Pero yo creo que es muy difícil que se la diese en una piscina a la que todos ustedes acostumbraban ir —le hice yo notar. —Sólo por una casualidad no acudieron varios estudiantes más en compañía de McPherson. —¿Sería, en efecto, una casualidad? Stackhurst arrugó, pensativo, el ceño. —Fue Ian Murdoch quien los entretuvo, empeñándose en que hiciesen yo no sé qué demostración algebraica antes del desayuno. El pobre hombre está terriblemente afectado por todo ello. —Pero tengo entendido que no eran amigos. —Hubo un tiempo en que no lo fueron. Pero ya desde hace un año, más o menos, Murdoch mantenía con McPherson unas relaciones tan estrechas como puede tenerlas una persona como él. Por naturaleza, no es Murdoch un hombre inclinado a la simpatía. —Eso tengo entendido, y creo que usted me habló, en cierta ocasión, de un incidente entre esos hombres por haber maltratado a un perro. —Eso quedó arreglado. —Pero quizá quedase algún resquemor. —No, no, estoy seguro de que eran verdaderos amigos. —En ese caso tendremos que ahondar en el asunto de la muchacha. ¿La conoce usted? —La conoce todo el mundo. Es la bella de estos lares, una mujer auténticamente hermosa, Holmes, que llamaría la atención en cualquier parte. Yo sabía que McPherson se sentía atraído hacia ella, pero nunca llegué a suponer que las cosas habían ido tan lejos como lo que dan a entender esas cartas. —Pero ¿quién es ella? —Es la hija del viejo Tom Bellamy, propietario de todas las lanchas y casetas de baño que hay en Fulworth. Empezó de pescador, pero ha llegado a ser hombre bastante rico. El negocio lo llevan él y su hijo William. —¿Quiere que vayamos hasta Fulworth y que hablemos con ellos? —¿Con qué pretexto? —El pretexto es fácil de encontrarlo. Mirándolo bien, no es posible que el pobre muerto se haya maltratado a sí mismo de una manera tan ultrajante. Alguna mano humana era la que empuñaba el látigo, si es que fue con un látigo con lo que infligieron las heridas. Seguramente que el círculo de las relaciones de McPherson en este lugar solitario era reducido. Sigamos ese círculo en todas direcciones y es difícil que no demos con el móvil, el que a su vez nos conducirá hasta el criminal. De no haber estado nuestros ánimos envenenados por la tragedia que habíamos presenciado, aquel paseo por las tierras bajas aromadas de tomillo habría resultado agradable. La aldea de Fulworth se alza en una hondonada extendida en semicírculo al borde de la bahía. Detrás de la aldea de casas antiguas y en el terreno en pendiente, se han construido varias casas modernas. —Aquella casa es The Haven como Bellamy la bautizó. La que tiene una torre en la esquina y el tejado de pizarra. No está mal para un hombre que inició su vida sin otra cosa que… ¡Por Júpiter, fíjese en aquello! La puerta exterior del jardín de la casa en cuestión se había abierto, y por ella había salido un hombre. No había modo de equivocar la figura alta, angulosa, solitaria. Era Ian Murdoch, el matemático. Unos momentos después nos tropezamos con él en la carretera. —¡Hola! —dijo Stackhurst. El otro hizo una inclinación de cabeza, nos miró de soslayo con sus extraños ojos negros, y hubiese seguido de largo si su jefe no lo hubiese detenido preguntándole: —¿Qué hacía usted en esa casa? La cara de Murdoch enrojeció de ira. —Cuando estoy bajo su techo, señor, soy un subordinado suyo. Pero no sabía que tuviese que darle cuenta de mis actos particulares. Stackhurst tenía los nervios a flor de piel después de todo lo que había soportado. De no haber sido por eso, quizá se hubiese contenido. Pero ahora se dejó llevar por completo de su genio, y contestó: —En las circunstancias en que nos encontramos, su respuesta es una pura impertinencia, señor Murdoch. —Quizá se pueda aplicar ese mismo calificativo a su propia pregunta. —No es ésta la primera vez que he tenido que pasar por alto sus insubordinaciones. Pero será seguramente la última. Tenga la amabilidad de tomar disposiciones con toda la rapidez que le sea posible para buscarse otro acomodo en el lugar que le parezca. —Tenía ya ese propósito. Hoy he perdido a la única persona que me hacía tolerable la vida en The Gables. Y siguió su camino, mientras que Stackhurst lo veía alejarse con mirada furiosa. —¿Verdad que es un hombre imposible, intolerable? —exclamó. La primera idea que tenía que ocurrírseme era forzosamente la de que Ian Murdoch aprovechaba la primera oportunidad que se le ofrecía para abrirse un camino que le permitiese escapar del escenario del crimen. Empezaba a dibujarse en mi imaginación una sospecha, vaga y nebulosa. Quizá la visita a los Bellamy proyectase más luz sobre el problema. Stackhurst se rehízo y nos dirigimos hacia la casa. El señor Bellamy resultó ser un hombre de mediana edad y de barbas de un color rojo encendido. Parecía estar irritadísimo, y pronto su cara estuvo tan colorada como sus cabellos. —No, señor; no necesito saber detalles. Mi hijo aquí presente —y al decir esto nos señaló a un joven fornido, de cara pesada y huraña, que se hallaba en un rincón del cuarto de estar— piensa lo mismo que yo en que las atenciones del señor McPherson hacia Maud eran insultantes. Sí señor, la palabra matrimonio nunca fue mencionada, y aún están esas cartas y encuentros, y un gran asunto que ninguno de nosotros podría aprobar. Ella no tiene madre, y nosotros somos sus únicos guardianes. Estamos determinados a… Pero las palabras fueron quitadas de su boca por la aparición de una señorita. No había ninguna contradicción al decir que podría agraciar a cualquier auditorio del mundo. ¿Quién podría haber imaginado que tan rara flor pudiese crecer con tales raíces y en tal atmósfera? Las mujeres raramente son una atracción para mí, porque mi cerebro ha gobernado siempre mi corazón, pero no pude evitar mirar su perfecta y bien delineada cara, con toda la suave frescura de las tierras bajas en su delicado color, sin darse cuenta que ningún joven podría atravesarse en su camino y resultar sano y salvo. Así era la mujer que había abierto la puerta y que ahora permanecía con ojos abiertos e intensos al frente de Harold Stackhurst. —Ya tengo conocimiento de que Fitzroy está muerto —dijo—. No tenga miedo de contarme los detalles. —Este otro caballero suyo le hará saber las noticias —explicó el padre. —No hay razón alguna por la que mi hermana deba ser inmiscuida en el asunto —gruñó el joven. La hermana lanzó una sostenida y feroz mirada sobre él. —Es asunto mío, William. Permíteme manejarlo a mi manera. Por todos los comentarios parece ser que un crimen ha sido cometido. Si puedo ayudar a descubrir quién lo hizo, es lo menos que puedo hacer por quien ya no está. Escuchó un breve relato de mi compañero, con una serena concentración que me mostró que poseía un fuerte carácter tanto como una gran belleza. Maud Bellamy permanecerá siempre en mi memoria como una completa y admirable mujer. Parece que tenía conocimiento de mi presencia, por lo que al final se volvió hacia mí. —Llévelos a la justicia, señor Holmes. Tiene usted mi simpatía y mi ayuda, quienquiera que sean. Mientras parecía que echaba una mirada desafiante a su padre y a su hermano mientras hablaba. —Gracias —le dije—. Concedo mucha importancia en esta clase de asuntos al instinto de la mujer. Ha empleado la palabra «llévelos», en plural. ¿Cree que en esta cuestión ha intervenido más de uno? —Yo conocía al señor McPherson lo suficiente para saber que era un hombre valeroso y fuerte. Un hombre solo no habría podido jamás infligirle ultraje semejante. —¿Podría hablar con usted algunas palabras a solas? —Te digo, Maud, que no te mezcles en este asunto —le gritó el padre, irritado. Me dirigió una mirada de desamparo: —¿Qué puedo hacer? —Todo el mundo va a enterarse muy pronto de los hechos, de modo que no hay ningún daño en discutirlos aquí —le contesté—. Habría preferido hablar con usted en secreto, pero puesto que su padre no lo permite, tendrá que participar en las deliberaciones. Le hablé entonces de la carta que se le había encontrado al muerto en el bolsillo. —Con toda seguridad que saldrá a relucir en las actuaciones del juez de instrucción. ¿Querría usted aclarar todo lo que pueda ese particular? —No veo razón alguna para hacer de ello un misterio —me contestó—. Estábamos comprometidos para casarnos, y si manteníamos el secreto era porque el tío de Fitzroy, que es un señor muy anciano y está, según dicen, muriéndose, podría haberlo desheredado si se casaba en contra de su voluntad. No existía para ello ningún otro motivo. —Podías habérnoslo dicho —refunfuñó Bellamy. —Lo habría hecho, padre, si hubiera visto en ustedes la menor simpatía. —Yo desapruebo que mi hija se mezcle con hombres que pertenecen a otra categoría social que la suya. —Tus prejuicios hacia él fue lo que nos impidió ponerte en antecedentes del asunto. En cuanto a la cita, se la di en contestación a esta otra carta —la joven rebuscó en su vestido y sacó un papel todo arrugado, que decía: «Querido mía: En la playa, en el sitio de siempre, el martes, aunque oscurezca. Es la única hora en que puedo salir. F. M». —Hoy es martes y tenía el propósito de reunirme con él esta noche. Examiné la carta. —No ha venido por correo. ¿Quién se la trajo? —Preferiría no contestar a esa pregunta. La verdad es que nada tiene que ver con el asunto que usted intenta aclarar. Pero contestaré con total libertad a cuanto tenga relación con ello. Se mostró a la altura de su palabra, pero nada de cuanto nos dijo resultó de utilidad para nuestra investigación. No tenía motivos para pensar que su prometido tuviese ningún enemigo, pero reconoció que había tenido varios admiradores entusiastas. —¿Puedo preguntar si se cuenta entre ellos el señor Ian Murdoch? La joven se sonrojó y pareció confusa. —Hubo un tiempo en que me pareció que sí. Pero todo cambió al enterarse de las relaciones que existían entre Fitzroy y yo. Otra vez me pareció que la sombra que envolvía a aquel hombre extraño comenzaban a disiparse. Era preciso examinar sus antecedentes. Había que llevar a cabo clandestinamente un registro en su habitación. Stackhurst se ofreció a colaborar porque también iban surgiendo sospechas en su cerebro. Regresamos de nuestra visita a The Haven, esperanzados por tener ya en nuestras manos un cabo libre de la enmarañada madeja. Había transcurrido una semana. La investigación judicial no había arrojado ninguna luz sobre el asunto, y el caso había sido postergado para cuando hubiese nuevas pruebas. Stackhurst había llevado a cabo una investigación discreta acerca de su subordinado, y se había realizado un registro superficial en su habitación sin conseguirse ningún resultado positivo. Yo, por mi parte, lo había repasado todo otra vez, física e intelectualmente, sin poder llegar a conclusiones nuevas. El lector no encontrará en todas mis crónicas otro caso que me haya obligado a llegar hasta el límite mismo de mi capacidad como me obligó éste. Ni siquiera mi imaginación lograba idear una posible solución de aquel misterio. Pero, de pronto, ocurrió el incidente del perro. Fue mi ama de llaves la primera que se enteró del asunto, por esa sorprendente telegrafía sin hilos que les sirve a esa clase de personas para recoger todas las noticias que circulan por la región. —Lamentable historia, señor, la del perro del señor McPherson —me dijo una noche. Yo no tengo por costumbre alentar esa clase de conversaciones, pero aquellas palabras me llamaron la atención. —¿Y qué le ha ocurrido al perro del señor McPherson? —Ha muerto, señor. Ha muerto de pena por su amo. —¿Quién le ha contado semejante cosa? —¡Si no hace más que hablar de esto todo el mundo! Le produjo una impresión terrible y no ha querido comer nada durante una semana. Dos de esos caballeros del colegio de The Gables lo han encontrado hoy muerto en la playa, en el mismo lugar que encontró la muerte su amo. «En el mismo lugar». Las palabras se me quedaron bien grabadas en la memoria. Surgió en mi cerebro una percepción confusa de que se trataba de un detalle de vital importancia. Que el perro se muriese era un hecho que concordaba con el carácter magnífico y leal de los perros. Pero «¡en el mismo lugar!». ¿Por qué en aquella playa precisamente? ¿Acaso era también posible que hubiese sido sacrificado por alguna venganza? ¿Era posible que…? Sí. La idea era apenas perceptible, pero algo se estaba cuajando en mi cerebro. Pocos minutos después iba camino de The Gables, y allí me encontré a Stackhurst en su despacho. Mandó llamar, a petición mía, a Sudbury y a Blount, los dos estudiantes que habían encontrado el perro. —Sí —dijo uno de ellos—. Estaba al borde mismo de la laguna. Debió de ir siguiendo el rastro de su difunto amo. Vi al fiel animalito, un terrier Airedale, tendido encima de la esterilla del vestíbulo. El cuerpo estaba tieso y rígido, los ojos bien abiertos y los miembros contorsionados. En todas las líneas del cuerpo estaba retratada la agonía. Fui caminando desde Los Gabletes hasta la laguna que servía de piscina. El sol se había ocultado y la sombra que proyectaba el alto acantilado se marcaba negra en las aguas, que tenían un brillo apagado, como el de una hoja de plomo. El lugar estaba desierto, sin que hubiese otras señales de vida que las dos gaviotas que trazaban círculos y dejaban oír sus graznidos por encima de mi cabeza. A la luz, que se iba desvaneciendo, conseguí distinguir las pequeñas huellas del perro rodeando la misma roca en que su amo había dejado la toalla. Permanecí largo tiempo meditando, mientras las sombras se espesaban a mi alrededor. Mi mente se llenaba de pensamientos que se sucedían veloces. Mis lectores ya saben, sin duda, lo que es una pesadilla, en la que se tiene la seguridad de que existe algo importantísimo que se está buscando, que está allí mismo, pero que nunca se logra alcanzar. Así me sentía en aquel atardecer solitario en el lugar de la muerte. Hasta que me di vuelta y regresé, caminando lentamente hacia casa. En el instante mismo en que alcanzaba el punto más alto del sendero se me aclaró todo. De pronto, como una exhalación, recordé lo que tan ansiosamente y en vano había querido asir. Los lectores sabrán, si es que Watson no ha escrito inútilmente, que yo tengo un inmenso depósito de conocimientos de cosas que se salen de lo corriente, amontonados sin sistema científico, pero disponibles para las necesidades de mi labor. Mi cerebro es como un almacén atiborrado de paquetes de toda clase; tantos, tantos, que no es extraño que sólo conserve una vaga percepción de todo lo que hay allí. Tenía la seguridad de que algo había que bien pudiera servir en este asunto. Era todavía una cosa vaga, pero ya sabía por lo menos cómo podría convertirla en algo claro. Algo monstruoso e increíble, pero parecía una posibilidad, así que la pondría plenamente a prueba. Hay en mi casa una buhardilla espaciosa atiborrada de libros. Me zambullí en ellos y los revolví durante una hora. Al cabo de ese tiempo, salí de la buhardilla con un pequeño volumen color chocolate y plata. Busqué anhelante el capítulo del que ya tenía un recuerdo confuso. Sí, se trataba, sin duda, de una hipótesis improbable, pero no podía tranquilizarme hasta adquirir la certeza de si, en efecto, podía ser realidad. Era muy tarde cuando me acosté, ansioso de que llegase la hora de emprender mi tarea al día siguiente. Pero mi tarea se vio interrumpida de manera molesta. Acababa apenas de beber mi taza matinal de té y estaba a punto de salir camino de la playa, cuando recibí la visita del inspector Bradle, de la Comisaría de Sussex; un hombre macizo, asentado, de expresión bovina y ojos meditabundos, que ahora me miraban con expresión muy turbada, al decirme: —Señor, conozco su inmensa experiencia. Este paso que doy es, desde luego, completamente extraoficial, y no es preciso que tenga otras derivaciones. Pero la verdad es que estoy en contra de lo actuado en este caso de McPherson. La pregunta que quiero hacerle es ésta: ¿debo proceder a una detención, sí o no? —¿Se refiere al señor Ian Murdoch? —Sí, señor. Si usted lo piensa, no hay nadie más contra quien se pueda proceder. Es