Escritura 20 de julio de 2024 --- Y estoy aquí, en medio del camino, habiendo pasado veinte años ---veinte años casi desperdiciados: los años l'entre deux guerres--- tratando de aprender a usar palabras. Y cada intento es un comienzo enteramente nuevo, y un diferente género de fracaso. Porque uno sólo ha aprendido a servirse de ellas para lo que uno ya no tiene que decir, o según el modo en que uno ya no está dispuesto a decirlo. –T. S. Eliot, "East Coker", en Cuatro Cuartetos. Pienso seguido en la escritura. En sus herramientas y manías. En su sentido. Cuando era joven, estudié literatura algún tiempo porque tenía el deseo de convertirme en escritor, de publicar una obra (una sola siquiera) que dijera algo importante, no sé bien el qué ni con qué propósito. Al final, dejé la escuela, conseguí trabajo, aprendí algunas cosas del mundo, me hice de un oficio y viví. La escritura, sin embargo, continuó siendo el centro de algo sin forma definida que me llamaba tanto como me rechazaba y alrededor del cual gravitaba todo lo demás. Comencé algunos proyectos de escritura, digamos, «seria». No terminé ninguno. Todavía hoy, vuelvo a trabajar en ellos algunas veces, sin decidirme a abandonarlos. Porque creo que son cosas que deben ser dichas. De hecho, preferiría que alguien más las dijera y que yo pudiese solamente leerlas expresadas con claridad y, quizá, pensar «¡esto! ¡esto es!». Eso mismo que a mí, con mis deficientes habilidades de escritura, se me escapa cada vez. El problema es que por más que no haya casi nada nuevo que falte por decir en el mundo, o que todo haya sido escrito millones de veces, endurecido y secado por el sol o por la falta de memoria, no me parece que se haya escrito aquello que yo desearía leer en el tono o el modo que se amolden a mi espíritu. Y como nadie cuenta eso con las palabras que me parecerían adecuadas, entonces siento el deber, el impulso mezclado con el deseo idiota de intentarlo yo. El problema, lo sé, es que yo tampoco conozco ni sé invocar las palabras adecuadas, su ritmo, su orden preciso. Adivino todo eso, como cualquiera. Pero, igual que cualquiera, lo adivino mal, como la trama del sueño que se pierde a diario apenas despertar. Media vida me ha ocurrido, pues, con la escritura lo que Pessoa describió en algún lugar de su Tabaquería:[^1] Pero soy, y tal vez seré siempre, el de la buhardilla, aunque no viva en ella; seré siempre el que no nació para eso; seré siempre sólo el que tenía cualidades; seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta junto a una pared sin puerta, y cantó la canción del Infinito en un gallinero, y oyó la voz de Dios en un pozo tapado. Suena un poco triste. Lo es. Pero no lo sufro. Comprendo la dimensión que le corresponde a algo como una obra personal en un mundo que nos sobrepasa a todos. No sé qué opinaría si mi experiencia fuera otra; si hubiera hecho carrera en la escritura o en la academia, por ejemplo. Sé, eso sí, que de joven, aun suponiendo que tuviese lo que había que tener, siempre me hizo bronca el ambiente cortesano de la literatura, sus negociaciones, su continuo cálculo del margen de ganancia reputacional. Quería escribir y ya, no tener amigos importantes y ni siquiera ser querido o admirado. Aun así, pensaba que el destino de lo escrito era, casi forzosamente, la publicación. Uno escribía para publicar. En ese momento o veinte años después. Pero publicar. Hacer público ese esfuerzo por naturaleza silencioso y maniaco de la escritura («un arte espectral», en palabras de N. Mailer). Pensaba un montón de cosas así, a medio camino entre el romanticismo y la tontería. Sólo no me daba cuenta. Imagino que en montones de universidades en el mundo, en cada buhardilla, en cada sótano y rincón oscuro y barato, hubo siempre un estudiante o aficionado a la literatura con las mismas o semejantes aspiraciones. He conocido a mucha gente así, no siempre por desgracia. Y ahora escribo esta anotación, porque pensaba en una conversación que tuve con un amigo acerca de publicar. En algún punto, mientras él me hablaba de premios y de editoriales, de toda esa cultura alrededor del libro, me sentí como imagino que se sentiría un animal cualquiera, un ratón, un bicho, delante del Partenón o algo así de grandilocuente, pero vacío, apenas comprensible. Sé que hay buenas razones por las que la escritura sólo pudo surgir, prosperar, crear una cultura alrededor de ella, en la vida sedentaria de lo que llamamos civilización. Pero hoy, cuando el texto ha perdido capacidad de dar forma al mundo y se pierde, poco a poco, en la irrelevancia del onanismo; cuando la comunicación implica mayormente ruido; cuando, de hecho, nuestra civilización se ahoga en crisis por todos lados y las palabras no parecen decir nada en casi ningún lado, no sé, creo que la escritura podría probar suerte en el modo de ser y de hacer de los pueblos nómadas. Habitar de forma natural la imparmanencia.[^2] Atender sólo (o casi) a los impulsos de la necesidad y el presente. Asumir que el límite del futuro es, con algo de suerte, el próximo invierno; y que la escritura es una continua obra negra, una exploración que empieza y termina cada vez. Acaso nada. Mayormente nada. Nada, sin duda. Un pensamiento que salió al paso mientras atravesábamos la tundra. --- [^1]: gopher://texto-plano.xyz/0/~alberto/escrituras/pessoa-tabaqueria.txt [^2]: Al menos algo como esto que leí ayer: «Cuando la ansiedad le hacía sentirse un fracasado o un escritor que no había llegado a la meta, para consolarse, Miguel siempre recordaba lo que había dicho Borges: “Todos caminamos hacia el anonimato, solo que los mediocres llegan un poco antes”». gopher://sdf.org/0/users/emilio/antartida/2023/julio/el-secreto-placer-de-quedarse-atras.txt