la ventaja de estas soledades, la de poder ir reduciendo la cosa hasta un espacio muy pequeño. Si no fue él, ¿quién pudo haberlo hecho? —¿Qué pruebas tiene en contra de ese hombre? Él había rebuscado en los mismos surcos que yo, el carácter de Murdoch y el misterio en que parecía vivir envuelto; sus furiosos arrebatos, ejemplarizados con el incidente del perro; el hecho de haber tenido anteriormente una riña con McPherson, y el que existían razones para creer que pudiera encontrarse resentido por las atenciones que el muerto tenía hacia la señorita Bellamy. Todos mis argumentos, sin agregar uno solo nuevo, como no fuera el de que parecía que Murdoch estaba haciendo toda clase de preparativos para ausentarse. —¿Cuál sería mi situación si le consintiese escabullirse con todos estos argumentos en su contra? Aquel hombre voluminoso y flemático tenía el ánimo profundamente turbado. Yo le dije: —Fíjese en todos los fallos fundamentales que ofrece su caso. Ese hombre puede ofrecer una coartada segura en la mañana del crimen. Había permanecido hasta el último instante con sus alumnos, y tras unos pocos minutos de la aparición de McPherson llegó detrás nuestra. Así pues, es absolutamente imposible albergar en la mente que pudiera con sus propias manos infligir estos azotes sobre un hombre considerablemente tan fuerte como él mismo. Finalmente, está la cuestión del instrumento con el que las lesiones fueron infligidas. —¿Qué puede ser excepto una fusta o un látigo flexible de algún tipo? —¿Examinó las marcas? —pregunté. —Las he visto. También el doctor. —Pero yo las examiné cuidadosamente con un lente. Tienen sus peculiaridades. —¿Y cuáles son, señor Holmes? Di un paso hacia mi cómoda y extraje una fotografía aumentada. —Este es mi método en ciertos casos —expliqué. —Ciertamente hace las cosas a fondo, señor Holmes. —No sería quien soy si no lo hiciera. Ahora consideremos este moretón que se extiende alrededor del hombro derecho. ¿No observa nada que sea de interés? —No puedo decir que lo vea. —Seguramente es evidente que es algo sin igual por su intensidad. Hay un punto de sangre acumulada aquí, y otro aquí. Hay indicaciones similares en el otro moretón de aquí abajo. ¿Qué pueden significar? —No tengo idea. ¿Usted la tiene? —Tal vez sí. Tal vez no. Pronto seré capaz de contar más. Cualquier cosa que hiciera esa señal nos brindará un camino hacia el criminal. —Es, por supuesto, una idea absurda —dijo el oficial—, pero si una malla de cable caliente fuese puesta sobre una espalda, entonces esos puntos marcados representarían el lugar donde los hilos se cruzan unos con otros. —Una muy ingeniosa comparación. ¿O deberíamos pensar en una red con nudos pequeños y duros? —Por Dios, señor Holmes, creo que ha dado en el clavo. —También podría obedecer, señor Bradle, a una causa totalmente distinta. En todo caso, sus pruebas son muy débiles para proceder a una detención. Y, finalmente, tenemos aquellas últimas palabras que pronunció: «la melena de león». —Yo estaba pensando si tal vez Ian… —Sí, ya he pensado en ello. Si la segunda palabra hubiese sonado algo parecido a Murdoch; pero no fue así. La pronunció dando casi un chillido, y estoy seguro de que dijo «melena»(en inglés mane). —¿No tiene alguna alternativa, señor Holmes? —Quizá sí; pero no deseo hablar del tema hasta que tenga una base más sólida sobre la que discutir. —¿Y cuándo será? —Dentro de una hora, o quizá menos. El inspector se rascó la barbilla y me miró con expresión de duda. —Señor Holmes, ojalá pudiera adivinar lo que pasa por su cabeza. Quizás está pensando en aquellas lanchas de pesca. —No, no, no pienso en ellas, porque estaban demasiado lejos. —Entonces, ¿será en Bellamy y en el gigante de su hijo? No le tenían grandes simpatías al señor McPherson. ¿No habrán sido ellos capaces de hacer la jugada? —No y no; no logrará tirarme de la lengua hasta que esté preparado—le dije, sonriendo—. Y ahora, inspector, cada cual tenemos nuestra tarea. Quizá si usted viniese a verme a mediodía… En esas estábamos cuando sobrevino una terrorífica interrupción que constituyó el principio del fin. Se abrió de golpe la puerta de la casa, se oyeron pasos tambaleantes en el pasillo, y entró en la habitación dando tumbos Ian Murdoch, pálido, despeinado, con las ropas en un espantoso desorden, aferrándose con sus manos huesudas a los muebles para no caer al suelo. —¡Aguardiente! ¡Aguardiente! —jadeó, y cayó lanzando gemidos encima del sofá. No venía solo. Lo seguía Stackhurst sin sombrero y jadeante, casi tan distrait(fr. distraído), tan fuera de sí, como su compañero. —¡Sí, sí, aguardiente! —gritó—. Este hombre está que se muere. He hecho cuanto pude por traerlo hasta aquí. Se me desmayó dos veces en el camino. Medio vaso de alcohol puro produjo un cambio maravilloso. Se irguió sobre un brazo, y se arrancó la chaqueta de los hombros gritando: —¡Por amor de Dios! ¡Aceite, opio, morfina! ¡Cualquier cosa que me alivie de esta tortura infernal! El inspector y yo lanzamos un grito al ver aquello. Allí, entrecruzado en el hombro desnudo de aquel hombre, se veía el mismo extraño dibujo reticulado de líneas inflamadas color rojo, que había constituido el sello mortal de Fitzroy McPherson. El dolor era evidentemente terrible y más que local, porque el paciente se quedaba de pronto sin aliento, se le ennegrecía la cara y se llevaba la mano al corazón con ruidosos jadeos, mientras de su frente caían gruesas gotas de sudor. Podía morírsenos en cualquier momento. Fuimos vertiendo por su garganta nuevas cantidades de aguardiente y a cada nueva dosis parecía revivir. Le aplicamos algodón en rama empapado en aceite de oliva y este remedio pareció amortiguar la tortura de aquellas extrañas heridas. Hasta que dejó caer pesadamente la cabeza encima de un almohadón. La naturaleza agotada se había refugiado en su última reserva de vitalidad. Aquello era mitad amodorramiento y mitad desmayo, pero al menos le aliviaba el dolor. Era imposible hacerle preguntas, pero en el instante mismo en que nos cercioramos de su estado, Stackhurst se volvió hacia mí exclamando: —¡Santo Dios! ¿De qué se trata, Holmes, de qué se trata? —¿Dónde lo encontró usted? —Allá, en la playa, y exactamente en el lugar en que el pobre McPherson halló su muerte. De haber padecido este hombre del corazón, como le ocurría a McPherson, no se encontraría aquí. Más de una vez creí, mientras lo traía, que era ya cadáver. The Gables quedan demasiado lejos, y por eso vine a su casa. —¿Lo vio en la playa? —Me paseaba por lo alto del acantilado cuando oí el grito que lanzó. Estaba al borde del agua, dando vueltas como un borracho. Bajé corriendo, lo cubrí con algunas ropas y lo traje sendero arriba. Por amor de Dios, Holmes, ponga de su parte todo cuanto pueda y no ahorre trabajos para librar de semejante maldición a este pueblo, porque se nos está haciendo la vida intolerable. ¿No puede, con toda su reputación mundial, hacer nada por nosotros? —Creo que sí, Stackhurst. Acompáñeme. Usted también, inspector, venga con nosotros. Vamos a ver si podemos poner al asesino en sus manos. Dejando al hombre desmayado al cuidado de mi ama de llaves, marchamos los tres hacia la laguna maldita. Había en la gravilla un montoncito de toallas y de ropas abandonadas allí por el hombre agredido. Fui caminando lentamente por el borde del agua, siguiéndome mis camaradas en fila india. La mayor parte de aquella laguna era muy poco profunda, pero en la base del acantilado, donde la playa formaba una hondonada, llegaba a metro y medio o dos metros de profundidad. Era natural que los nadadores se dirigiesen hacia allí, porque formaba una hermosa piscina de agua verde traslúcida, tan clara como el cristal. En la base del acantilado y por encima del agua había una hilera de rocas. Avancé siguiéndola, sin dejar de mirar ansiosamente hacia el agua profunda que tenía debajo. Había llegado al punto en que el agua era más profunda y estaba más en calma, cuando mis ojos descubrieron lo que venían buscando. Lancé un ruidoso alarido de triunfo, y exclamé: —¡Cyanea(medusa)! ¡Ahí tienen «la melena de león»! En efecto, el extraño objeto hacia el que yo apuntaba producía la impresión de una masa enmarañada de cabellos arrancada de la melena de un león. Estaba asentada encima de un escalón de roca, a unos noventa centímetros por debajo del agua; era un animal rarísimo que ondulaba, vibraba como una cabellera presentando rayas de plata entreveradas con sus trenzas amarillentas. Se dilataba y se contraía, pesadamente, con ritmo lento. —Ya ha hecho bastante daño. ¡Le ha llegado su hora! —grité—. ¡Ayúdame, Stackhurst! Vamos a matar para siempre al asesino. Justamente encima del escalón de piedra había un peñasco de grueso tamaño, y lo empujamos hasta que cayó dentro del agua levantando grandes salpicaduras. Cuando se disipó el pequeño oleaje, pudimos observar que había quedado asentado sobre el escalón de piedra. Un extremo de membrana amarilla que manoteaba nos hizo ver que nuestra víctima había quedado bajo el peñasco. De abajo de la piedra subía una espesa espuma aceitosa, que manchó todo alrededor de las aguas, al subir lentamente hacia la superficie. —¡Bueno, si no lo veo, no lo creo! —exclamó el inspector—. ¿Qué era eso señor Holmes? Yo he nacido y me he criado en esta región, pero jamás vi cosa semejante. Eso no pertenece a Sussex. —Tanto mejor para Sussex —dije yo—. Quizá fue la borrasca del sudoeste la que lo empujó hasta aquí. Volvamos los tres a mi casa, y les haré conocer la terrible experiencia de una persona que tenía buenas razones para recordar su propio encuentro con este mismo peligro de los mares. Cuando llegamos a mi despacho, nos encontramos con que Murdoch se había rehecho hasta el punto de poder sentarse. Estaba con el cerebro como embotado, y de cuando en cuando se sentía acometido de un paroxismo de dolor. Nos explicó en frases entrecortadas que no tenía idea de lo que le había ocurrido, fuera de que aquellos terroríficos dolores le habían penetrado súbitamente todo el cuerpo y que necesitó de toda su energía para llegar hasta la orilla. —He aquí un libro —dije yo, echando mano al pequeño volumen que puso en claro lo que quizá habría quedado para siempre oscuro—. Se titula Out of doors, por el célebre viajero J. G. Wood. Este señor estuvo a punto de perecer a consecuencia del contacto con ese animal inmundo, y por eso escribió con pleno conocimiento de causa. El nombre completo de este ser malvado es el de Cyanea Capillata, y puede ser muy peligroso para la vida, y sepan que su acción es más dolorosa que la mordedura de la cobra. Permítanme que les ofrezca un breve resumen: «Si el bañista distingue una masa, como redonda y suelta, de membranas y de fibras color leonado, algo como unos grandes manojos de melena de león y de color plateado, que se ponga en guardia, porque se trata del terrible animal llamado Cyanea Capillata». —¿Es posible describir con mayor claridad a nuestro siniestro conocido? »Luego pasa a contarnos su encuentro con uno de esos animales cuando nadaba frente a la costa de Kent. Pudo darse cuenta de que ese animal irradiaba filamentos casi invisibles hasta una distancia de quince metros, y que todo ser viviente que se encontraba a esa distancia del mortífero centro de la circunferencia corría peligro de muerte. Aun de lejos, los efectos sobre Wood fueron casi mortales. “Los numerosísimos hilos produjeron ligeras líneas color escarlata en la piel; examinadas más detenidamente resultaron ser puntos minúsculos o pústulas, encerrando cada puntito algo así como una aguja al rojo vivo que traspasa los nervios”. »Explica luego que el dolor en la parte afectada superficialmente era secundario en aquella tortura refinada. “Sentí dolores que me atravesaban el pecho y que me hacían caer como si hubiese sido herido por otros tantos balazos. El pulso se interrumpía, y de pronto daba el corazón seis o siete saltos como si quisiera saltar fuera del pecho”. »Aquello estuvo a punto de matarlo, aunque sólo había estado en contacto con aquel ser en medio del agitado océano y no en las aguas someras y tranquilas de una charca de agua de mar. Asegura que apenas se conoció a sí mismo más tarde, porque su cara estaba blanca, contraída y arrugada. Se bebió de golpe una botella de aguardiente, y parece que esto le salvó la vida. —Ahí tiene el libro, inspector. Se lo presto, y no podrá dudar de la tragedia del pobre McPherson. —Explicación que, de paso, me libra de toda sospecha —comentó Ian Murdoch con agria sonrisa—. No lo censuro, inspector, ni tampoco a usted, señor Holmes. Sus sospechas eran naturales. Me está pareciendo que yo mismo me he limpiado de toda sospecha cuando ya estaba en vísperas de ser detenido, y lo he logrado compartiendo la desgracia de mi pobre amigo. —No, señor Murdoch, yo estaba ya sobre la pista, y de haber salido a la hora temprana que me había propuesto, quizá lo habría salvado de su terrorífica experiencia. —¿Y cómo lo descubrió, señor Holmes? —Yo soy un lector omnívoro y que tiene una memoria extraordinariamente retentiva para las cosas insignificantes. Esa frase «la melena de león» me tenía obsesionado. Estaba seguro de haberla leído en alguna parte y en un contexto inesperado. Ya han visto ustedes que tal frase viene a ser la descripción del animal. No me cabe duda de que cuando el señor McPherson lo vio estaba flotando sobre las aguas, y que fue la única manera que se le ocurrió para ponemos en guardia contra el ser que lo había atacado. —Yo, por lo menos, estoy absuelto —dijo Murdoch, poniéndose lentamente de pie—. Me agradaría dar algunas frases de explicación, porque sé en qué dirección se han encaminado sus pesquisas. Es cierto que yo amaba a esa joven, pero desde el día en que ella se decidió por mi amigo McPherson, no tuve más deseo que contribuir a su felicidad. Me contenté con hacerme a un lado, actuando de enlace entre ellos. Llevé con frecuencia sus mensajes, y porque yo estaba en su intimidad y esa mujer me era tan querida, me apresuré a comunicarle la muerte de mi amigo, antes de que alguien se me adelantase y se la comunicase de manera más repentina y despiadada. Ella nada le dijo, señor, acerca de nuestras relaciones, por si las encontraba mal y redundaba en perjuicio mío. Pero con permiso de ustedes, voy a intentar el regreso hasta The Gables, porque el cuerpo me está pidiendo cama. Stackhurst le tendió la mano, diciendo: —Nuestros nervios han vibrado demasiado alto —dijo—. Olvide lo pasado, Murdoch. En el porvenir nos comprenderemos mejor. Salieron juntos y agarrados del brazo amistosamente. Aún se quedó allí el inspector, contemplándome en silencio con sus ojos bovinos. Hasta que exclamó: —¡Lo ha hecho muy bien! Yo había leído cosas acerca de usted, pero nunca llegué a creerlas. ¡Es maravilloso! No tuve más remedio que darle un apretón de manos. Aceptar una alabanza como aquélla era rebajar el nivel de las propias normas. —Al principio me mostré tardío; culpablemente lento. De haberse encontrado el cadáver en el agua, es difícil que la cosa se me hubiese escapado. Lo que me despistó fue la toalla. El pobre hombre no pensó siquiera en secarse, y yo creí que él no había llegado a entrar en el agua. ¿Por qué, entonces, iba a surgir en mí la idea de que hubiese sido atacado por algún animal marino? Ahí es donde yo perdí el rumbo. Bien, bien, inspector, muchas veces me he arriesgado a bromear a costa de ustedes, los caballeros de la policía oficial, pero la Cyanea Capillata ha estado muy a punto de vengar a Scotland Yard. - 10 - La aventura del fabricante de colores retirado Sherlock Holmes estaba aquella mañana de humor melancólico y filosófico. Su naturaleza, siempre despierta y práctica, se hallaba sujeta a esta clase de reacciones. —¿Le vio usted a ese hombre? —me preguntó. —¿Se refiere al anciano que acaba de salir? —A ese mismo. —Sí, me crucé con él en la puerta. —¿Qué impresión le produjo? —La de un hombre patético, fútil, vencido. —Exactamente, Watson. Patético y fútil. Pero ¿no es la vida una cosa patética y fútil? ¿No es su historia un microcosmos de la historia toda? Alcanzamos. Apresamos. ¿Y qué queda al final en nuestras manos? Una sombra. O, peor aún que una sombra; el dolor. —¿Es ese hombre cliente suyo? —Sí, me imagino que puedo darle ese calificativo. Me lo han enviado de Scotland Yard. De la misma manera que los médicos envían a veces a sus enfermos incurables a un curandero. Dicen que ellos ya nada pueden hacer y que, ocurra lo que ocurra, no es posible que el enfermo se encuentre peor. —¿Y qué le pasa a ése? Holmes echó mano a una tarjeta bastante grasienta que había encima de la mesa: —«Josiah Amberley». Dice que es el socio más reciente de la firma Brickfall y Amberley, fabricante de materiales artísticos. Puede usted ver esos nombres en las cajas de colores. Reunió su patrimonio, se retiró de los negocios a la edad de sesenta y un años, compró una casa en Lewisham y se asentó allí para descansar después de una vida de incesante ajetreo. Cualquiera pensaría que de ese modo tenía el porvenir tolerablemente seguro. —En efecto. Holmes echó un vistazo a algunas notas que había garrapateado en el reverso de un sobre. —Se retiró del negocio el año mil ochocientos noventa y seis, Watson. A principios de mil ochocientos noventa y siete se casó con una mujer veinte años más joven que él y, además, bien parecida, si la fotografía no la favorece. Una renta suficiente para vivir con desahogo, una mujer, ninguna obligación de trabajar; todo ello parecía brindar un camino recto a su vida. Y, sin embargo, se convierte en menos de dos años en un pobre ser vencido y miserable, tanto como el más vencido y miserable que repta bajo el sol. —Pero ¿qué ha ocurrido? —La historia de siempre, Watson. Un amigo desleal y una mujer casquivana(ligera de cascos). Según parece, Amberley tiene una afición en la vida: el ajedrez. En Lewisham, vive un médico joven que es también aficionado a jugar al ajedrez. Tengo anotado su nombre: el doctor Ray Ernest. Ernest visitaba la casa con frecuencia, y la consecuencia natural fue que surgiese una intimidad entre él y la señora Amberley, porque tendrá usted que reconocer que nuestro infortunado cliente posee pocas gracias exteriores, por grandes que puedan ser las dotes de su alma. La pareja aquella se fugó la semana pasada, con dirección desconocida, y lo que es más, la infiel esposa se llevó la caja de documentos del viejo, en calidad de equipaje personal, y con una buena parte de los ahorros que había hecho en su vida, dentro de la caja. ¿Podemos dar con el paradero de la mujer? ¿Podemos recuperar el dinero? Como usted ve, el problema es hasta aquí de lo más vulgar, aunque de importancia vital para el señor Josiah Amberley. —¿Y qué piensa usted hacer al respecto? —Da la casualidad, querido Watson, que la primera pregunta es esta otra: ¿Qué va a hacer usted? Si es que tiene usted la bondad de hacerse cargo de mi papel. Sabe que me encuentro preocupado con el caso de los patriarcas coptos(cristianos ortodoxos egipcios), que hoy sufrirá una crisis. La verdad es que no tengo tiempo para desplazarme a Lewisham; y, sin embargo, las observaciones que se hagan en el lugar mismo tienen un valor especial. El anciano insistió mucho en que fuese yo, pero ya le expliqué la imposibilidad en que me encontraba. Está, pues, dispuesto a acoger a un representante mío. —Sea como usted quiere —le contesté—. Reconozco que no voy a servir de mucho pero haré cuanto esté de mi parte. Y así fue como una tarde veraniega me puse en camino para Lewisham, muy ajeno a pensar que antes de una semana se hablaría deseosamente en toda Inglaterra del asunto al que me lanzaba. Era ya tarde aquella noche cuando regresé a Baker Street y rendí cuenta de mi misión. Holmes, con su enjuto cuerpo repantigado en el hondo sillón, y la pipa dejando escapar lentas espirales de agrio humo de tabaco, tenía los párpados entornados tan perezosamente, que casi parecía dormido, de no ser porque los levantaba en cuanto yo me detenía en mi narración o llevaba en ella a algún pasaje discutible, y entonces me traspasaba con la mirada interrogadora de sus ojos grises, tan brillantes y afilados como dos estoques. —La casa del señor Josiah Amberley se llama «El refugio» —dije yo—. Creo que le interesaría, Holmes. Se parece a uno de esos patricios pobres que se ven obligados a alternar con sus inferiores. Ya conoce usted las características de ese barrio: las monótonas calles de ladrillo, las fatigosas carreteras suburbanas. En medio mismo de todo eso, una islita de la cultura y comodidad de antaño; esta antigua casa, rodeada de un elevado muro, bañado por el sol, moteado de líquenes y coronado de musgo, la clase de muro que… —Suprima poesía, Watson —dijo Holmes con severidad—. Anoto: un muro alto de ladrillo. —Exactamente. Yo no habría sabido cuál de aquellas casas era «El refugio» de no habérselo preguntado a un ocioso que estaba fumando en la calle. Tengo razón para mencionarle a este individuo. Era alto, moreno, de grandes bigotes, y apariencia de militar. Contestó a mi pregunta con un movimiento de cabeza y me dirigió una mirada curiosamente interrogadora, de la que me acordé algo más tarde. Apenas traspasé la puerta exterior, vi al señor Amberley que avanzaba por el camino de carruajes. Esta mañana, cuando estuvo aquí, solo pude echarle una ojeada, y aun con eso me produjo la impresión de un individuo raro; pero cuando le vi a plena luz del día, su aspecto me resultó todavía más anormal. —Como comprenderá, Watson, he estudiado a ese hombre ya pero me agradaría conocer la impresión que a usted le produjo —dijo Holmes. —La que me dio fue la de un hombre doblado por la preocupación. Tiene la espalda encorvada, como si llevase sobre ella un gran peso. Pero no es, como me imaginé al principio, poca cosa de hombre, ya que sus hombros y su pecho son los de un gigante, aunque su cuerpo se vaya ahusando hacia abajo hasta terminar en zanquilargo. —El zapato izquierdo con arrugas; el derecho, liso. —No me fijé en ese detalle. —Usted no; pero yo ya descubrí que tenía un miembro artificial. Prosiga. —Me sorprendieron los mechones blanquecinos de cabello gris que le salían por debajo del sombrero de paja, la expresión violenta, vehemente de su cara y lo fuertemente acusado de los rasgos de ésta. —Muy bien, Watson. ¿Y qué dijo? —Empezó a soltarme la historia de sus agravios. Fuimos caminando por el jardín y, como es natural, me fijé en todo. Nunca he visto finca peor cuidada. Las plantas del jardín estaban todas crecidas y altas, dándome la impresión del total abandono en que se las había dejado para que siguiesen las tendencias de la naturaleza, más bien que las del arte. No comprendo cómo una mujer que se respeta ha podido tolerar semejante estado de cosas. También la casa estaba en el último grado de desaseo, pero, por lo visto, aquel pobre hombre se daba cuenta de ello e intentaba remediarlo. Lo digo porque en el centro del vestíbulo se veía un gran tarro de pintura verde, y él, por su parte, empuñaba en la mano izquierda una gruesa brocha. Había estado pintando la obra de madera. »Me introdujo en una sucia habitación reservada y charlamos largo y tendido. Como es natural, le desilusionó el que usted no hubiese ido, y dijo: “No me esperaba, claro está, que un individuo tan humilde como yo, especialmente después de las graves pérdidas financieras que acabo de sufrir, lograse que un hombre tan célebre como el señor Sherlock Holmes le dedicase toda su atención”. »Le di la seguridad de que para nada había intervenido en eso su situación financiera, y él me contestó: “Sí, ya sé que ese señor se dedica al arte por el arte; pero quizá hubiese encontrado aquí algo digno de estudio, aunque sólo se fijase en el lado artístico del crimen. ¡Cómo es la naturaleza humana, doctor Watson, y qué negra ingratitud la que se descubre en este caso! ¿Cuándo le negué yo a ella nada de lo que me pidió? ¿Cuándo hubo una mujer tan mimada? En cuanto a ese joven, le traté como si hubiese sido un hijo mío. Entraba y salía por mi casa como si hubiese estado en la suya. ¡Y, sin embargo, vea el trato que me han dado! ¡Es un mundo espantoso el nuestro, doctor Watson, un mundo espantoso!”. »Ésa fue su cantinela durante una hora o más. Según parece, no abrigaba ninguna sospecha de aquella intriga amorosa. El matrimonio vivía solo en la casa, salvo una mujer que va todas las tardes a las seis y se retira una vez terminado su trabajo. En la noche en cuestión, el anciano Amberley, deseando obsequiar a su esposa, había sacado dos asientos de paraíso para el teatro de Haymarket. A última hora, la mujer se quejó de dolor de cabeza y se negó a ir. Amberley marchó solo. No parece haber dudas a este respecto, porque él me enseñó el billete para su esposa. —Esto que me dice es notable, muy notable —dijo Holmes, que parecía ir tomando cada vez mayor interés en el caso—. Prosiga, por favor, Watson. Su relato me está resultando muy digno de interés. ¿Examinó usted con sus propios ojos aquel billete? ¿No tomó, por casualidad, el número de asiento? —Pues da la casualidad de que lo tomé —le contesté yo con algo de orgullo—. Se me quedó en la memoria, porque daba también la casualidad de que el número que yo tenía en la escuela era el treinta y uno. —¡Magnífico, Watson! Entonces es que el asiento de ese hombre era el treinta o el treinta y dos. —En efecto —le contesté, algo intrigado—. Y la fila era la B. —También ese detalle resulta muy satisfactorio. ¿Qué otra cosa le dijo él? —Me enseñó lo que él llamaba su cuarto blindado. Es realmente un cuarto como la cámara de un banco, con la puerta y la persiana de hierro; a prueba de ladrones, según me dijo. Sin embargo, la mujer disponía, por lo visto de una llave duplicada, y entre ella y su amante se llevaron unas siete mil libras en dinero y en papel del Estado. —¡En papel del Estado! ¿Y cómo van a venderlo? —Me dijo que había entregado la lista de los títulos a la Policía, y que confiaba en que les resultaría imposible su venta. Regresó del teatro a eso de la medianoche y se encontró con la casa saqueada, la puerta y la ventana abiertas y los fugitivos ya lejos de allí. No le dejaron ni carta ni mensaje. Tampoco ha vuelto a saber de ellos una sola palabra desde entonces. Inmediatamente alertó a la Policía. Holmes se quedó meditando durante algunos minutos y luego me preguntó: —Dice usted que él estaba pintando. ¿Qué es lo que pintaba? —Verá usted, lo que realmente estaba pintando era el pasillo, pero había pintado ya la puerta y la obra de carpintería de ese cuarto blindado de que le he hablado. —¿No le parece a usted que ésa es una ocupación algo extraña en las circunstancias por las que atraviesa? —«No hay más remedio que ocuparse en algo para aliviar el corazón dolorido». Esa fue la explicación que él mismo me dio. Es, sin duda, una excentricidad, pero estamos ante un hombre a todas luces excéntrico. Hizo añicos en presencia mía una fotografía de su esposa. La hizo añicos en un arrebato furioso, lleno de ira. «No quiero volver a ver su condenada cara». —¿Nada más, Watson? —Sí; hay algo que me llamó la atención más que todo lo que he dicho. Me había hecho conducir en coche hasta la estación de Blackheath y había subido ya al tren. En el instante mismo de arrancar éste, vi que un hombre se metía como una flecha en el vagón próximo al mío. Ya sabe usted, Holmes, que a mí se me quedan rápidamente grabadas las caras y figuras. Este hombre del vagón era, sin duda, el mismo individuo alto y moreno al que yo había dirigido la palabra en la calle. Le vi nuevamente en el Puente de Londres, y luego se perdió entre la multitud. Pero estoy convencido de que me venía siguiendo. —¡Claro que sí, claro que sí! —exclamó Holmes—. Un hombre alto, de tupidos bigotes, dice usted. ¿Verdad que llevaba gafas oscuras contra el sol? —Holmes, es usted brujo. Yo no lo había dicho, pero sí que llevaba gafas oscuras contra el sol. —¿Y un alfiler de corbata masónico? —¡Holmes! —Es muy sencillo, mi querido Watson. Pero vamos ahora a lo práctico. No tengo más remedio que confesarle que este caso, que me pareció de una sencillez absurda e indigno de que yo me ocupase de él, está adquiriendo rápidamente un aspecto muy distinto. La verdad es que, a pesar de que usted durante su misión ha dejado pasar por alto todos los detalles de importancia, bastan las cosas que se le han metido por los ojos para dar en qué pensar seriamente. —¿Qué es lo que se me ha pasado por alto? —No se ofenda, mi querido compañero. Ya sabe usted que yo hablo en términos generales. Nadie lo hubiera hecho mejor. Algunas personas no lo habrían hecho ni siquiera tan bien como usted. Pero es evidente que se le han escapado algunos puntos esenciales. ¿Qué opinión tienen del señor Amberley y de su esposa los convecinos? Eso tenía, sin duda, importancia. ¿Y el doctor Ernest? ¿Era este señor el alegre Lotario(seductor sin escrúpulos, referencia a un personaje de Cervantes) que su conducta da a entender? Watson, con su buena presencia, cualquier mujer se convertiría en colaboradora y cómplice suya. ¿Qué le han dicho la empleada de Correos o la mujer del verdulero? Yo me lo imagino a usted sin dificultad cuchicheándole tiernas naderías a la joven de la taberna «El Ancla azul» y recibiendo a cambio algunas realidades concretas. Nada de eso hizo usted. —Aún estoy a tiempo. —Ya ha habido quien lo ha hecho. Gracias al teléfono y a la ayuda de Scotland Yard, suelo conseguir los datos esenciales sin salir de esta habitación. A decir verdad, los informes que he recibido confirman el relato de ese hombre. Tiene fama en aquel barrio de ser un tacaño y también un marido brutal y exigente. También es cierto que guardaba una importante suma de dinero en su cámara fuerte. E igualmente que el joven doctor Ernest, hombre soltero, jugaba al ajedrez con Amberley, y hacía, probablemente, el tonto con la mujer de éste. Todas esas cosas parecen claras, y uno se siente tentado a pensar que ya no hay nada más decir, ¡y sin embargo! —¿Dónde ve usted las dificultades? —Quizá sólo están en mi imaginación. Bien, Watson, dejémoslo ahí. Escapemos de este fatigoso mundo de la rutina diaria por la puerta lateral de la música. Esta noche canta Carina en el Albert Hall, y disponemos aún de tiempo para vestirnos, cenar y disfrutar. Me levanté por la mañana temprano, pero algunas migajas de tostada y dos cáscaras vacías de huevo me anunciaron que mi compañero había madrugado todavía más que yo. Encima de la mesa encontré estas líneas: «Querido Watson: Deseo establecer uno o dos puntos de conexión con el señor Josiah Amberley. Cuando lo haya hecho dejaremos de lado este caso, o lo seguiremos. Lo único que le pido es que esté usted a mano a eso de las tres de la tarde, porque bien pudiera ser que yo le necesitase. S. H». No volví a ver a Holmes hasta esa hora, en que regresó serio, preocupado y ensimismado. En momentos así era preferible dejarle abandonado a sí mismo. —¿Ha venido por aquí Amberley? —No. —¡Ah! Es lo que estoy esperando. No se vio defraudado, porque el viejo llegó en ese momento, con expresión de contrariedad y desconcierto en su cara severa. —Señor Holmes, he recibido un telegrama, y no sé qué pensar del mismo. Se lo alargó a Holmes, y éste leyó en voz alta: «Venga en seguida y sin falta. Puedo darle información acerca de su pérdida reciente. ELMAN, La Vicaría». —Enviado a las dos y diez minutos en Little Purlington —dijo Holmes—. Little Purlington está en Essex, según creo, no lejos de Frinton. Como es natural, se pondrá en camino en seguida, ya que esto procede claramente de una persona de responsabilidad, el vicario del lugar. ¿Dónde está mi Crockford(guía clerical inglesa)? Sí, aquí lo tenemos, C. Elman, M. A., que vive en Mossmoor, cerca de Little Purlington. Mire el horario de trenes, Watson. —Hay uno que sale de Liverpool Street a las cinco y veinte… —Magnífico, Watson, usted debería ir con él, porque quizá necesite de su ayuda o de su consejo. Es evidente que hemos llegado en este asunto a una crisis. Pero nuestro cliente parecía muy reacio a ese viaje, y dijo: —Señor Holmes, eso es completamente absurdo. ¿Qué puede saber ese individuo de lo que ha ocurrido? Es malgastar tiempo y dinero. —No le habría telegrafiado si no hubiese sabido algo. Telegrafíe en seguida que usted se pone en camino. —No creo que vaya a ir. Holmes adoptó su actitud más severa. —Produciría la peor de las impresiones a la Policía y a mí, señor Amberley, el que, al surgir una pista tan evidente, se negase usted a seguirla. Nos produciría la sensación de que usted no se toma en serio estas pesquisas. Nuestro cliente pareció horrorizado ante aquella perspectiva, y dijo: —Desde luego que iré si usted lo ve necesario. Así, a primera vista, resulta absurdo el suponer que este cura sepa nada, pero si usted cree… —Lo creo, en efecto —contestó Holmes con énfasis, y de ese modo nos vimos lanzados a nuestra excursión. Holmes me llamó aparte antes de que saliéramos de la habitación y me dio unas frases de consejo que demostraban que le parecía aquel un asunto de importancia. —Pase lo que pase, procure sobre todo que ese hombre salga de viaje —me dijo—. Si se apartase de usted o regresase, vaya usted hasta la oficina de teléfonos más próxima y envíeme un telegrama que diga simplemente: «Fugado». Dejaré todo arreglado para que llegue a mis manos dondequiera que me encuentre. No es Little Purlington lugar al que se llega fácilmente, porque se encuentra en una línea secundaria. En mi memoria, no fue un viaje agradable, porque el tiempo era caluroso, el tren lento y mi acompañante huraño y callado. Apenas habló, salvo para hacer en ocasiones alguna observación referente a lo fútil de nuestros pasos. Llegados por fin a la pequeña estación, aún nos quedaba una excursión en coche para llegar a la vicaría, donde nos recibió en su despacho un clérigo grueso, solemne, bastante pomposo. Tenía delante nuestro el telegrama, y nos preguntó: —Bien, caballeros; ¿en qué puedo servirles? —Hemos venido en contestación a su telegrama —le expliqué yo. —¡A mi telegrama! Yo no les he puesto ningún telegrama. —Quiero decir al telegrama que usted envió al señor Josiah Amberley acerca de su mujer y de su dinero. —Señor, si esto es una broma, es de un gusto muy discutible —exclamó irritado el vicario—. Jamás he oído el nombre de ese caballero del que usted me habla y no envié a nadie ningún telegrama. Nuestro cliente y yo nos miramos atónitos. —Quizá se trate de algún error. ¿No habrá por aquí dos vicarías? Aquí tiene usted el telegrama mismo, firmado Elman y fechado en la vicaría. —Caballero, vicaría no hay más que ésta, y no hay más vicario que yo. Este telegrama es una escandalosa falsedad, y ya se encargará la Policía de investigar su origen. Mientras tanto, no veo finalidad alguna para prolongar esta entrevista. Y así fue como el señor Amberley y yo nos vimos en la carretera en una aldea que me pareció la más primitiva de Inglaterra. Nos dirigimos a la oficina de Telégrafos, pero ya estaba cerrada. Sin embargo, en la taberna de «El Escudo Ferroviario» encontramos un teléfono, y gracias al mismo establecí contacto con Holmes, que se mostró asombrado del resultado de nuestro viaje. —¡Extraordinario! —dijo la voz lejana—. ¡Por demás extraordinario! Querido Watson, mucho me temo que no tenga un tren para regresar esta noche. Le he condenado a usted, sin darme cuenta, a los horrores de un mesón de aldea. Sin embargo, Watson, usted dispone siempre del recurso de la naturaleza y de Josiah Amberley. Manténgase en estrecho contacto con ambos —le oí gorgoritear secamente en el instante en que cortaba la comunicación. Pronto pude convencerme de que la fama de tacaño de mi acompañante era bien merecida. Había refunfuñado por lo costoso de la excursión, había insistido en que viajáramos en tercera clase y ahora protestó ruidosamente por la factura del hospedaje. A la mañana siguiente, cuando llegamos a Londres, era difícil decir cuál de nosotros se encontraba de peor humor. —Lo mejor que podría usted hacer es quedarse en Baker Street cuando pasemos por allí —dije—. Quizá el señor Holmes tenga nuevas instrucciones. —Si no valen más que las últimas, me van a servir de muy poca cosa — dijo Amberley con expresión maligna. Sin embargo me acompañó. Yo tenía avisado a Holmes por telegrama a la hora que llegaríamos, pero me encontré con un mensaje en el que decía que nos esperaba en Lewisham. Esto constituyó una sorpresa, pero aún lo fue mayor el encontrarme con que Holmes no estaba solo en la sala de nuestro cliente. Junto a él se encontraba un hombre moreno, de rostro severo e impasible, de gafas con cristales oscuros y un voluminoso alfiler masónico muy a la vista en su corbata. Holmes dijo: —Este señor es mi amigo Barker. También él estaba interesado en su caso, señor Josiah Amberley, aunque ambos trabajábamos de una manera independiente. Sin embargo, los dos tenemos que hacerle la misma pregunta. El señor Amberley se dejó caer pesadamente en un asiento. Presentía un peligro inminente. Lo leí en su mirada tensa y en sus rasgos contraídos. —¿Cuál es esa pregunta, señor Holmes? —Únicamente ésta: ¿qué ha hecho usted con los cadáveres? Mi acompañante se puso en pie lanzando un áspero chillido. Se aferró con sus dos manos huesudas al aire. Tenía la boca abierta y durante un instante pareció una horrible ave de presa. Se nos presentó súbitamente el verdadero Josiah Amberley, demonio deforme con el alma tan retorcida como su cuerpo. Al caer de espaldas en su silla se llevó con estrépito una mano a la boca, como para ahogar la tos. Holmes saltó a su garganta como un tigre y le torció la cara hacia abajo. De entre sus labios jadeantes cayó una píldora blanca. —Nada de atajos, Josiah Amberley; las cosas tendrán que hacerse con dignidad y en su orden debido. ¿Qué me dice usted, Barker? —Tengo a la puerta un coche —contestó nuestro taciturno compañero. —La comisaría sólo dista de aquí algunos centenares de metros. Iremos juntos. Usted, Watson, puede quedarse aquí. Estaré de vuelta dentro de media hora. El viejo fabricante de colores tenía la fuerza de un león en su tronco gigantesco, pero se encontró perdido en las manos de dos expertos manipuladores de hombres. Forcejeando y retorciéndose, fue arrastrado hasta el coche que esperaba, y yo quedé en mi solitaria vigilia dentro de aquella casa de mal agüero. Holmes regresó antes de lo que había dicho, acompañado por un joven e inteligente inspector de Policía. —He dejado a Barker para que cuide de las formalidades —dijo Holmes —. Usted, Watson, ya conocía a Barker. Fue mi odiado rival en la playa de Surrey. Cuando usted me habló de un hombre alto y moreno, no me fue difícil completar el retrato. Es un hombre que tiene a su crédito varios casos muy buenos, ¿verdad que sí, inspector? —Desde luego que se ha entrometido en varias ocasiones —contestó el inspector con reserva. —Sus métodos son, sin duda, irregulares, al igual que los míos. Pero ya sabe usted que hay ocasiones en que los irregulares resultan útiles. Usted, por ejemplo, con su obligada advertencia de que cualquier cosa que declare podrá ser empleada en contra suya, no habría logrado, valiéndose de un farol, que ese granuja hiciese lo que virtualmente constituye una confesión. —Quizá no. Sin embargo, señor Holmes, conseguimos salirnos con la nuestra. No se imagine que nosotros no nos habíamos formado ya criterio acerca de este caso, y que no habríamos echado el guante a nuestro hombre. Perdonará por tanto, que nos mostremos resentidos cuando usted se mete de golpe, valiéndose de métodos que nosotros no podemos emplear, y despojándonos de ese modo de la fama que nos pertenece. —No habrá tal despojo, MacKinnon. Le aseguro que de ahora en adelante yo desaparezco y que, en cuanto a Barker, no ha hecho otra cosa que lo que yo le he dicho. El inspector parecía considerablemente aliviado. —Señor Holmes, esa conducta suya es espléndida. A usted han de importarle poco las alabanzas o las censuras, pero el caso nuestro es muy diferente cuando los periódicos empiezan a hacer preguntas. —De acuerdo. Puede estar seguro de que en esta ocasión le harán preguntas, de modo que no estaría de más el que tuviese preparadas las respuestas. ¿Qué va usted a decir, por ejemplo, si un informador inteligente y activo le pregunta cuáles fueron concretamente los detalles que despertaron sus sospechas y que, por último, se convirtieron en absoluto convencimiento de la verdad de los hechos? El inspector pareció desconcertado. —Señor Holmes, yo creo que hasta ahora no tenemos ninguno de esos hechos concretos. Usted dice que el preso, en presencia de tres testigos, hizo algo que equivale a una confesión, intentando suicidarse, porque, había asesinado a su esposa y al amante de ésta. ¿Qué otros hechos tiene usted? —¿Dio orden ya de que se registre la casa? —Están a punto de llegar con ese objeto tres agentes de Policía. —Pues en este caso, no tardará usted en disponer del más evidente de todos los hechos. No es posible que los cadáveres estén lejos de aquí. Busque en las bodegas y en el jardín. No debe ser tarea larga la de excavar los lugares probables. Esta casa es más antigua que la instalación del agua corriente. Debe, pues, de haber en alguna parte un pozo que ya no se emplea. Pruebe en él su suerte. —Pero ¿cómo lo averiguó usted y de qué manera se cometió el crimen? —Le enseñaré primero de qué manera se cometió y después le daré la explicación que usted se merece, y que se merece todavía más este amigo mío que la espera desde hace mucho y que ha sido de un valor inapreciable durante todo el caso. Pero quiero empezar por hacerle ver la mentalidad de este hombre. Es una mentalidad muy fuera de lo corriente; tanto, que yo creo que es más probable que vaya a parar a Broad Moor que al patíbulo. »Posee en el más alto grado la clase de inteligencia que uno supone en el temperamento italiano medieval, más bien que en un hombre de la Inglaterra moderna. Era un tacaño miserable que traía a su mujer tan a mal traer con sus procedimientos ruines, que era por ello presa fácil de cualquier aventurero. Este se presentó en la persona del doctor que jugaba al ajedrez. »Amberley sobresalía en este juego. Fíjese, Watson, en que ése es un indicio de una inteligencia maquinadora. Como todos los avaros, era hombre celoso, y sus celos se trocaron en manía frenética. Con razón o sin ella, sospechó una intriga amorosa; decidió vengarse y lo planeó con habilidad diabólica… ¡Vengan! Holmes nos llevó por un pasillo con la misma seguridad que si hubiese vivido en la casa y se detuvo delante de la puerta abierta de la cámara fuerte. —¡Puf! ¡Qué antipático olor a pintura! —exclamó el inspector. —Ésta fue nuestra primera pista —dijo Holmes—. Puede agradecérsela a la observación del doctor Watson, aunque éste no supo sacar la consecuencia. Fui yo quien dio con el rastro. ¿Por qué llenaba este individuo la casa, en una ocasión así, de fuertes olores? Evidentemente, para ocultar con ellos otros olores. Algún olor culpable que podría despertar sospechas. Luego se presentó la idea de una cámara como ésta que ve usted aquí, que tiene la puerta y los postigos de hierro; es decir, una habitación herméticamente cerrada. Junte usted esos dos hechos, ¿a dónde llevan? Sólo examinando la casa por mí mismo podía yo averiguarlo. Estaba yo seguro de que se trataba de un caso grave, porque había examinado la hora del billetaje del teatro de Haymarket, otra de las dianas del doctor Watson, comprobando que ni el número treinta ni el treinta y dos de la fila B del paraíso habían sido vendidas aquella noche. Por consiguiente, la coartada de Amberley se venía abajo, porque no había entrado en el teatro. Cometió un grave resbalón al dejar que mi astuto amigo viese el número de asiento que había comprado para su esposa. El problema que ahora se presentaba era el de encontrar la manera de examinar la casa. Envié a un agente mío hasta la más absurda de las aldeas en que se me ocurrió pensar y le hice ir a mi hombre a una hora que le imposibilitase el regresar aquella noche. Para evitar que Amberley nos burlase, hice que le acompañara el doctor Watson. El apellido del buen vicario lo saqué, como es natural, de mi Crockford. ¿Me explico con claridad? —Estupendamente —dijo el inspector con voz reverente. —Sin peligro ya de que nadie me interrumpiese en mi tarea, procedí al estudio de la casa. La profesión de salteador de casas ha constituido siempre una posible alternativa a la profesión que ejerzo. No me cabe duda de que si me hubiese decidido por aquélla habría destacado. Fíjense en los descubrimientos que hice. Vean la tubería del gas que viene por aquí, a todo lo largo de la cenefa. Al llegar al ángulo de la pared, sigue hacia arriba, y aquí, en el rincón, hay una llave. La tubería entra en la cámara fuerte y va a terminar en este rosetón de yeso que hay en el centro del cielo raso, donde queda disimulada por los adornos decorativos. El tubo está abierto de par en par. En cualquier momento y con solo abrir la llave exterior, se podría inundar de gas la cámara. Con la puerta y los postigos de la ventana cerrados, no le daría yo dos minutos de conservar el conocimiento a la persona encerrada en la pequeña habitación. Ignoro de qué endiablada añagaza se valió para que él y ella entrasen, pero una vez dentro y la puerta cerrada, estaban a merced suya. El inspector examinó con gran interés la tubería y dijo: —Uno de nuestros funcionarios habló de olor a gas; pero la puerta y la ventana estaban entonces abiertas y ya habían procedido a pintar por lo menos una parte. Según Amberley nos dijo, había empezado esa tarea el día anterior. ¿Y qué más, señor Holmes? —Pues entonces ocurrió un incidente bastante inesperado para mí. Empezaba a clarear el día y yo estaba colándome por la ventana de la despensa cuando sentí que una mano me agarraba por el cuello de la ropa, y oí una voz que me dijo: «¡Eh, granuja!, ¿qué haces aquí dentro?». Cuando pude doblar la cabeza, me encontré frente a los cristales ahumados de mi amigo y rival, el señor Barker. Lo curioso de aquel encuentro inesperado nos hizo sonreír a los dos. Por lo visto, la familia del doctor Ray Ernest le había encargado a él que llevase a cabo algunas investigaciones, y también había llegado a la conclusión de que allí se había jugado sucio. Llevaba vigilando la casa varios días, y se había fijado en el doctor Watson como en uno de los personajes evidentemente sospechosos que habían ido de visita. No podía en modo alguno proceder a la detención de Watson, pero cuando vio a un individuo escabullirse fuera por la ventana de la despensa, no pudo ya contenerse. Le expliqué cómo estaban las cosas y proseguimos juntos las investigaciones. —¿Por qué con él sí y con nosotros no? —Porque pensaba ya someter a Amberley a esa pequeña prueba que tan admirablemente ha resultado. Temí que quizás ustedes no quisiesen llevar las cosas tan adelante. El inspector se sonrió. —En efecto, quizá no hubiésemos querido. De modo, señor Holmes, que tengo su palabra de que usted se hace desde este momento a un lado y nos entrega el resultado de sus investigaciones. —Así lo he hecho siempre. —Bien. Se lo agradezco en nombre del cuerpo. Tal como usted lo ha explicado, el caso se presenta claro, y no creo que haya una gran dificultad para dar con los cadáveres. —Y ahora le voy a mostrar una pequeña prueba algo macabra —dijo Holmes—. Estoy seguro de que ni el mismo Amberley se fijó nunca en ella. Si quiere usted conseguir buenos resultados, inspector, colóquese siempre en el lugar de los demás y piense lo que usted haría en su caso. Exige imaginación, pero compensa siempre. Pues bien, supongamos que usted se viese encerrado en esta pequeña habitación, que sólo le quedasen dos minutos de vida y quisiese quedar a mano con el criminal, que probablemente estaba en ese instante mofándose de usted desde el otro lado de la puerta. ¿Qué haría usted? —Escribiría un mensaje. —Exactamente. Querría usted informar a los demás de cómo moría. De nada le serviría escribir en un papel, porque él lo descubriría… Pero si escribiese usted en la pared, quizá lo viese alguien. Y ahora, ¡vean ustedes aquí! Encima mismo del zócalo hay algo escrito con lápiz de tinta encarnada: «Nos as…». Y nada más. —¿Y que saca usted en consecuencia? —El escrito está a treinta centímetros de altura del suelo. Cuando lo escribió, el pobre hombre estaba caído en el suelo y moribundo. Perdió el sentido antes de que pudiera terminar la frase. —Sí; él quería escribir: «Nos asesina». —Así lo veo yo, y si ustedes encuentran encima del cadáver un lápiz de tint… —Puede usted estar seguro de que lo buscaremos. Pero ¿y los valores? Es evidente que no hubo tal robo. Y él, eso sí, poseía esos valores. Lo hemos comprobado. —Tenga la seguridad de que los tiene ocultos en lugar seguro. Cuando toda la historia de la fuga hubiese pasado al olvido, él los habría descubierto de pronto, bien anunciando que la pareja culpable se había arrepentido y le había devuelto el botín o que lo había perdido. —Veo que usted ha encontrado respuesta a todas las dificultades —dijo el inspector—. Desde luego, a nosotros tenía que venir para darnos parte, pero no me explico el que se haya dirigido también a usted. —Un puro refinamiento —contestó Holmes—. Tenía conciencia de su habilidad, y estaba tan seguro de sí mismo que se creía a salvo de todos. De esa manera podía decir, si llegaba el caso, a cualquier vecino receloso: «Fíjese en todos los pasos que he dado. No sólo he consultado a la Policía, sino que lo he hecho también al mismo Sherlock Holmes». El inspector se echó a reír, y dijo: —Señor Holmes, no tenemos más remedio que perdonarle eso de «lo he hecho también al mismo», porque su trabajo en esta ocasión ha sido tan perfecto como el mejor de los que yo recuerdo. Un par de días después, mi compañero me echó desde donde él estaba sentado un ejemplar del bisemanario North Surrey Observer. Bajo una serie de titulares deslumbrantes que empezaban con lo de «El terrible crimen de “El refugio”» y terminaba con el de «Brillantes pesquisas de la Policía», había el primer relato completo del asunto. El párrafo final era una muestra típica del conjunto. Decía así: «La extraordinaria sagacidad con la que el inspector MacKinnon dedujo del olor de pintura, que quizá con ello se ocultase otro olor, por ejemplo el de gas; la audaz hipótesis de que quizá la cámara fuerte fuese también la cámara de la muerte, y la investigación subsiguiente que llevó a descubrir los cadáveres dentro de un pozo que no se usaba, y cuya boca estaba hábilmente oculta por la caseta del perro, quedarán en la historia del crimen como ejemplo destacado de la inteligencia de nuestros detectives oficiales…». —¡Vaya, vaya! Este Mackinnon es un buen muchacho —exclamó Holmes con sonrisa bonachona—. Páselo a nuestros archivos, Watson. Quizá pueda contarse algún día toda la verdad. - 11 - La aventura de la inquilina del velo Si se piensa en que Holmes permaneció ejerciendo activamente su profesión por espacio de veinte años, y que durante diecisiete de ellos se me permitió cooperar con él y llevar el registro de sus hazañas, se comprenderá fácilmente que dispongo de una gran cantidad de material. Mi problema ha consistido siempre en elegir, no en descubrir. Aquí tengo la larga hilera de agendas anuales que ocupan un estante, y ahí tengo también las cajas llenas de documentos que constituyen una verdadera cantera para quien quiera dedicarse a estudiar no sólo hechos criminales, sino los escándalos sociales y gubernamentales de la última etapa de la era victoriana. A propósito de estos últimos, quiero decir a los que me escriben cartas angustiosas, suplicándome que no toque el honor de sus familias o el buen nombre de sus célebres antepasados, que no tienen nada que temer. La discreción y el elevado sentido del honor profesional que siempre distinguieron a mi amigo siguen actuando sobre mí en la tarea de seleccionar estas memorias, y jamás será traicionada ninguna confidencia. He de protestar, sin embargo, de la manera más enérgica contra los intentos que últimamente se han venido haciendo para apoderarse de estos documentos con ánimo de destruirlos. Conocemos la fuente de que proceden estos intentos delictivos. Si se repiten estoy yo autorizado por Holmes para anunciar que se dará publicidad a toda la historia referente a cierto político, al faro y al cuervo marino amaestrado. Esto que digo lo entenderá por lo menos un lector. No es razonable creer que todos esos casos de que hablo dieron a Holmes oportunidad de poner en evidencia las extraordinarias dotes de instinto y de observación que yo me he esforzado por poner de relieve en estas memorias. Había veces en que tenía que recoger el fruto tras largos esfuerzos; otras venía fácilmente al regazo. Pero con frecuencia, en esos casos que menos oportunidades personales le ofrecían, se hallaban implicadas las más terribles tragedias humanas. Uno de ellos es el que ahora deseo referir. He modificado ligeramente los nombres de personas y de lugares, pero, fuera de eso, los hechos son tal y como los menciono. Recibí cierta mañana (a finales de 1896) una nota apresurada de Holmes en la que solicitaba mi presencia. Al llegar a su casa, me lo encontré sentado y envuelto en una atmósfera cargada de humo de tabaco. En la silla frente a él había una señora anciana y maternal, del tipo rollizo de las dueñas de casas de pensión. —Le presento a la señora Merrilow, de South Brixton —dijo mi amigo, indicándomela con un ademán de la mano—. La Señora Merrilow no tiene inconveniente en que se fume, Watson. Se lo digo por si quiere entregarse a esa sucia debilidad suya. La señora Merrilow tiene una historia interesante que contar. Esa historia puede traer novedades en las que sería útil la presencia de usted. —Todo lo que yo pueda hacer… —Comprenderá usted, señora Merrilow, que si yo me presento a la señora Ronder, preferiría hacerlo con un testigo. Déselo usted a entender antes que nosotros lleguemos. —¡Bendito sea Dios, señor Holmes! —contestó nuestra visitante—. Ella tiene tales ansias de hablar con usted, que lo hará aunque se haga usted seguir de todos los habitantes de la parroquia. —Iremos, téngalo presente, a primera hora de la tarde. Es, pues, preciso que, antes de ponernos en camino, conozcamos con exactitud todos los hechos. Si les damos un repaso ahora, el doctor Watson podrá ponerse al corriente de la situación. Usted me ha dicho que desde hace siete años tiene de inquilina a la señora Ronder, y que en todo ese tiempo sólo una vez le ha visto la cara. —¡Y pluguiera a Dios que no se la hubiese visto! —exclamó la señora Merrilow. —Tengo entendido que la tiene terriblemente mutilada. —Tanto, señor Holmes, que ni cara parece. Esa fue la impresión que me produjo. Nuestro lechero la vio en cierta ocasión nada más que un segundo, cuando ella estaba curioseando por la ventana del piso superior, y cuál no sería su impresión, que dejó caer la vasija de la leche y ésta, corrió por todo el jardincillo delantero. Ahí verá usted qué clase de cara es la suya. En la ocasión en que yo la vi la pillé desprevenida, y se la tapó rápidamente, y luego dijo: «Ya sabe usted, por fin, la razón de que yo no me levante nunca el velo». —¿Sabe usted algo acerca de su vida anterior? —Absolutamente nada. —¿Dio alguna referencia cuando se presentó en su casa? —No, señor, pero dio dinero contante y sonante y en mucha cantidad. Puso encima de la mesa el importe de un trimestre adelantado, y no discutió precios. Una mujer pobre como yo, no puede permitirse en estos tiempos rechazar una oportunidad como ésa. —¿Alegó alguna razón para dar la preferencia a su casa? —Mi casa está muy retirada de la carretera y es más recogida que otras muchas. Además, yo sólo tengo una inquilina y soy mujer sin familia propia. Me imagino que había visitado otras casas y que la mía le resultó de mayor conveniencia suya. Lo que ella busca es vivir oculta, y está dispuesta a pagarlo. —Ha dicho usted que jamás esa señora dejó ver su cara, salvo en esa ocasión y por casualidad. Pues sí, es la suya una historia extraordinaria, muy extraordinaria, y no me sorprende que desee hacer luz en ella. —No, señor Holmes, yo no lo deseo. Me doy por satisfecha con cobrar mi renta. No es posible conseguir una inquilina más tranquila ni que dé menos trabajo. —¿Y qué ha ocurrido entonces para que se haya lanzado a dar este paso? —Su salud, señor Holmes. Me da la impresión de que se está acabando. Además, algo espantoso hay en aquella cabeza. «¡Asesino!» —grita—. «¡Asesino!». Y otra vez la oí: «¡Fiera! ¡Monstruo!». Era de noche, y sus gritos resonaban por toda la casa, dándome escalofríos. Por eso fui a verla por la mañana, y le dije: «Señora Ronder, si tiene usted algún secreto que perturbe su alma, para eso están el clero y la Policía. Entre unos y otros le proporcionarían alguna ayuda». Ella exclamó: «Nada de Policía, por amor de Dios. Y en cuanto al clero, no es posible cambiar el pasado. Y, sin embargo, me quitaría un peso del alma que alguien se enterase de la verdad, antes que yo me muera». «Pues bien —le dije yo—; si no quiere usted nada con la Policía, tenemos a ese detective del que tanto leemos», con su perdón, señor Holmes. Ella se agarró a esa idea inmediatamente, y dijo: «Ése es el hombre que necesito. ¿Cómo no se me ocurrió jamás acudir a él? Tráigalo, señora Merrilow, y si pone inconvenientes a venir, dígale que yo soy la mujer de la colección de fieras de Ronder. Dígale eso y cítele el nombre de “Abbas Parva”». Aquí está como ella lo escribió: «Abbas Parva». «Eso le hará venir si él es tal y como yo me lo imagino». —Me hará ir, en efecto —comentó Holmes—. Muy bien, señora Merrilow. Desearía tener una breve conversación con el doctor Watson. Eso nos llevará hasta la hora del almuerzo. Puede contar con que llegaremos a su casa de Brixton a eso de las tres. Apenas si nuestra visitante había salido de la habitación con sus andares menudos y bamboleantes de ánade, cuando ya Sherlock Holmes se había lanzado con furiosa energía sobre una pila de libros vulgares que había en un rincón. Se escuchó durante algunos minutos un constante roce de hojas y de pronto un gruñido de satisfacción, porque había dado con lo que buscaba. Era tal su excitación que no se levantó, sino que permaneció sentado en el suelo, lo mismo que un Buda extraño, con las piernas cruzadas, rodeado de gruesos volúmenes, y con uno de ellos abierto encima de las rodillas. —Watson, éste es un caso que en su tiempo me trajo preocupado. Fíjese en mis notas marginales que lo demuestran. Reconozco que no logré explicármelo. Sin embargo, estaba convencido de que el juez de investigación estaba equivocado. ¿No recuerda usted la tragedia de Abbas Parva? —En absoluto, Holmes. —Sin embargo, por aquel entonces vivía usted conmigo. Desde luego, también mis impresiones del caso eran muy superficiales, porque no disponía de datos en que apoyarme, y porque ninguna de las dos partes había solicitado mis servicios. Quizá le interese leer los periódicos. —¿No podría señalarme usted mismo los detalles sobresalientes? —Es cosa muy fácil de hacer. Ya verá cómo los recuerda conforme yo vaya hablando. El nombre de Ronder era, desde luego, conocidísimo. Era el rival de Wombwell y de Sanger. Uno de los más grandes empresarios de circo de su tiempo. Hay, sin embargo, pruebas de que se entregó a la bebida y de que al ocurrir la tragedia se hallaban tanto él como su circo ambulante en decadencia. La caravana se había detenido para pasar la noche en Abbas Parva, pueblo pequeño del Berkshire, que fue donde ocurrió este hecho horrendo. Iban camino de Wimbledon y viajaban por carretera. Se limitaron, pues, a acampar, sin hacer exhibición alguna, porque se trataba de un lugar tan pequeño que no les habría compensado el trabajo. »Entre las fieras que exhibían figuraba un magnífico ejemplar de león de África. Le llamaban el Rey del Sáhara, y tanto Ronder como su mujer tenían por costumbre realizar exhibiciones dentro de su jaula. Ahí tiene una foto de la escena. Verá por ella que Ronder era un cerdo corpulento, y su esposa, una espléndida mujer. Alguien testimonió durante la investigación que el león había ofrecido síntomas de estar de humor peligroso, pero que, como de costumbre, la familiaridad engendra el menosprecio, y nadie hizo caso. »Era cosa corriente que Ronder o su esposa diesen de comer al león por la noche. Unas veces lo hacía uno de ellos, otras, los dos juntos; pero nunca permitían que nadie más le diese de comer, creyendo que mientras fuesen ellos los que le llevaban el alimento, el león los consideraría como bienhechores suyos y no les haría ningún daño. La noche del suceso habían entrado los dos a darle de comer, y entonces ocurrió un suceso horrendo, pero cuyos detalles nunca se consiguió poner en claro. »Parece que el campamento entero se despertó hacia medianoche por los rugidos del animal y los chillidos de la mujer. Todos los cuidadores y empleados acudieron desde sus tiendas corriendo, llevando linternas. A la luz de éstas vieron un espectáculo terrible. Ronder yacía en el suelo, con la parte posterior del cráneo hundida y con señales de profundos zarpazos en el cuero cabelludo; a unos diez metros de distancia de la jaula, que estaba abierta. Cerca de la puerta de la jaula yacía la señora Ronder, de espaldas, con la fiera acurrucada y enseñando los dientes encima de ella. Le había destrozado la cara de tal manera que no se creyó que sobreviviera. Varios de los artistas del circo, encabezados por el forzudo Leonardo y por el payaso Griggs, acometieron a la fiera con pértigas, y el león dio un salto hacia atrás y se metió en la jaula, que aquéllos se apresuraron a cerrar. »Nadie supo cómo había quedado abierta. Se llegó a la suposición de que la pareja había intentado entrar en la jaula, pero que, en el instante en que fueron corridos los cierres de la puerta, el animal se lanzó sobre ellos de un salto. Ningún otro detalle de interés apareció en la investigación, fuera de que la mujer, en el delirio de sus atroces dolores, no cesaba de gritar: “¡Cobarde! ¡Cobarde!”, cuando la conducían al carromato en que vivían. Transcurrieron seis meses antes que ella pudiera prestar declaración, pero se cumplieron debidamente todos los trámites, y el veredicto del jurado del juez de instrucción fue de muerte sobrevenida por una desgracia. —¿Cabía otra alternativa? —pregunté yo. —Tiene usted razón de hacer esa pregunta. Sin embargo, había un par de detalles que trajeron desasosiego a Edmunds, de la Policía de Berkshire. ¡Magnífico muchacho el tal Edmunds! Más adelante lo destinaron a Allahabad. Gracias a él me puse en contacto con el asunto, porque se dejó caer por aquí y fumamos un par de pipas hablando del mismo. —¿Era un individuo delgado y de pelo rubio? —Exactamente. Tenía la seguridad de que descubriría usted su pista inmediatamente. —¿Y qué fue lo que le preocupaba? —La verdad es que nos preocupó a los dos. Resultaba endiabladamente difícil reconstruir el hecho. Mírelo desde el punto de vista del león. Se ve en libertad. ¿Y qué hace entonces? Da media docena de saltos hacia delante para ir a caer sobre Ronder. Éste se da media vuelta para huir, puesto que las señales de los zarpazos las tenía en la parte posterior de la cabeza; pero el león le derriba. Entonces, en vez de dar otro salto y escapar, se vuelve hacia la mujer, que estaba cerca de la jaula, la derriba de espaldas y le mastica la cara. Por otro lado, los gritos de la mujer parecían dar a entender que el marido le había fallado de una u otra manera. ¿Qué pudo hacer el pobre hombre para socorrerla? ¿No ve usted la dificultad? —Desde luego. —Pero había algo más, que se me ocurre a mí, ahora que vuelvo a repasar el asunto. Algunas de las personas declararon que, coincidiendo con los rugidos del león y con los chillidos de la mujer, se oyeron gritos de terror que daba un hombre. —Serían de Ronder, sin duda. —Difícilmente podía gritar si estaba con el cráneo destrozado. Dos testigos, por lo menos, se refieren a gritos de un hombre mezclados con los de una mujer. —Yo creo que para entonces estaría gritando el campamento entero. Por lo que se refiere a los demás puntos, creo que podría apuntar una solución. —La tomaré muy a gusto en consideración. —Cuando el león se vio en libertad, él y ella estaban juntos, a diez metros de la jaula. Ronder se dio media vuelta y fue derribado. La mujer concibió la idea de meterse dentro de la jaula y de cerrar la puerta. Era aquél su único refugio. Se lanzó a ponerla en práctica, pero cuando ya llegaba a la puerta, la fiera saltó sobre ella y la derribó. La mujer, irritada contra su marido, porque, al huir éste, la fiera se había enfurecido. Si ambos le hubiesen hecho frente, quizá la hubiesen obligado a retroceder. De ahí sus estentóreos gritos de «¡Cobarde!». —¡Magnífico, Watson! Su brillante exposición no tiene más que un defecto. —¿Qué defecto, Holmes? —Si ambos estaban a diez pasos de distancia de la jaula, ¿cómo llegó la fiera a encontrarse con la puerta abierta? —¿No es posible que tuviesen algún enemigo y que éste la abrió? —¿Y por qué había de acometerlos de manera tan salvaje si estaba acostumbrada a jugar con ellos y a exhibir con ellos sus habilidades dentro de la jaula? —Quizás ese mismo enemigo había hecho algo con el propósito de enfurecerlo. Holmes permaneció pensativo y en silencio durante algunos momentos. —Bien, Watson, hay algo que decir en favor de su hipótesis. Ronder era un hombre que tenía muchos enemigos. Edmunds me dijo que cuando estaba metido en copas era espantoso. Hombre corpulento y fanfarrón, maltrataba de palabra y obra a cuantos se le cruzaban en el camino. Yo creo que aquellos gritos de monstruo, de los que nos ha hablado nuestra visitante, son reminiscencias nocturnas del muerto querido. Sin embargo, todo esto no son sino cábalas fútiles mientras no conozcamos todos los hechos. Tenemos en el aparador una perdiz fría y una botella de Montrachet. Renovemos nuestras energías antes que tengamos que exigirles un nuevo esfuerzo. Cuando nuestro coche nos dejó junto a la casa de la señora Merrilow, nos encontramos a la rolliza señora cerrando con su cuerpo el hueco de la puerta de su morada humilde pero retirada. Era evidente que su precaución principal era la de no perder una buena inquilina, y antes de conducirnos al piso superior nos suplicó que no dijésemos ni hiciésemos nada que pudiera provocar un hecho tan indeseable. Por fin, después de haberle dado toda clase de seguridades, nos condujo por la escalera, estrecha y mal alfombrada, hasta la habitación de la misteriosa inquilina. Era un cuarto mal ventilado, angosto, que olía a rancio, como no podía menos, puesto que la ocupante no salía de él apenas. Por algo que parecía justicia del Destino, aquella mujer que tenía encerradas a las fieras en una jaula había acabado siendo como una fiera dentro de una jaula. Se hallaba sentada en un sillón roto, en el rincón más oscuro del cuarto. Los largos años de inactividad habían quitado algo de esbeltez a las líneas de su cuerpo, que debió de ser hermoso, y conservaba aún su plenitud y voluptuosidad. Un grueso velo negro le cubría el rostro, pero el borde del mismo terminaba justamente encima del labio superior, dejando al descubierto una boca perfecta y una barbilla finamente redondeada. Yo pensé que, en efecto, debió de ser una mujer extraordinaria. También su voz era de timbre delicado y agradable. —Señor Holmes, usted conoce ya mi nombre —explicó—. Pensé que bastaría para que viniese. —Así es, señora, aunque no acabo de comprender cómo sabe que yo estuve interesado en el caso suyo. —Lo supe cuando, recobrada ya mi salud, fui interrogada por el detective del condado, señor Edmunds. Pero yo le mentí. Quizás había sido más prudente decirle la verdad. —Por lo general, decir la verdad suele ser lo más prudente. ¿Y por qué mintió usted? —Porque de ello dependía la suerte de otra persona. Era un ser indigno por demás. Yo lo sabía, pero no quise que su destrucción recayese sobre mi conciencia. ¡Habíamos vivido tan cerca, tan cerca! —¿Ha desaparecido ya ese impedimento? —Sí, señor. La persona a que aludo ha muerto. —¿Por qué, entonces, no le cuenta usted ahora a la Policía todo lo que sabe? —Porque hay que pensar también en otra persona. Esa otra persona soy yo. Sería incapaz de aguantar el escándalo y la publicidad que acarrearía el que la Policía tomase en sus manos el asunto. No es mucho lo que me queda de vida, pero deseo morir sin ser molestada. Sin embargo, deseaba dar con una persona de buen criterio a la que poder confiar mi terrible historia, de modo que, cuando yo muera, pueda ser comprendido cuanto ocurrió. —Eso es un elogio que usted me hace, señora. Pero soy, además, una persona que tiene el sentimiento de su responsabilidad. No le prometo que, después que usted haya hablado, no me crea en el deber de poner su caso en conocimiento de la Policía. —Creo que no lo hará usted, señor Holmes. Conozco demasiado bien su carácter y sus métodos, porque vengo siguiendo su labor desde hace varios años. El único placer que me ha dejado el Destino es el de la lectura, y pocas cosas de las que ocurren por el mundo se me pasan inadvertidas. En todo caso, estoy dispuesta a correr el riesgo del empleo que usted pudiera hacer de mi tragedia. Mi alma sentirá alivio contándola. —Tanto mi amigo como yo, nos alegraríamos de oírla. La mujer se levantó y sacó de un cajón la fotografía de un hombre. Saltaba a la vista que se trataba de un acróbata profesional, de magnífica conformación física. Estaba retratado con sus poderosos brazos cruzados delante del arqueado pecho, y con una sonrisa que asomaba por entre sus tupidos bigotes; la sonrisa engreída del hombre conquistador de mujeres. —Es Leonardo —nos dijo. —¿Leonardo, el forzudo que prestó declaración? —El mismo. Y este otro es… mi marido. —Era una cara espantosa. La cara de un cerdo humano, o más bien de un jabalí formidable en su bestialidad. Era fácil imaginarse aquella boca repugnante, rechinando y echando espumarajos en sus momentos de rabia, y aquellos ojillos malignos proyectando sus ruindades sobre todo lo que miraban. Rufián, fanfarrón, bestia; todo eso estaba escrito en aquel rostro de gruesa mandíbula—. Estos dos retratos les ayudarán, caballeros, a comprender esta historia. Cuando yo tenía diez años era ya una muchacha de circo, educada en el aserrín de la pista y que saltaba por el aro. Cuando me convertí en mujer, se enamoró de mí este hombre, si a su lascivia se le puede dar el nombre de amor. En un mal momento me casé con él. Desde ese día viví en un infierno, y él fue el demonio que me atormentó. No había una sola persona en toda la compañía que no supiese cómo me trataba. Me abandonó para ir con otras. Si yo me quejaba, solía atarme y me azotaba con su fusta de montar. Todos me compadecían y todos le odiaban, pero ¿qué podían hacer? Desde el primero hasta el último le temían. Porque era terrible en todo momento, pero llegaba a sanguinario siempre que estaba borracho. Una y otra vez fue condenado por agresión y por crueldades con los animales; pero tenía dinero abundante, y le importaban muy poco las multas. Los mejores artistas nos abandonaron, y el espectáculo empezó a ir cuesta abajo. Únicamente Leonardo y yo lo sosteníamos, con la ayuda del pequeño Jimmy Griggs, el payaso. Este pobre hombre no tenía muchos motivos para estar de buen humor, pero se esforzaba cuanto podía en evitar que todo se derrumbase. »Leonardo entró entonces cada vez más íntimamente en mi vida. Ya han visto ustedes cómo era físicamente. Ahora sé cuán pobre era el espíritu encerrado en un cuerpo tan magnífico, pero, comparado con mi marido, parecía algo así como el ángel Gabriel. Me compadeció y me ayudó, hasta que nuestra intimidad se convirtió en amor; un amor profundo, profundísimo, apasionado, con el que yo había soñado siempre, pero que nunca esperé sentir. Mi marido lo sospechó, pero yo creo que tenía tanto de cobarde como de bravucón, y que Leonardo era el único hombre al que temía. Se vengó a su manera, atormentándome cada vez más. Una noche mis gritos trajeron a Leonardo hasta la puerta de nuestro carromato. Aquella vez bordeamos la tragedia, y mi amante y yo no tardamos en comprender que no era posible evitarla. Mi marido no tenía derecho a vivir. Planeamos su muerte. »Leonardo era hombre de cerebro astuto y calculador. Fue él quien lo planeó todo. No lo digo para censurarle, porque yo estaba dispuesta a acompañarle hasta la última pulgada del camino. Pero yo no habría tenido jamás el ingenio necesario para trazar aquel plan. Preparamos una clava, fue Leonardo quien la fabricó, y en la cabeza de la misma, hecha de plomo, aseguramos cinco largas uñas de acero, con las puntas fuera y de la misma anchura de la garra del león. Daríamos con ella a mi marido el golpe de muerte, pero, por las señales que quedarían haríamos pensar a todos que se la había producido el león, al que dejaríamos libre. »La noche estaba negra como la pez cuando mi marido y yo marchamos, según era nuestra costumbre, a dar de comer a la fiera. Llevábamos la carne cruda en un cubo de cinc. Leonardo estaba al acecho detrás de la esquina del gran carromato junto al cual teníamos que pasar antes de llegar a la jaula. »Actuó con retraso; cruzamos por delante de él sin que descargase el golpe; pero nos siguió de puntillas, y yo oí el crujido que produjo la clava al destrozar el cráneo. Fue un ruido que hizo dar un vuelco de alegría a mi corazón. Corrí hacia delante y solté el cierre que sujetaba la puerta de la gran jaula del león. »Y entonces ocurrió una cosa terrible. Quizás esté usted enterado de lo rápidos que son estos animales para recibir el rastro de la sangre humana, y cómo ésta los excita. Algún instinto extraño debió de hacer barruntar al león que un ser humano había muerto. Al descorrer yo el cerrojo saltó y se me vino encima en un segundo. Leonardo pudo salvarme. Si él se hubiese abalanzado sobre el león y le hubiese golpeado con la maza, habría podido hacerle retroceder. Pero se acobardó. Le oí gritar aterrorizado y le vi darse media vuelta y huir. En el mismo instante sentí en mi carne los dientes del león. Ya su aliento abrasador y sucio me había envenenado y apenas si experimenté sensación alguna de dolor. Intenté apartar con las palmas de mis manos las tremendas fauces, manchadas de sangre y que lanzaban un vaho hirviente y grité pidiendo socorro. Tuve la sensación de que todo el campamento se ponía en movimiento y conservo el confuso recuerdo de que un grupo de hombres, compuesto por Leonardo, Griggs y otros, me sacaron de debajo de las zarpas de la fiera. Ése fue, señor Holmes, por espacio de muchos meses fatigosos, el último de mis recuerdos. Cuando recobré la razón y me vi en el espejo maldije al león, ¡oh!, ¡cómo lo maldije!; no porque había destrozado mi hermosura, sino por no haberme arrancado la vida. Sólo un deseo tenía, señor Holmes, y contaba con dinero suficiente para satisfacerlo. Este deseo era el de cubrirme el rostro de manera que nadie pudiera verlo, y vivir donde nadie de cuantos yo había conocido pudieran encontrarme. Eso era lo único que ya me restaba por hacer; y eso es lo que he venido haciendo. Convertida en un pobre animal que se ha arrastrado hasta dentro de un agujero para morir; así es cómo acaba su vida Eugenia Ronder. Permanecimos sentados en silencio un rato, cuando ya la desdichada mujer había acabado de relatar su historia. De pronto, Holmes extendió su largo brazo y palmeó en la mano a la mujer con una expresión de simpatía como rara vez yo le había visto exteriorizar. —¡Pobre muchacha! ¡Pobre muchacha! —decía—. Los manejos del Destino son, en verdad, difíciles de comprender. Si no existe alguna compensación en el más allá, entonces el mundo no es sino una broma cruel. ¿Y qué fue del tal Leonardo? —Jamás volví a verlo ni oír hablar de él. Quizá no tuve razón para llevar mi animosidad hasta ese punto. Quizás él hubiese amado a esta pobre cosa que el león había dejado, lo mismo que a uno de esos monstruos de mujer que exhibimos por el país. Pero no se puede hacer tan fácilmente a un lado el amor de una mujer. Aquel hombre me había dejado entre las garras de la fiera, me había abandonado en el momento de peligro. Sin embargo, no pude decidirme a entregarlo a la horca. Mi suerte me tenía sin cuidado. ¿Qué podía ser más angustioso que mi vida actual? Pero me interpuse entre Leonardo y su destino. —¿Y ha muerto ya? —Se ahogó el mes pasado mientras se bañaba cerca de Margate. Leí su muerte en los periódicos. —¿Y qué hizo de su clava de cinco garras, detalle éste el más extraordinario e ingenioso de toda su historia? —No puedo decírselo, señor Holmes. Cerca del campamento había una cantera de cal que tenía en su base una profunda ciénaga verdosa. Quizás en el fondo de la misma… —Bien, bien, la cosa tiene ya poca importancia. El caso ha quedado concluso. —Nos habíamos puesto en pie para retirarnos, pero algo observó Holmes en la voz de la mujer que atrajo su atención. Se volvió rápidamente hacia ella. —Su vida no le pertenece —le dijo—. No atente contra ella. —¿Qué utilidad tiene para nadie? —¿Qué sabe usted? El sufrir con paciencia constituye por sí mismo la más preciosa de las lecciones que se pueden dar a un mundo impaciente. La contestación de la mujer fue espantosa. Se levantó el velo y avanzó hasta que le dio la luz de lleno, y dijo: —¡A ver si es usted capaz de aguantar esto! Era una cosa horrible. No existen palabras para describir la conformación de una cara, cuando ésta ha dejado de ser cara. Los dos ojos oscuros, hermosos y llenos de vida, que miraban desde aquella ruina cartilaginosa, realzaban aún más lo horrendo de semejante visión. Holmes alzó las manos en ademán de compasión y de protesta, y los dos juntos abandonamos el cuarto. Dos días después fui a visitar a mi amigo, y éste me señaló con cierto orgullo una pequeña botella que había encima de la repisa de la chimenea. La cogí en la mano. Tenía una etiqueta roja, de veneno. Al abrirla, se esparció un agradable olor de almendras. —¿Ácido prúsico? —le pregunté. —Exactamente. Me ha llegado por el correo. «Le envío a usted mi tentación. Seguiré su consejo». Eso decía el mensaje. Creo, Watson, que podemos adivinar el nombre de la valerosa mujer que lo ha enviado. - 12 - La aventura de Shoscombe Old Place Sherlock Holmes llevaba un buen rato inclinado sobre su microscopio de baja potencia. Entonces se enderezó y se volvió a mirarme triunfalmente. —Es cola, Watson —dijo—. Indudablemente es cola. ¡Mire esos objetos dispersos en el campo de visión! Me incliné hacia el ocular y lo enfoqué para mi vista. —Esos pelos son hilos de una chaqueta de franela. Las masas grises irregulares son polvo. Hay escamas epiteliales a la izquierda. Esos bultos pardos del centro son indiscutiblemente cola. —Bueno —dije, riendo—, estoy dispuesto a aceptar su palabra. ¿Hay algo que dependa de eso? —Es una demostración muy bonita —respondió—. En el caso St. Pancras quizá recuerde que se encontró una gorra junto al policía muerto. El acusado niega que sea suya. Pero es un hombre que construye marcos y habitualmente maneja cola. —¿Es uno de sus casos? —No; mi amigo Merivale, de la Yard, me ha pedido que examine el caso. Desde que cacé a aquel falsificador de moneda por las virutas de zinc y cobre en la costura del puño, han empezado a darse cuenta de la importancia del microscopio. —Miró con impaciencia el reloj—. Viene a verme un nuevo cliente, pero lleva retraso. Por cierto, Watson, ¿sabe usted algo de carreras de caballos? —Debería saber. Las pago con casi la mitad de mi pensión por heridas de guerra. —Entonces le utilizaré como mi «Guía Fácil para el Hipódromo». ¿Qué hay de sir Robert Norberton? ¿Le dice algo ese nombre? —Bueno, yo diría que sí. Vive en Shoscombe Old Place, y le conozco bien, porque en otro tiempo yo solía pasar allí el verano. Norberton una vez estuvo a punto de caer dentro de la jurisdicción de usted. —¿Cómo fue eso? —Fue cuando golpeó con el látigo a Sam Brewer, el famoso prestamista de Curzon Street, en Newmarket Heath. Casi lo mató. —¡Ah!, ¡eso parece interesante! ¿Se permite muchas veces esas cosas? —Bueno, tiene fama de ser hombre peligroso. Es seguramente el jinete más atrevido de Inglaterra, segundo en el Grand National de hace unos pocos años. Es uno de los hombres que ha perdurado más allá de su verdadera generación. Habría sido un modelo en la sociedad de los días de la regencia; boxeador, atleta, temerario en las carreras de caballos, cortejador de bellas damas y, por lo que dicen, tan metido por el camino de la extravagancia que a lo mejor nunca encuentra el camino de vuelta. —Estupendo, Watson. Un esbozo en pocos rasgos. Me parece que conozco a ese hombre. Bueno, ¿puede darme una idea de Shoscombe Old Place? —Sólo que está en el centro de Shoscombe Park, y que allí se encuentra la famosa caballeriza de Shoscombe y sus terrenos de entrenamiento. —Y el principal entrenador —dijo Holmes— es John Mason. No tiene que sorprenderse de mis conocimientos, Watson, porque es una carta suya la que estoy desdoblando. Pero sepamos más de Shoscombe. Parece que he dado con un buen filón. —Están los famosos perros de aguas Shoscombe —dije—. Oirá hablar de ellos en todas las exposiciones caninas. La raza más genuina de Inglaterra. Son el orgullo de la señora de Shoscombe Old Place. —La mujer de Robert Norberton, imagino. —Sir Robert no se ha casado. Más vale, considerando sus perspectivas. Vive con su hermana, viuda, lady Beatrice Falder. —¿Quiere decir que ella vive con él? —No. El hogar pertenecía a su difunto marido, sir James. Norberton no tiene ningún derecho al hogar. Es sólo un derecho vitalicio y revierte al hermano del marido. Entretanto ella cobra la renta todos los años. —¿Y el hermano de Robert, supongo, se gasta esa renta? —Es más o menos lo que pasa. Es un demonio de hombre y le hace llevar una vida muy incómoda. Pero he oído decir que ella le quiere mucho. Pero ¿qué ocurre de malo en Shoscombe? —Ah, eso es precisamente lo que quiero saber. Y aquí, espero, está el hombre que nos lo puede decir. Se abrió la puerta y el joven sirviente hizo entrar a un hombre alto, completamente afeitado, con la expresión firme y austera que sólo se ve en los que tienen que dominar caballos o chicos. El señor Mason tenía muchos de ambas clases en su poder, y parecía a la altura de su tarea. Se inclinó con frío dominio de sí mismo y se sentó en la silla que le indicó Holmes. —¿Recibió mi carta, señor Holmes? —Sí, pero no explicaba nada. —Es una cosa demasiado delicada para poner los detalles por escrito. Y demasiado complicada. Sólo podía hacerlo cara a cara. —Bueno, estamos a su disposición. —Ante todo, señor Holmes, creo que mi jefe, sir Robert, se ha vuelto loco. Holmes levantó las cejas. —Esto no es un hospital para alienados —dijo—. Pero ¿por qué lo dice? —Bueno, señor Holmes, cuando un hombre hace una cosa rara, o dos cosas raras, puede que ello signifique algo, pero cuando todo lo que hace es raro, entonces uno empieza a hacerse preguntas. Creo que el «Príncipe» de Shoscombe y el Derby le han trastornado la cabeza. —¿Es un potro que usted hace correr? —El mejor de Inglaterra, señor Holmes. Si alguien lo sabe, tendría que ser yo. Bueno, les seré sincero, pues sé que ustedes son caballeros de honor y esto no saldrá de este cuarto. Sir Robert tiene que ganar este Derby. Está entrampado hasta el cuello, y es su última oportunidad. Todo lo que ha podido reunir o pedir prestado se invierte en el caballo, ¡con buenos puntos de ventaja, además! Ahora pueden conseguirlo a cuarenta, pero estaba cerca de cien cuando él empezó a apoyarlo. —Pero ¿cómo es eso, si el caballo es tan bueno? —El público no sabe lo bueno que es. Sir Robert ha sido demasiado listo para los pronosticadores. Saca al medio hermano de «Príncipe» para exhibirlo. No se les puede distinguir. Pero el uno aventaja al otro en dos cuerpos en un estadio cuando se trata del galope. Él no piensa más que en el caballo y en la carrera. Ha dedicado toda su vida a ello. Hasta entonces, puede mantener a raya a los judíos(prestamistas). Si le falla «Príncipe» está listo. —Parece una jugada más bien desesperada, pero ¿dónde entra la locura? —Bueno, ante todo, no hay más que mirarle. Creo que no duerme por las noches. A todas horas baja a las cuadras. Tiene unos ojos de loco. Ha sido demasiado para sus nervios. Y luego, ¡ahí está su conducta con lady Beatrice! —¡Ah! ¿Qué es eso? —Siempre habían sido inmejorables amigos. Tenían ambos los mismos gustos, y a ella le gustaban los caballos tanto como a él. Todos los días a la misma hora, ella iba en coche a verlos; y, sobre todo, quería a «Príncipe». Este aguzaba las orejas cuando oía las ruedas por la grava y salía trotando todas las mañanas hasta el coche para recibir el terrón de azúcar. Pero ahora se acabó. —¿Por qué? —Bueno, parece que ella ha perdido todo interés por los caballos. Hace una semana que pasa de largo por delante de las cuadras sin decir ni buenos días. —¿Cree que ha habido una riña? —Y, además, agria, salvaje, rencorosa. ¿Por qué, si no, iba él a regalar el perro de aguas predilecto de ella, que lo quería como si fuera su hijo? Se lo dio hace unos pocos días al viejo Barnes, que lleva el «Dragón Verde», a tres millas, en Crendall. —Ciertamente, fue algo raro. —Claro, con su corazón débil y su hidropesía(retención de líquidos), no se podía esperar que ella fuera por ahí con él, pero él pasaba dos horas con ella todas las noches en su cuarto. Bien hacía en hacer todo lo que pudiera, pues ella se ha portado con él de un modo extraordinario. Pero eso también se acabó. Y ella se lo toma muy en serio. Está cavilosa y malhumorada, y bebe, señor Holmes, bebe como un pez. —¿Bebía antes de que se pelearan? —Bueno, tomaba algún vasito, pero ahora muchas veces es una botella entera en una noche. Eso me dijo Stephens, el mayordomo. Todo ha cambiado, señor Holmes, y hay en eso algo condenadamente podrido. Pero, además, ¿qué hace el amo bajando por la noche a la cripta de la iglesia vieja? ¿Y quién es el hombre con el que se reúne allí? Holmes se frotó las manos. —Siga, señor Mason. Cada vez se pone más interesante. —Fue el mayordomo quien lo vio ir. Las doce de la noche y lloviendo fuerte. Así que a la noche siguiente me presenté en la casa, y claro, el amo había vuelto a salir. Stephens y yo le seguimos, pero era un asunto difícil, pues habría sido un problema si nos hubiera visto. Es un hombre terrible con los puños una vez que se pone en marcha, y no respeta a nadie. Así que teníamos miedo de acercarnos demasiado; pero le seguimos la pista de todos modos. Era la cripta de los fantasmas lo que buscaba, y allí había un hombre esperándole. —¿Qué es esa cripta de los fantasmas? —Bueno, señor Holmes, hay una vieja capilla arruinada en el parque. Es tan vieja que nadie puede datar su fecha. Y debajo tiene una cripta con mala fama entre nosotros. De día, es un sitio oscuro, húmedo, solitario, pero son pocos en el condado los que se atreverían a acercarse de noche. Pero el amo no tiene miedo. Nunca ha tenido miedo en su vida. Pero ¿qué hace allí por la noche? —¡Espere un poco! —dijo Holmes—. Dice usted que hay otro hombre allí. Debe ser uno de sus propios hombres de las cuadras, o alguien de la casa. Seguro que no tienen más que localizarle y preguntárselo. —No es nadie que conozca yo. —¿Cómo puede decirlo? —Porque lo he visto, señor Holmes. Fue la segunda noche, Sir Robert se volvió y pasó de largo entre nosotros, Stephens y yo, temblando entre los matorrales como dos conejitos, pues había un poco de luna esa noche. Pero oímos al otro, que venía detrás. No tuvimos miedo de él. Así que pasó sir Robert, salimos fuera y fingimos que dábamos un paseo a la luz de la luna, de modo que salimos al encuentro, tan corrientes e inocentes como nos era posible. «¡Hola, compadre! ¿Quién puede ser usted?», digo yo. Me parece que no nos había oído venir, así que nos miró por encima del hombro con una cara como si hubiera visto al mismo diablo saliendo del infierno. Lanzó un aullido y se marchó tan deprisa como pudo en la oscuridad. ¡Sí que corría! Se lo aseguro. En un momento se perdió de vista y dejamos de oírle, y no averiguamos quién era ni qué era. —Pero ¿le vieron claramente a la luz de la luna? —Sí, juraría por su cara amarilla, un mal bicho, diría yo. ¿Qué podía tener en común con sir Robert? Holmes se quedó un rato perdido en cavilaciones. —¿Quién acompaña a lady Beatrice Falder? —preguntó por fin. —Está su doncella, Carrie Evans. Lleva cinco años con ella. —Y la quiere, sin duda. El señor Mason se revolvió incómodo. —Está muy enamorada —respondió por fin—. Pero no diré de quién. —¡Ah! —dijo Holmes. —No puedo contar chismes. —Le entiendo, señor Mason. Por supuesto, la situación está bastante clara. Por la descripción de sir Robert dada por el doctor Watson, me doy cuenta de que no hay mujer que se salve de él. ¿No cree que la riña entre hermano y hermana puede radicar en eso? —Bueno, hace mucho tiempo que el escándalo está bastante claro. —Pero a lo mejor ella no lo había visto antes. Supongamos que lo ha descubierto de repente. Quiere quitarse de encima a esa mujer. Su hermano no lo permite. La inválida, con su corazón enfermo y su incapacidad para andar por ahí, no puede hacer cumplir su voluntad. La odiada doncella sigue atada a ella. La señora rehúsa hablar, se pone de mal humor, se da a la bebida. Sir Robert, en su cólera, le quita su perro de aguas predilecto. ¿No es lógico todo eso? —Bueno, podría serlo… hasta ese punto. —¡Exactamente! Hasta ese punto. ¿Cómo concordaría todo eso con las visitas nocturnas a la vieja cripta? No podemos encajar eso en nuestro plan. —No, señor, y hay algo más que no puede encajar. ¿Por qué sir Robert iba a querer desenterrar un cadáver? Holmes se incorporó bruscamente. —Lo descubrimos ayer mismo, después de que le escribí a usted. Ayer sir Robert se había ido a Londres, de modo que Stephens y yo bajamos a la cripta. Estaba todo en orden, señor Holmes, salvo que en un rincón había un esqueleto humano. —Informó usted a la policía, supongo. Nuestro visitante sonrió sombríamente. —Bueno, señor Holmes, creo que apenas les interesaría. Eran sólo la cabeza y unos pocos huesos de una momia. Podía tener mil años. Pero no estaba antes; lo juraría yo y también Stephens. La habían echado a un lado en un rincón, tapándola con una tabla, pero ese rincón siempre había estado vacío. —¿Qué hizo usted con ello? —Bueno, lo dejamos allí. —Muy sensato. Dice que sir Robert se marchó ayer. ¿Ha vuelto? —Le esperamos hoy. —¿Cuándo regaló sir Robert el perro de su hermana? —Hoy hace una semana. El animal aullaba detrás del viejo cobertizo del pozo, y sir Robert estaba esa mañana en uno de sus accesos de mal humor. Lo cogió y creí que lo iba a matar. Luego se lo dio a Sandy Bain, el jockey, y le dijo que se lo llevara al viejo Barnes en el «Dragón Verde», pues no quería volverlo a ver. Holmes se quedó un rato callado meditando. Había encendido la más vieja y sucia de sus pipas. —Todavía no acabo de entender qué quiere usted que haga yo en este asunto, señor Mason —dijo por fin—. ¿No puede explicármelo mejor? —Quizá esto lo aclarará, señor Holmes —dijo nuestro visitante. Sacó un papel del bolsillo, y desdoblándolo con cuidado, mostró un trozo de hueso chamuscado. Holmes lo examinó con interés. —¿De dónde lo ha sacado? —Hay una caldera de calefacción central en el sótano debajo del cuarto de lady Beatrice. Lleva algún tiempo sin utilizarse, pero sir Robert se quejó del frío y la hizo poner en marcha de nuevo. La lleva Harvey; es uno de mis mozos. Esta mañana vino a verme con esto, lo había encontrado removiendo las cenizas. No le gustó su aspecto. —Tampoco a mí me gusta —dijo Holmes—. ¿Qué le parece, Watson? Estaba quemado hasta reducirse a un tizón negro, pero no había duda de su significado anatómico. —Es el cóndilo superior de un fémur humano —dije. —¡Exactamente! —Holmes se había puesto muy serio—. ¿Cuándo se ocupa ese muchacho de la caldera? —La pone en marcha todas las mañanas y luego la deja. —Entonces, ¿cualquiera podría visitarla por la noche? —Sí, señor. —¿Se puede entrar desde fuera? —Hay una puerta exterior. Hay otra que conduce arriba por una escalera hasta el pasillo que lleva hasta el cuarto de lady Beatrice. —Aquí hay aguas profundas, señor Watson: profundas y más bien sucias. ¿Dice usted que sir Robert no estuvo en casa anoche? —No, señor. —Entonces, fuera quien fuese el que quemó los huesos, no fue él. —Es cierto, señor Holmes. —¿Cómo se llama la posada de que hablaba? —El «Dragón Verde». —¿Hay buena pesca por esa parte de Berkshire? El honrado entrenador nos dio a entender con su cara que estaba convencido de que otro loco se había metido en su apurada vida. —Bueno, señor Holmes, he oído decir que hay truchas en la corriente del molino y lucios en el lago de Hall. —Eso basta. Watson y yo somos unos pescadores famosos, ¿verdad, Watson? En lo sucesivo, puede ir a buscarnos al «Dragón Verde». Deberíamos llegar esta noche. No necesito decir que no es que no queramos verle, señor Mason, pero una carta nos basta, y, sin duda, yo le podría encontrar si le necesito. Cuando hayamos avanzado un poco más en el asunto le haré saber mi meditada opinión. Así fue como un claro atardecer de mayo Holmes y yo nos encontrábamos solos en un vagón de primera, en dirección a la pequeña «parada a petición» de Shoscombe. La redecilla del departamento estaba llena de un temible arsenal de cañas, sedales y cestos. Al llegar a nuestro destino, un pequeño trayecto en coche nos llevó a una posada a la antigua, donde un jovial hotelero, Josiah Barnes, se hizo cargo ávidamente de nuestros planes para la extinción de los peces de la comarca. —¿Y qué hay del lago Hall y la posibilidad de lucios? —dijo Holmes. El rostro del hotelero se nubló. —No serviría, señor. El lago se encuentra cerca de los terrenos de sir Robert y en la actualidad, está terriblemente celoso de los pronosticadores de carreras. Si ustedes dos, siendo forasteros, se encontraran tan cerca de sus terrenos de entrenamiento, les perseguirían, tan seguro como de la muerte. Sir Robert no quiere correr riesgos de ningún tipo. —He oído decir que tiene un caballo inscrito para el Derby. —Sí, y muy bueno, además. Se lleva todo nuestro dinero a la carrera, y todo el de sir Robert, por añadidura. Por cierto —nos miró con los ojos pensativos—, supongo que ustedes no estarán también en las carreras. —No, desde luego. Nada más que dos fatigados londinenses muy necesitados del aire saludable de Berkshire. —Bueno, están en el sitio apropiado para ello. Hay mucho que ver por ahí. Pero no olviden lo que he dicho de sir Robert. Es de los que pegan primero y hablan después. No se acerquen al parque. —¡Por supuesto, señor Barnes! Así lo haremos. Por cierto, qué bonito perro de aguas el que ladraba en el vestíbulo. —Sí que lo es. Esa es la verdadera raza Shoscombe. No la hay mejor en Inglaterra. —A mí también me gustan los perros —dijo Holmes—. Bueno, si se puede preguntar, ¿cuánto costaría un perro así? —Más de lo que yo podría pagar, señor. Fue el mismo sir Robert quien me lo dio. Por eso tengo que tenerlo atado. Se marcharía a la mansión en un momento si lo soltara. —Vamos teniendo algunas cartas en la mano, Watson —dijo Holmes, cuando nos dejó nuestro patrono—. No es fácil jugar, pero quizá dentro de un día o dos veremos cuál es nuestro camino. Por cierto, sir Robert sigue en Londres, he oído decir. Quizá podríamos entrar en el sagrado dominio sin miedo a un ataque personal. Hay un punto o dos en los que querría estar seguro. —¿Tiene alguna teoría, Holmes? —Sólo esto, Watson: que hace cerca de una semana ocurrió algo que afectó profundamente a la vida de la casa Shoscombe. ¿Y qué fue? Sólo podemos suponerlo por sus efectos. Parecen de carácter curiosamente heterogéneo. Pero eso sin duda nos ayudaría. Sólo los casos sin color ni sucesos son los desesperados. Vamos a considerar nuestros datos. El hermano deja de visitar a la hermana inválida. Regala el perro favorito de ella. ¡Su perro, Watson! ¿No le sugiere nada? —Nada más que el rencor del hermano. —Bueno, podría ser así. O no…, bueno, hay una alternativa. Ahora sigamos nuestro repaso de la situación desde el momento en que se produjo esa riña, si hubo una riña. La señora se queda en su cuarto, cambia de costumbres, no se la ve cuando sale en coche con su doncella, rehúsa detenerse en las cuadras para saludar a su caballo favorito, y al parecer se da a la bebida. Con eso está listo el caso, ¿no? —Salvo por el asunto de la cripta. —Esta es otra línea de pensamiento. Hay dos, y le ruego que no las confunda. La línea A, que se refiere a lady Beatrice, tiene un sabor vagamente siniestro, ¿verdad? —No puedo sacar nada de ella. —Bueno, entonces, tomemos la línea B, que se refiere a sir Robert. Está empeñado como un loco en ganar el Derby. Está en manos de los judíos y en cualquier momento le pueden poner en venta, pasando sus cuadras a poder de sus acreedores. Es un hombre atrevido y desesperado. Obtiene sus ingresos de su hermana. La doncella de su hermana es su instrumento dócil. Hasta ahí parece que estamos en terreno seguro, ¿no? —Pero ¿y la cripta? —¡Ah, sí, la cripta! Supongamos, Watson —es sólo una suposición escandalosa, una hipótesis presentada sólo para discutir— que sir Robert haya liquidado a su hermana. —Mi querido Holmes, eso ni se plantea. —Muy posiblemente, Watson. Sir Robert es de familia honorable. Pero de vez en cuando se encuentra un cuervo entre las águilas. Discutamos un momento sobre ese supuesto. No podría huir del país mientras no hubiera logrado su fortuna y esa fortuna sólo se puede conseguir logrando el golpe con el «Príncipe» de Shoscombe. Por tanto, tiene que seguir en su terreno. Para eso tendría que encontrar a alguien que la sustituyera imitándola. Con la doncella como confidente, eso no sería imposible. El cadáver de la mujer podría llevarse a la cripta, que es un lugar raramente visitado, y podría destruirse secretamente por la noche en la caldera, dejando detrás algún indicio como el que ya hemos visto, ¿qué le dice esto, Watson? —Bueno, todo es posible si se admite la monstruosa suposición original. —Creo que hay un pequeño experimento que debemos hacer mañana, Watson, para arrojar algo de luz sobre el asunto. Mientras, si queremos mantener nuestra caracterización, sugiero que convidemos a nuestro anfitrión a un vaso de su vino y entremos en una elevada conversación sobre anguilas y albures, que parece el camino directo para lograr ese afecto. Quizá podríamos encontrar algún cotilleo local útil durante el proceso. Por la mañana Holmes descubrió que habíamos llegado sin cucharillas de cebo para los lucios, lo que nos excusó de pescar durante ese día. Hacia las once fuimos a dar un paseo, y obtuve permiso para sacar el perro de aguas negro con nosotros. —Ese es el sitio —dijo, cuando llegamos ante dos altas verjas del parque, con unos grifones heráldicos destacándose encima—. Hacia el mediodía, me informa el señor Barnes, la vieja señora sale a pasear en coche, y el carruaje debe esperar mientras se abren las verjas. Cuando pase y antes de que tome velocidad, quiero que usted, Watson, detenga al cochero con alguna pregunta. No se ocupe de mí. Yo me esconderé detrás de esa mata de acebo y veré lo que pueda. No fue una vigilancia muy prolongada. Al cabo de un cuarto de hora, vimos el gran barouche(tipo de carruaje alargado de cuatro ruedas y capota trasera) abierto, amarillo, bajando por la larga avenida, tirado por dos espléndidos caballos grises de gran alzada. Holmes se acurrucó detrás de su mata con el perro. Un guarda salió corriendo y abrió las verjas de par en par. El carruaje se habría refrenado hasta ir al paso y pude mirar a sus ocupantes. Una joven muy colorada, de pelo lindo y ojos desvergonzados, iba sentada a la izquierda. A su derecha iba una persona anciana de espalda redondeada y un montón de chales en torno a la cara y los hombros, que proclamaban que era una inválida. Cuando los caballos estaban a punto de llegar a la carretera, levanté la mano con gesto autoritario y, cuando el cochero frenó, pregunté si estaba sir Robert en Shoscombe Old Place. En ese momento salió Holmes y soltó el perro. Este, con un grito alegre, se lanzó hacia el coche y subió al estribo. Luego, sólo un momento después, su ansioso saludo se mudó en furia y lanzó un mordisco a la falda negra que tenía encima. —¡Siga, cochero, siga! —chillo una voz áspera. El cochero dio un latigazo a los caballos y nos quedamos plantados en la carretera. —Bueno, Watson, ya está —dijo Holmes, sujetando la correa del excitado perro de aguas—. Creyó que era su ama y vio que era una desconocida. Los perros no se equivocan. —Pero ¡era la voz de un hombre! —grité. —¡Exactamente! Hemos añadido otra carta a nuestro juego, Watson, pero hay que jugar con cuidado, de todos modos. Mi compañero no parecía tener más planes para el día y usamos por fin nuestros aparejos de pesca en la corriente del molino, con el resultado de que comimos truchas en la cena. Sólo después de cenar mostró Holmes señales de renovada actividad. Una vez más nos encontramos en el mismo camino que por la mañana, que nos llevó a la verja del parque. Una figura alta y oscura nos esperaba allí, y resultó ser nuestro conocido de Londres, el señor John Mason, el entrenador. —Buenas noches, caballeros —dijo—. Recibí su nota, señor Holmes. Sir Robert no ha vuelto todavía, pero he oído decir que se le espera esta noche. —¿Qué tan lejos está la cripta de la casa? —preguntó Holmes. —A un buen cuarto de milla. —Entonces creo que podemos prescindir de él por completo. —Yo no me puedo permitir tal cosa, señor Holmes. En el momento que llegue querrá verme para saber las últimas noticias del «Príncipe» de Shoscombe. —¡Ya veo! En ese caso debemos trabajar sin usted, señor Mason. Puede enseñarnos la cripta y dejarnos luego. Estaba completamente oscuro y sin luna, pero Mason nos llevó por terrenos con hierba hasta que una masa oscura se destacó frente a nosotros, resultando ser la vieja capilla. Entramos por la brecha abierta que había sido el pórtico, y nuestro guía, tropezando entre montones de mampostería suelta, halló su camino hasta la esquina del edificio, donde una abrupta escalera bajaba a la cripta. Encendiendo una cerilla, iluminó el melancólico lugar, funesto y maloliente, con viejas paredes de piedra toscamente tallada y derrumbándose, y montones de ataúdes, unos de plomo y otros de piedra, extendiéndose por un lado hasta el techo abovedado en forma de ingle, que se perdía en las sombras de nuestras cabezas. Holmes había encendido su linterna, que proyectaba un delgado túnel de viva luz amarilla sobre el fúnebre escenario. Sus rayos se reflejaban en las placas de los ataúdes, muchas de ellas adornadas con el grifón y la corona de esa vieja familia que llevaba sus honores hasta las puertas de la Muerte. —Hablaba usted de unos huesos, señor Mason. ¿Podría enseñármelos antes de marcharse? —Están ahí, en el rincón. —El entrenador cruzó al otro lado y luego se quedó parado, mientras nuestra luz se dirigía a aquel lugar—. Han desaparecido —dijo. —Lo esperaba —dijo Holmes, con una risita—. Supongo que sus cenizas podrían encontrarse ahora mismo en ese horno que ya ha consumido una parte. —Pero ¿por qué querría alguien quemar los huesos de un hombre que lleva mil años muerto? —preguntó John Mason. —Estamos aquí para averiguarlo —dijo Holmes—. Puede representar una larga búsqueda y no tenemos que entretenerle. Me imagino que tendremos nuestra solución antes de la mañana. Cuando nos dejó John Mason, Holmes se puso a trabajar haciendo un cuidadoso examen de las tumbas, empezando por una muy antigua, que parecía sajona, en el medio, a través de una larga fila de Hugos y Odos normandos, hasta que llegamos a sir William y sir Denis Falder, del siglo XVIII. Al cabo de una hora o más, Holmes llegó a un ataúd de plomo que estaba puesto de pie a la entrada de la cripta. Oí su pequeño grito de satisfacción, y me di cuenta, por sus movimientos apresurados pero con un objetivo, de que había alcanzado una meta. Entonces sacó del bolsillo una corta palanqueta, que metió en una rendija, hasta levantar toda la parte de delante, que parecía estar sujeta sólo por un par de cierres. Hubo un ruido desgarrador y de rotura al ceder, pero apenas tenía goznes y mostró parcialmente su contenido antes de que tuviéramos una interrupción intempestiva. Alguien andaba por la capilla de arriba. Era el paso firme y rápido de quien venía con un propósito definido y conocía muy bien el suelo que pisaba. Una luz bajó por las escaleras y, un momento después, el hombre que la llevaba quedó enmarcado en el arco gótico. Era una terrible figura, de estatura enorme y feroz aspecto. Una gran linterna cuadrada que sostenía delante de él iluminaba hacia arriba una fuerte cara de grandes bigotes y ojos coléricos, que fulguraron en torno suyo por todos los rincones de la cripta, deteniéndose al fin con mortal fijeza en mi compañero y yo. —¿Quiénes diablos son ustedes? —atronó—. ¿Y qué hacen en mis propiedades? Luego, como Holmes no respondiera, avanzó unos pasos hacia él y levantó el pesado bastón que llevaba. —¿Me oye? —gritó—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí? Su estaca vibraba en el aire. Pero en vez de encogerse, Holmes avanzó a su encuentro. —Yo también tengo una pregunta que hacerle, sir Robert —dijo con tono más que severo—. ¿Quién es éste? ¿Y qué hace aquí? Se volvió y, de un tirón, arrancó la tapa del ataúd que tenía detrás. Al fulgor de la linterna, vi un cadáver envuelto todo de pies a cabeza en una sábana, con terribles rasgos de bruja, nariz y barbilla salientes por un extremo, con los ojos muertos y helados mirando desde una cara descolorida que se desmigajaba. El baronet(título nobiliario británico inferior a barón) retrocedió tambaleándose con un grito y se apoyó en un sarcófago de piedra. —¿Cómo ha podido saberlo? —gritó. Y luego, recuperando sus maneras amenazadoras—. ¿A usted qué le importa eso? —Me llamo Sherlock Holmes —dijo mi compañero—. Quizá conozca mi nombre. En todo caso, me importa lo que le importa a cualquier buen ciudadano: defender la justicia. Me parece que tiene usted mucho que responder. Sir Robert lanzó durante un momento una mirada fulgurante, pero la tranquila voz de Holmes y sus maneras frías y seguras tuvieron su efecto. —Ante Dios, señor Holmes, todo está bien —dijo—. Las apariencias están en contra mía, lo reconozco, pero no pude actuar de otro modo. —Me gustaría creerlo, pero me temo que sus explicaciones debe darlas ante la policía. Sir Robert encogió sus anchos hombros. —Bueno, si tiene que ser, que así sea. Suban a la casa y podrán juzgar por sí mismos cómo está el asunto. Un cuarto de hora después nos encontramos en lo que me pareció, por la fila de pulidos cañones tras capas de cristal, que era el cuarto de armas de la vieja casa. Estaba cómodamente amueblado, y allí nos dejó unos momentos sir Robert. Al volver, traía dos acompañantes consigo: uno, la florida joven que ya habíamos visto en el coche; el otro, un hombrecillo con cara de rata y modales desagradablemente furtivos. Los dos tenían un aire de absoluto desconcierto, revelador de que el baronet no había tenido tiempo todavía de explicarles el giro que habían tomado los acontecimientos. —Aquí tiene —dijo sir Robert, haciendo un gesto con la mano—. El señor y la señora Norlett. La señora Norlett, bajo su nombre de soltera Evans, ha sido la doncella de confianza de mi hermana durante varios años. Les he traído aquí porque me parece que lo mejor que puedo hacer es explicarles la verdadera situación, y ellos son dos personas que pueden confirmar lo que diga. —¿Es necesario, sir Robert? ¿Ha pensado lo que hace? —exclamó la mujer. —En cuanto a mí, rehúso toda responsabilidad —dijo su marido. Sir Robert le lanzó una mirada de desprecio. —Yo asumiré toda la responsabilidad —dijo—. Ahora, señor Holmes, escuche una sencilla explicación de los hechos. Está claro que usted se ha metido a fondo en mis asuntos, pues si no, no le habría encontrado donde le encontré. Por tanto, con toda probabilidad, ya sabe que voy a hacer correr un caballo poco conocido en el Derby y que todo depende de mi éxito. Si gano, todo será fácil. Si pierdo…, bueno, ¡no me atrevo a pensarlo! —Comprendo su situación —dijo Holmes. —Dependo para todo de mi hermana, lady Beatrice. Pero es bien sabido que su usufructo de estas propiedades vale sólo durante su vida. En cuanto a mí, estoy atrapado en manos de los judíos. Siempre he sabido que si muriera mi hermana, mis acreedores caerían sobre mis propiedades como una bandada de cuervos. Se apoderarían de todo: mis cuadras, mis caballos, todo. Bueno, señor Holmes, mi hermana, en efecto, murió hace una semana. —¡Y usted no se lo dijo a nadie! —¿Qué podía hacer? Me amenazaba la ruina absoluta. Si pudiera aplazar las cosas durante tres semanas, todo iría bien. El marido de su doncella, este hombre, es actor. Se nos ocurrió, se me ocurrió, que él podía representar el papel de mi hermana durante un breve período. Se trataba sólo de aparecer todos los días en el coche, pues no hacía falta que entrara en su cuarto nadie más que su doncella. No fue difícil de arreglar. Mi hermana murió de la hidropesía que padecía desde hacía tiempo. —Eso lo decidirá el forense. —Su médico certificará que hacía meses que sus síntomas presagiaban ese final. —Bueno, ¿qué hizo usted? —El cadáver no podía seguir aquí. La primera noche, Norlett y yo lo llevamos fuera, a la vieja casa del pozo, que ahora no se usa nunca. Sin embargo, nos seguía su perro de aguas preferido, que ladraba continuamente a la muerta, de modo que pensé que hacía falta un lugar más seguro. Me desembaracé del perro y llevamos el cadáver a la cripta de la iglesia. No hubo indignidad ni irreverencia, señor Holmes. No creo que haya injuriado a una muerta. —Su conducta me parece inexcusable. El baronet sacudió la cabeza con impaciencia. —Es fácil predicar —dijo—. Quizá le habría parecido otra cosa si hubiera estado en mi situación. Uno no puede ver todas sus esperanzas y sus planes destrozados en el último momento sin hacer un esfuerzo para salvarlos. Me pareció que no sería un lugar indigno de ella si la poníamos por el momento en uno de los ataúdes de los antepasados de su marido, yaciendo en una tierra que sigue siendo sagrada. Abrimos uno de esos ataúdes, sacamos el contenido y la pusimos como ya ha visto. En cuanto a las viejas reliquias que sacamos, no podíamos dejarlas en el suelo de la cripta. Norlett y yo las quitamos de allí y él bajo por la noche y las quemó en el horno central. Esta es mi historia, señor Holmes, aunque no comprendo cómo usted me ha obligado a contársela. Holmes se quedó un rato cavilando. —Hay un defecto en su narración —dijo por fin—. Sus apuestas en la carrera, y por tanto sus esperanzas en el futuro, seguirían valiendo aunque sus acreedores se apoderaran de sus propiedades. —El caballo sería parte de las propiedades. ¿Qué me importan a mí mis apuestas? Probablemente, ellos no le dejarían correr. Mi principal acreedor es, por desgracia, un tipo desvergonzado, Sam Brewer, a quien una vez me vi obligado a darle de latigazos. ¿Supone usted que él trataría de salvarme? —Bueno, sir Robert —dijo Holmes, levantándose—, este asunto, desde luego, debe comunicarse a la policía. Mi deber era sacar a la luz los hechos y ahí tengo que dejarlo. En cuanto a la moralidad o a la decencia de su conducta, no me toca expresar mi opinión. Es casi medianoche, Watson, y creo que podemos volver a nuestra humilde residencia. Todo el mundo sabe ahora que este singular episodio acabó de un modo más feliz de lo que merecían las acciones de sir Robert. El «Príncipe» de Shoscombe ganó el Derby, el propietario se embolsó ochenta mil libras en apuestas y los acreedores permanecieron tranquilos hasta que se terminó la carrera, y entonces se les pagó por completo, quedando lo suficiente para restablecer a sir Robert en una decente posición en la vida. Tanto la policía como el forense vieron con benevolencia lo ocurrido y, salvo por una leve censura por la tardanza en registrar el fallecimiento de la señora, el feliz propietario salió sin tacha de ese extraño incidente en una carrera que ahora ha sobrevivido a sus sombras y promete acabar en una vejez honorable. ¿Deseas continuar las aventuras de nuestro famoso detective? Encuentra todos los libros GRATUITOS de Holmes y Watson en SherlockHolmes.page